domingo, 8 de septiembre de 2013

El mercader de esclavos, la caparazón de tortuga y el oro de San Pedro Claver



Aviendo de partirse a los Reynos de Guinea un Mercader amigo suyo que tratava en negros, le diò el P. Claver cantidad de oro, baftate a la compra  de tres esclavos; encargandole que fuèsen los màs ladinos, para que le firvièfen de lenguas con los de su nacion: dixole; que llevàfe aquella limosna por fianca de buen viaje; porque en el logro de ella iva la efperanca de mas almas, que tenia èl cabellos: que estuvièfe cierto, no le dexaria Dios en el peligro, porque no fuèfe a pique la falvacion de tantos, vinculada a su diligencia en el empleo de aquel oro. Tomòle el capitan por prenda de figuridad, fiado en la promefa de el P. Claver, como fi la huviera oydo de Dios. El fucefo fue q a vifta yà de las coftas de Guinea, fe embraciò furiosamente el mar; no baftò aliviar los vafos de la carga, arrojada a las olas, como despojos que rinde la necesidad, para componerfe con el riefgo; mas infolente la tormenta con la que iva ganando, fe declarò a no contentarfe menos que con el ultimo deftroso. Peligroso el socorro de los galeones entre fi, no tuvieron otra conveniencia de apartarfe, sino evitar el defconfuelo de no fer unos ruina de los otros; y perecer a folas, fin aumentar el daño propio con la vifta laftimofa de el ageno. Lo que fue de aquel eftrago  de el mercader, que llevaba a cargo la copra de los negros, lo dirá efte capitulo de una carta fuya, para el P. Claver. 

  En el punto, y tiempo que todos fe ivan ahogando, afi navios como ombres, me faltò la momoria de todo; y folo me acordè de la encomienda de V:P la qual amarrè a un paño, y ciñéndome con èl los calcones blancos, me arrojè a la mar, fiado en efta encomienda, y de las muchas almas, que dependían de ella; fue cofa milagrofa, que no eftando feguros los galeones de el Rey, al punto me deparò Dios, ò las dichas almas una concha grande de tortuga, que me firvièfe de efquife, entrème en ella, y bien aferrado a fus bordes, me facò Dios a tierra con vida, fi bien defnudo, y fin mas hacienda, que los balones blancos, y el paño, en q llevaba guardado el poco oro. No faltarà a la fidelidad, valiendofe de la encomienda para focorrerle, quien fe hallò tan deftituido en payfes remotos pero el buen mercader antes quifo faltarfe a fi mismo, que a la copra de los tres esclavos, que avian de fer inftrumento al bien de tantas almas. Refpetò la necefidad eftrema el oro, que avia refpetado la tempeftad enfurecida. Aviale guardado a èl aquel oro en el mayor peligro; y agradecido èl  le guardò, fin gaftarle en el mayor aprieto. Precio dêftinado para interpretes, fue toda fu figuridad a la ida; y prometiòfe que a la buelta avia de fer toda fu dicha, emplelado yà en interpretes. Comprò tres famofos, q firvieron muchos años al Padre en el minifterio, con increíble fruto: y cogió el mercader el de fu gran fidelidad, en las profperidades, con que fe la premiò defpues el cielo.   

Iosef Fernandez. Apóstolica y penitente vida de V. P. Pedro Claver. Zaragoza, 1966.

 

domingo, 11 de agosto de 2013

LA SALA NÚMERO SEIS


  





“Escritos como El médico, El tío Vania, Ionych, Un cuento terrible, Ivanov, La gaviota, etcétera, muestran los excelsos entrecruzamientos de un médico preocupado por sus pacientes y un escritor que convierte escenas médicas en literatura. Su éxito como escritor provenía de la observación de los enfermos, del estudio clínico y del análisis que hacía de los discursos de sus pacientes. Como testigo de la conducta humana, sobre todo cuando ésta se alteraba por la patología, Chéjov convertía estas experiencias en letras. Y no sólo eso: su literatura podría ser escuela médica, al menos en lo que se refiere a la relación médico paciente o en lo que hoy llamamos bioética”[1].






[1] KRAUS, Arnoldo. Plaza y Janés. Enfermar o sanar. El arte del dolor. Plaza Janés, Randon House Mondadori, 2003. p. 69.





Revoltijo de cosas viejas, pero no caducas


Al inicio de La sala número seis, el narrador refiere que el pabellón está rodeado de cardos, ortigas y cáñamo silvestre, y que la yerba cubre los escalones de la entrada, lo que contrasta con el techo oxidado y el yeso erosionado para otorgarle un aspecto particularmente triste y repulsivo, según la traducción de Laín Entralgo. Esta referencia al campo colindante en la parte de atrás y la comparación del aspecto lúgubre del hospital con la cárcel relaciona también al enfermo y al criminal, a la vez que descalifica al paciente conforme con su sufrimiento y por cierta vuelta a lo agreste. Habrá que considerar que la proximidad del campo no convierte al pabellón en un sitio sórdido, sin ningún tipo de reproche moral hacia la naturaleza, aunque reine lo sombrío, y que Chejov meditó muy bien los adjetivos para determinar el lugar, pues a lo lúgubre, afín a la mentalidad depresiva de los internos, asocia la repugnancia, es decir, precisa una referencia a algún tipo de asquerosidad o suciedad más propia de la civilización que del ámbito del bosque colindante.   


Chejov señala la proximidad de la locura, anticipada sin mencionarla aún, y una particularidad congénita al lugar que bien se logra reconocer luego cercana en los delirantes o alicaídos pacientes, más que meros excéntricos[1], antes de que se aceptara un ritmo frenético plenamente difundido de la existencia. El narrador nos invita a seguir al lugar más como un recurso para ponernos en su lugar que en el de los pacientes, por lo menos no todavía, para detenerse en la ropa vieja: “Todos estos harapos están amontonados, arrugados, revueltos, medio podridos, y de ellos emana un olor pestilente”[2], en clara analogía con los especímenes que allí habitan. Es el olor el que repele, no la vista, pero el escenario no repugna tanto como el loquero Nikita tumbado con una pipa entre los dientes, cara dura, soldado aficionado a  la bebida y con el convencimiento obtuso de la imperiosa necesidad de las obligaciones. Después de señalar lo agreste en los cardos, y la repulsión del “aspecto” triste y lúgubre de la sala 6 y del olor de la ropa vieja, Chejov nos entrega la imagen de una persona igualmente repulsiva: “Pertenece al género de personas simples, cumplidoras de su deber y obtusas que ponen por encima de todo el orden y que por eso están convencidas de que hay que emplear los puños”. En este lerdo, Chejov descubre cierta necedad de la creencia moral degradada en el orden, por lo que no se trata de criticar la normatividad, sino la dependencia de una organización o distribución de las cosas, clasificación que alcanza a las personas también, y que va más allá de la simple jerarquía. De entrada queda ligado el aspecto repulsivo de la tristeza, asociada la repugnancia y lo lúgubre, el estatuto criminal del enfermo y la descalificación del sufrimiento como vuelta a lo agreste.  


  Así pues, Chejov comienza con el guardia en el zaguán, no con los enfermos en la habitación más espaciosa con lo que la descripción moral o psicológica de Nikita empata con la de los enfermos, solo distintos por la división en la asignación de espacios. Adviértase que el lugar del hosco Nikita es más estrecho, incómodo, aunque luego regresará a su cálido hogar, y espanta el aspecto y el color, el azul sucio de las paredes, el techo ennegrecido por el humo de la estufa, los barrotes de hierro la ventana,  el suelo también gris y abundante en astillas, con lo que combina de nuevo Chejov la exposición a un ámbito amenazante, en la naturaleza las espinas de los cardos, en la sala las astillas, junto al el efecto insoportable del penetrante mal olor: “Apesta a col agria, a humo de la mecha de la lámpara, a chinches y a amoníaco, y este olor nauseabundo os produce en el primer momento la impresión de haber entrado en una jaula de fieras”[3].  De tal suerte, la repulsión del olor adopta la figura de un recinto que contiene la ferocidad animal peligrosa y amenazante.

  La impresión equivocada del lugar obedece a la analogía con lo salvaje; pues, y mientras el olor resulta insoportable se rechaza la sala 6, pero encubierta su peligrosidad por reacción ante el hedor, lo que forja en el lector seguridad al comenzar a familiarizarse con la descripción, como tampoco el avieso Nikita resulta tan agresivo. Por supuesto, extraña que las camas estén sujetas al suelo y la descripción de los “locos” envueltos en batas azules con gorros de dormir, más graciosos que temerarios, en tanto la lentitud con que de dibujan los detalles del retrato, sin mucha historia, genera impaciencia en la medida en que avanzan las páginas.  Hasta ahora, Chejov elude cualquier interpretación de la locura, para comenzar a ofrecer indicaciones de lo que el narrador ve y relata, como alguien que entra al zaguán y la sala, lo que combina con la conducta y pensamiento de sus locos, porque se encuentran sentados o tumbados. Chejov no ofrece de buenas a primeras el cuadro clínico de los locos y clasifica su diagnóstico en alternancia con la atención puesta en características físicas y situación social previas al escueto pensamiento o la conducta. Antes de la disposición anímica o la afectación de los locos, Chejov ha indicado la postura a la que obliga el lugar y la condición, en todo sentido, secundarias desde la reflexión del narrador ofuscado y sobrecogido. En la medida en que el narrador nos dice que nos pongamos en su lugar y entremos al lugar, nos queda imposible ver lo que él ve y no nos resta más que imaginarlo, pero nos comparte sus juicios cargados de inquietud y que rayan también en la perturbación. Que los locos estén sentados o tumbados alude a la acomodación y a una postura, de ninguna manera a la disposición interior o a hábito alguno. Arrellanados conforme al aspecto deprimente del lugar, independientemente de sus ánimos, todos comparten una posición  tendida y situación de abandono, tirados como la ropa vieja del lugar.  

  Asimismo, nos dice el narrador que en total son cinco locos, y que entre ellos hay un noble, pero no anuncia inmediatamente de quién se trata, con lo que establece una división frente a los trabajadores, manera de subrayar una distancia social por la colocación según la actividad que se realiza más que por la clase demarcada con antelación. Pasa entonces Chejov de la postura a la ubicación. El primero “conforme se entra”, adolece claramente de depresión: “…es un hombre alto y flaco, de bigote rojizo y brillante y ojos llorosos; está sentado, con la cabeza apoyada en las manos y la mirada fija en el vacío. Pasa los días y las noches sumido en la tristeza, meneando la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente; en muy contadas ocasiones interviene en la conversación y de ordinario no contesta a las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando le dan”.

  Sin embargo, no sólo este tísico derrumbado y abatido, del que llama la atención que no pierda la sonrisa, aunque sólo exprese consternación y pesadumbre, tiene problemas con el lenguaje al guardar silencio y repeler las preguntas. En contraste, el viejo judío Moiseika de barbita en punta, oscuro y crespo conserva su carácter alegre porque canta a media voz y ríe suavemente, pero que se la pase yendo y viniendo de ventana a ventana, adivina su intranquilidad, una de otro tipo, no asimilable a la del depresivo silencioso, relacionada, seguramente, con las premuras de la actividad comercial definida por la celeridad. El narrador no tiene reparos en tildar a Moiseika de imbécil que perdió la razón al perder en un incendio su negocio de sombreros. Moiseca tiene el privilegio de salir, aunque se convirtió en el motivo de risas. Llena su estómago gracias a las limosnas y Nikita le arrebata el dinero, no sin aparentar su enojo y amenazándole de no dejarlo volver a salir, pero su ceñudo semblante lo podemos figurar fingido y bien sabemos que le conviene dejar ir a la calle al apurado judío para volverse a apoderar de las ganancias. Constituye un claro juicio moral esta negativa de Nikita a la que está obligado por las apariencias, opuesto al cambio del judío que se volvió un hombre atento y servicial con sus compañeros al extremo de “apresurarse” a dar de comer a su compañero paralítico, no por consideraciones de índole humanitaria o un sentimiento moral de compasión, sino por imitación de Iván Dmítrich Grómov, el noble que se había anticipado había entre los locos, por lo que se marca la separación clásica entre el trabajador, el comerciante y la nobleza, por la conducta, en vez de por la actividad laboral o la ostentación de riqueza, pues se desempeñaba como subalterno, “ujier del juzgado y secretario provincial”, es decir, en un escritorio. Gromov goza de una sensibilidad extrema y de manía persecutoria, acaso relacionada con su antigua labor. Como su particularidad postural, este no se sienta, sino que se tumba o camina igual de un lado a otro como el judío, según varíen sus sentimientos entre la agitación o el desaliento, proceder lejano al desgaire del depresivo y excesiva racionalidad e hiperactividad peculiar del comerciante. La causa del temor de Iván Dmítrich Grómov yace en la incertidumbre propia del pensamiento de lo indeterminado, patologizado por el narrador no tanto el pensamiento como el modo de conducirse: “O permanece tumbado en la cama, hecho un ovillo, o va de un rincón a otro como si hiciese un paseo higiénico; rara vez se queda sentado. Siempre se muestra excitado, inquieto, en una tensión como si esperase algo confuso e indefinido”[4].     

Sin duda, a los internados se le obliga, confinados en estos lugares, a una Filosofía de la resignación, aunque en cierto grado hacen frente a imposiciones y exigencias, y en últimas, de cierta forma responden a sus vicisitudes, aunque Iván Dmítrich Grómov vive hecho un ovillo y un insignificante rumor lo hace pensar que vienen por él, sumido en pensamientos indeterminados que inmovilizan o impelen a actuar abruptamente sin motivo. Chejov se muestra sutil:

  “A mí me agrada su cara ancha de grandes pómulos, siempre pálida y desgraciada, espejo de un alma atormentada por la lucha y un miedo que nunca le abandona. Sus muecas son extrañas y morbosas, pero sus finos rasgos, que el profundo y sincero sufrimiento ha dejado en su semblante, denotan inteligencia, y en sus ojos se advierte un brillo cariñoso y sano”.

  El narrador nos condujo del estupor por semejante lugar a una minuciosa diferencia entre formas de pensar, no tanto a partir de experiencias del sufrimiento como previas a todo juicio reflexivo sobre la propia existencia y que señalan más una sensibilidad congénita. Aparte de recalcar la reputación del cortés Iván Dmítrich y de señalar la causa de su tormento en la constante lucha y no en la pérdida de los bienes materiales o en problemática cotidiana alguna, a pesar de compartir con el depresivo una mismo foco en lo indeterminado, pero sin identificarse con la sumisión en la tristeza ni con la mirada de vacio del depresivo, permanece obstinado, renuente, intransigente en su recogimiento; replegado, pero listo a reclamar y protestar.   

  Su locura se manifiesta por la tensión y las muecas, deteniéndose de repente en su nerviosa marcha nocturna a observar a los demás en un gesto de ir a decir algo para luego arrepentirse, con lo que señala Chejov formas de expresión de la locura no equiparables, en tanto Ivan Dmitrich piensa más de lo que dice o merecen conocer los demás, aunque de ninguna manera los desprecia, sino que su pensamientos poseen una hondura que no despierta el interés común[5]. Por lo tanto, los problemas con el lenguaje de Iván Dmítrich no tienen que ver con no querer o rechazar hablar en el trato con los demás, pues no se desestima la repercusión de las palabras, sino la incompatibilidad de su pensamiento con el de la sociedad. También el judío contesta con su silbido, pero carente de un pensamiento elaborado. Sin embargo, no se contiene y le gana el deseo de compartir sus pensamientos y no modula sus palabras sino que la pasión conduce su discurso: “Pero pronto el deseo de hablar se hace más fuerte y da rienda suelta a la lengua; habla con calor, apasionadamente. Su discurso es desordenado, febril como un delirio; no siempre se comprende lo que dice, mas, aun así, en él se percibe, en las palabras y en la voz, algo extraordinariamente bondadoso. Cuando habla uno ve en él al loco y al hombre. Es difícil llevar al papel sus desvaríos. Habla de la vileza humana, de la violencia que pisotea la justicia, de la hermosa vida que con el tiempo reinará e la tierra, de los barrotes y de las ventanas, que a cada instante le recuerdan la cerrazón y crueldad de los opresores. Resulta un desordenado revoltijo de cosas viejas, pero no caducas”. Adviértase que los discursos de Iván Dmítrich redundan en la incoherencia y se los toma como desvaríos por su falta de orden al exponerlos, difícil de seguir. De la denuncia de la violencia social y a opresión derivada según él de la idiotez y la crueldad, por la falta de costumbre _ más por tratarse de críticas reiteradas que extrañas-, se sigue un juicio negativo y no se valora lo que dice aunque se lo aprecie. La expresión: “revoltijo de cosas viejas pero no caducas”, indica que la crítica social no se asimila por su reiteración. Con esto, Chejov termina su introducción y sigue a un segundo numeral en donde profundiza sobre la vida y el carácter de Iván Dmítrich Grómov.

   Admite Chejov que el pensamiento tiene un orden similar al de las cosas, y el revoltijo de ropa se equipara a lo que encierra la cabeza de Iván Dmitrich que reacciona ante la maldad, por lo que el narrador le da la razón al enjuiciar la crueldad con la que se caracteriza a a humanidad. Además de la injusticia que todos sufrieron y que los desquició, Iván Dmitrich soporta la angustia de la incomunicación a la que la confina su singular pensamiento, no sobre la condición humana o un aspecto de ella sobre la cual arremete en su integridad, sino a propósito del sufrimiento en relación con la crueldad en el trato.    

  Al morir el padre de tisis del padre y su hermano, Iván Dmitrich pasó de una vida holgada a dictar clases mal pagas y hacer copias, lo que lo sumió en el desánimo y perdió la salud, más tras la muerte de su madre. Se lo describe como alguien débil y enfermizo al que un vino lo mareaba, propicio a la histeria y la irritabilidad, lo que le impedía intimar y hacer amigos aunque buscara la sociedad. “De la gente de la ciudad hablaba siempre con desprecio, diciendo que su torpe ignorancia y su soporífera vida de animales eran algo infame y repulsivo. Hablaba con voz de tenor, alta y oscura en la que los únicos elementos que contribuían a darle variedad eran la violencia, la grosera corrupción y la hipocresía”[6].  Entonces, la denuncia de la crueldad humana no obsta para el desdén moralista, y la violencia no carece de ambigüedad por hallarla estimulante. Consternado, Iván Dmitrich denunciaba que los honrados sufrieran su pobreza y los miserables gozaran de bienestar, que los periódicos no tuvieran una orientación honesta y la falta de cohesión de los intelectuales, inclinado a la educación y se agrega que no estuvo enamorado, aun sí despertaba cariño haciendo caso omiso de sus rigidez moral.

  ¿Por qué Chejov incluye la rara observación de Iván Dmítrich, que no se había enamorado y en cambio se sumía, imbuido, en la lectura, “tumbado” lo que califica de costumbre morbosa? Si en la primera parte había diferenciado dos formas de tormento, por el miedo y por la lucha, y en la segunda partes señalaba a la lectura como un objeto de apego que encausa la ansiedad, se pasa ahora de la reacción y crítica de Iván Dmitrich a la intimidación de una impetuosa y brutal humanidad en la forma de vida citadina, a una “impresión particular y extraña” que tuvo Iván Dmítrich al toparse con dos presos encadenados. Una vez más se señala que no se trataba de sentimientos de piedad y tampoco de la desazón que despierta la contemplación del sufrimiento. En esta ocasión, tras el encuentro con un policía casi amigo que lo acompañó unos pasos, no se podía desprender de la inquietud al pensar que también él podía estar en la misma situación. En este punto se puede presumir que Chejov no quiere denunciar la ineficiencia del sistema de justicia, sino la insensibilidad de las personas que tratan con el sufrimiento habitualmente y que prevalece la preocupación propia ante su contemplación.

  “Quienes en razón de su cargo deben tratar con los sufrimientos ajenos, por ejemplo, los jueces, los policías y los médicos, con el tiempo, por la fuerza de la costumbre, se insensibilizan hasta el extremo que, aunque lo quisieran, no pueden mirar a sus clientes más que de un modo formal; por otra parte, no se diferencian en nada del mujik que, en el corral, degüella carneros y becerros sin reparar en la sangre. Con esa actitud formal e insensible hacia la persona, para desposeer a un inocente de todos sus derechos y bienes y condenarlo a presidio, el juez no necesita más que una cosa: tiempo”[7].       

  Chejov denuncia una percepción formal del sufrimiento y por consiguiente cualquier tipo de arte o estética racional del dolor, si bien advierte que en su cuento escudriña modos variables de sufrir y distintos tipos de dolor, incluso en una sola persona. Por ahora, más que inquirir filosóficamente por el sufrimiento, Chejov nos ofrece un narrador que vincula la racionalidad y la violencia en la conveniencia social. Mejor dicho, la sociedad enmarca al individuo en una serie de juicios, en un arte razonable que lo inserta en una violencia que se avizora ineludible en tanto excluye el perdón, categorizados los sentimientos a favor de la justicia: “¿Y no era ridículo pensar en la justicia cuando cualquier proceder violento era acogido por la sociedad como razonable y conveniente, y cualquier acto de piedad, por ejemplo, una sentencia absolutoria, provocaba una verdadera explosión de vengativos sentimientos de descontento?”[8]. 

La paranoia de Iván Dmítrich obedece al alto grado de la racionalidad de sus ideas y a la comprensión del mecanismo de violencia en la valoración social. Al fin y al cabo, inclementes, deducimos que habían destruido la vida de su padre. Chejov caracteriza estas ideas de “penosas” y su origen radica en pensar que hay razón y verdad en ellas o de lo contario no se las hubiera concebido. “Por la mañana, Iván Dmítrich se levantó horrorizado, con la frente cubierta de un sudor frío y convencido ya de que en cualquier momento podían llevárselo preso. Si las penosas ideas de la víspera tardaban tanto en abandonarle –pensaba-, era porque en ellas había cierta dosis de verdad. En efecto, no podían venirle a la cabeza sin razón alguna”[9].

Luego, en su manía persecutoria, también Iván Dmítrich silva para dar muestras de indiferencia y se desvelaba pero fingía roncar para que la dueña no sospechara que no dormía, lo que quería decir que le remordía la conciencia. En lugar de estos absurdos indicios, la lógica enseña lo absurdo de tal psicopatía, pero Iván Dmítrich, por el contrario, se ve obligado a dar espaldas a la razón y hundirse en el sentimiento agobiante. “Iván Dmítrich, viendo la inutilidad de sus intentos, acabó por abandonarlos, dejó de razonar y se entregó por entero a la desesperación y al miedo”[10]. Por un momento, prefiere ceder a la angustia que a la razón; la psicopatía cuestiona la lógica para actuar. Así, alterna el narrador que Iván Dmítich se vea obligado a aparentar y adoptar una expresión de indiferencia en medio de su manía persecutoria, y a la vez abandona el razonamiento, desmoralizado y consumido en el sentimiento doloroso. Si antes inquietaba la excesiva racionalidad, ahora suspende el juicio y contrasta una locura del pensamiento de la pura desesperación como sentimiento. A diferencia de Chesterton[11], una nueva forma de locura se concibe por la falta de razón y la reacción contra la sociedad en este Iván Dmítrich esquivo y hastiado del trabajo, que desconfiaba de sus compañeros, que “empezó a rehuir a la gente” y “trataba de permanecer a solas” aunque aún era la manía de dar razón la que lo aislaba y sumergía en la paranoia y el temor, en tanto cierta racionalidad lo mantiene todavía en sus cabales.

  “Cosa extraña: nunca, en ningún otro tiempo había sido su pensamiento tan lúcido ni su inventiva tan grande como ahora, cuando cada día discurría mil motivos distintos para sentir serios temores por su libertad y su honor. En cambio, disminuyó sensiblemente su interés por el mundo exterior, de manera particular por los libros, y la memoria empezó a hacerle traición”[12].

  Se descubre a esta altura la inteligencia del narrador, que no habla de la indiferencia en general, como un sentimiento identificable y común, para preferir incluir diversas constituciones de la misma, antes por el gesto que fingía ante los demás con hipocresía, entretanto, en Iván Dmítrich se combina la pérdida de sensibilidad con el desinterés por el mundo, e incluso anula su más íntimo apego, su amor por los libros. En su paranoia cree que lo incriminan por la noticia de un crimen, se esconde en el sótano y en esas, aterrorizado, sale a correr por la calle, en lo que “Iván Dmítrich creyó que la violencia de todo el mundo se había reunido tras él, tratando de darle alcance”. La aglomeración de pensamientos en la cabeza de Iván Dmítrich lo conduce a un punto en que su conducta se trastoca y una vez internado se vuelve simple y repetitiva, inversa a la complejidad de sus pensamientos que le impiden actuar.

  En esto concuerda con los perfiles que ofrece Chesterton de la locura por exceso de racionalidad. Chesterton relaciona la locura con la economía de nuestras fuerzas medida racionalmente hasta el extremo.

  “El hombre feliz es el que hace mayor número de cosas inútiles. Porque el enfermo no puede gastar en ociosidades sus pobres fuerzas. Los locos son precisamente los que nunca podrán entender ese sinnúmero de pequeños actos descuidados y aparentemente inmotivados que hacemos los cuerdos; porque los locos, como los deterministas, suelen ver demasiada causalidad o motivación en todas las cosas El loco tiende a ver un significado oculto o subversivo en todas nuestras ociosidades; creerá que al estropear la hierba con el bastón nos proponemos conscientemente causar daño en propiedad ajena…”[13]. 

 Chesterton entendía el asunto como una manía causal por el detalle, no poderse descuidar un instante, la discusión apresurada y con ánimo de certeza aún frente a lo cómico, la explicación satisfactoria y completa. “ciertamente, nada hay tan equivocado como la frase hecha con que se designa la locura: la pérdida de la razón. No, loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, todo menos la razón”[14].  

  Chesterton cree que el loco no vacila ni duda, pero en el cuento de Chejov, Iván Dmítrich permanece indeciso, no entre opciones racionales, sino por la opresión del sentimiento frente a asuntos muy concretos. No se trata sólo de que sus pensamientos lo abstraigan y moldeen un individuo que la sociedad no desea por no ajustarse a su molde, ideología o estereotipo. Mientras Chesterton acusa a la locura de razonar sin sentimiento, Iván Dmítrich nos descubre el temor absoluto, ante nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros actos. Iván Dmítrich teme a una violencia de la gente. No se trata de una violencia masiva por aglomeración, sino de una que se da en el trato de la vida cotidiana laboral. Ni siquiera es una violencia institucional. Tal vez la distancia entre la perturbación de los pensamientos repetitivos y la afectación de unos sentimientos trastornados, la marca la dejadez, la antigua desidia, el abandono o el desánimo en relación con las labores, asociada a la negligencia y la pasividad, se acorta y la obsesión por la inclemencia de la violencia social estrecha y acapara también la posibilidad de abrazar sentimientos más alegres. Después de todo, estos locos de la sala 6 no protestan y se abstienen de reproches en voz alta. Para colmo, el doctor Andrei Efímich estima imposible “hacer nada cuando la gente quería volverse loca”. Así pues, la locura es un asunto del querer y el tratamiento no importa, otra forma de indiferencia ahora profesional, por la que poco interesa, aunque el debiera concernir, tratar la locura con gotas de laurel y guindas, o con compresas frías en la cabeza, conducido Iván Dmítrich a la sala de venéreas. Entre tanto, bastó un año para que lo olvidaran en la ciudad.

A la altura del numeral IV, se aprecia un orden extremado en tanto el narrador refiere uno a uno el estado de los internos, ante lo que no carece de disonancia que, o no ha contado bien y no son cinco, sino seis lo internos, o no se cuenta uno por estar en estado vegetativo, además despreciado por su gordura obviamente debida a su inmovilidad, “un mujik adiposo, casi redondo, de cara embotada y estúpida; un animal inmóvil, glotón y sucio, que hacía mucho había perdido la capacidad de pensar y sentir”[15]. ¿Acaso este “animal insensible” no cuenta como persona? Chejov claramente escribe: “El quinto y último habitante de la sala número seis era..”, pero hasta el momento ha hablado del tísico sumido en la tristeza, de Moseika, de un paralítico al que el judío da de comer, de Iván Dmitrich y por último del mujik adiposo que no piensa ni siente sin responder a los golpes de Nikita, con lo que la introducción al nuevo convaleciente, un antiguo seleccionador de cartas, pequeño, flaco, rubio de cara bondadosa, debió haberse referido a un sexto habitante. Cabía la posibilidad de asimilar el paralítico al que el judío alimenta al mujik gordo, pero Chejov se burla de nosotros y más adelante nos dice que en ningún otro sitio la vida era tan monótona:

“Por la mañana, los enfermos, excepción hecha del paralítico y del mujik gordo, se lavaban en el zagúan, en una tina, y se secaban con los faldones de sus batas. Después de esto tomaban té en unas jaras de hojalata que Nikita traía del pabellón principal. A cada uno le correspondía una jarra. Al mediodía comían sopa del col agria y gachas; al anocheces cenaban las gachas que habían quedado de la comida. En los intermedios permanecían tumbados, dormían, miraban por la ventana y se paseaban de un rincón a otro. Y así cada día. Hasta el antiguo seleccionador de cartas hablaba de unas mismas condecoraciones”.

Contrasta así un orden con un párrafo que denota desorden. Habrá que anotar que el lenguaje, al menos en la sala 6, era tan repetitivo como la sopa de col agria. En todo caso, este tipo con mirada serena  en sus ojos inteligentes y tranquilos guarda una vergüenza. Por último, se agrega que había pocas visitas y que se agregaba la confusión que creaba el barbero que los rapaba con sonrisa de borracho.     

  Entonces, en el V numeral el narrador repara en el médico, Andrei Efímich Raguin, del que había anunciado antes se iba a hablar, lo que generaba una sospecha sobre el personaje, el sexto o séptimo aturdido por la vida en sociedad según las diversas cuentas, si no se dieran por normales al guardia Nikita y al narrador que en su discurrir da buenas muestras de excentricidad intelectual por su interés en el sufrimiento agazapado en la locura, si no se lo asimila al mismo interés demostrado por Chejov en otras obras como en Las tres hermanas.

  Aunque de unos se cuenta más que de otros, todos los personajes están circunscritos en un mismo discurso sobre el sufrimiento, si se quiere, existencial. En el caso del doctor, antes se preparaba para la carrera eclesiástica, pero su padre no se lo permitió y nunca había sentido vocación por la Medicina. Pesado, lento, torpe, de complexión fuerte, se asimila su brusquedad a la de un borracho o un mujik. Sin embargo, tenía modales, andar suave, cauto, miedo sinuoso; cedía el paso y pedía perdón con voz fina.  Chejov, al que obviamente le obsesiona la insensibilidad, encasilla al doctor por su manera de vestir, ya que los trajes le duraban diez años, porque “no se ocupaba en absoluto de su persona”, y alterna esa despreocupación con una social frente al estado lamentable del hospital, establecimiento de beneficencia en el que se dificultaba la respiración por el hedor; con cucarachas, chinches y ratones; los mozos y enfermeras durmiendo junto con los enfermos; instrumental precario y corrupción, al punto de vender el alcohol del hospital y el doctor anterior tener un harén con enfermeras y pacientes.


La necesidad de los prejuicios y la infamia para el bien  

  Vienen entonces un par de párrafos en los que se replica el discurso paranoico y crítico a la sociedad, atestado de razonamientos y reflexiones encontradas del tipo de si la ciudad era capaz de costear un buen hospital, o si era mejor, como pensaba Andrei Efímich, cerrar el establecimiento y enviar a los pacientes a las casas, situación que supuestamente propicia un pensamiento del doctor que postula a la infamia como origen de la bondad humana:

  “Consideró, sin embargo, que esto no dependía sólo de su voluntad y que sería inútil; si se expulsaba de un sitio la inmundicia física y moral, se desplazaría a otro. Había que esperar a que ella misma desapareciese. Además, si habían abierto este hospital y lo toleraban, quería decirse que la gente lo necesitaba; los prejuicios y todas las infamias de la vida son necesarios, ya que con el tiempo se convierten en algo útil como el estiércol en tierra negra. No hay en el mundo nada bueno que en su origen no contuviera una infamia”[16].

   El desasosiego del doctor obedece más a su impotencia para remediar, no la injusticia social, sino el estado concreto tanto material como moral del hospital, en lo que se guarda una crítica a la utilidad, se generaliza la infamia más que justificarla y se deja al tiempo la espera del bienestar surgido del sufrimiento perverso que se inflige a sí misma la proterva humanidad. La necesidad de los prejuicios y la infamia s convierte en la tesis filosófica y cultural de la época ante la incapacidad de separar el bien y el mal, sin criterio para su distinción valorativa. Andrei Efímich mostro indiferencia a tales anormalidades como la de tener solo dos bisturís y ningún termómetro, y no tuvo carácter ni fe en el derecho que le asistía, aunque amara la inteligencia y la honradez, para contraponerse a la corrupción. Para colmo, se sentía culpable y el monótono e inútil esmero en el trabajo terminó por aburrirle. Le afligía el no poder prestar una atención seria, pero a la vez se conformaba con una pregunta metafísica absurda, pues: “¿para qué impedir que la gente se muriese, si la muerte es el final normal y lógico de cada uno?”. Pensamientos metafísicos como el de estimar la vida en proyección a la muerte disculpa la desatención de problemas tan delicados como el de la atención en salud, con lo que la racionalidad de la indiferencia social se anuda a la más explícita de la violencia por los mismos mecanismos de salud y justicia. En estas, Chejov anticipa la muerte de la filosofía en el pensamiento del dolor:

  “Si se considera que el fin de la Medicina consiste en aliviar el dolor, surge la pregunta: ¿Para qué aliviarlo? En primer lugar, dicen que el dolor lleva al hombre a la perfección y, en segundo, que si la humanidad aprende, en efecto, a aliviar sus dolores con ayuda de píldoras y gotas, abandonará por completo la religión y la filosofía, en las que hasta ahora había encontrado no sólo las defensas contra todas las desgracias, sino incluso la felicidad”[17]. Se cuestiona así una filosofía de la felicidad y del dolor a partir de su tratamiento, contrapuesta la valoración del dolor y su alivio.

  Caracterizada la vida humana por el sufrimiento, a diferencia del animal, toda cultura humana se concentra en la queja. Andrei Efímich consideraba que nada podía hacer por el sufrimiento de sus pacientes, se limita a un breve interrogatorio, a recetar cualquier remedio, y ya no opera, pues le desagrada la sangre. El asunto del desprecio de olores fastidiosos o del dolor humano se torna en uno del trato médico:

  “Cuando tiene que abrirle la boca a un niño para examinarle la garganta y el pequeño llora y se defiende con las manecitas, el ruido le produce mareos y se le llenan los ojos de lágrimas. Se apresura a escribir la receta y hace un gesto para que la madre se lleve antes al niño”[18].

  Esta insensibilidad por la costumbre en el ejercicio de la profesión se mezcla con hábitos repetitivos con actividades u objetos de apego. Efímich lee horas sin fatigarse, despacio, tratando de entender el sentido, con vodka y pepinillos en salmuera, manzana en conserva, o bien pasea y medita con tranquilidad. Su amigo lo estimaba por su cultura mirando a los demás con altivez como subordinados, lo que indica un desprecio intelectual. El refinamiento es postizo: “Buenas tardes, querido mío, ¿No se ha cansado de mí?”. Fuman en silencio y se recalca un problema en la comunicación de ideas a modo de pobreza cultural, en lo que extraña que hablan lento sin mirarse a los ojos, gestos que denotan falta de contacto y por lo tanto, abstracción e insensibilidad, y critican el bajo nivel de desarrollo de la ciudad.

  Ante la muerte, se le otorga a la razón un estatuto superior bajo el criterio del placer. “Usted mismo sabe – sigue el doctor, en voz baja y alargando las palabras- que en este mundo todo carece de importancia e interés, excepción hecha de las supremas manifestaciones espirituales de la razón humana. La inteligencia marca acusadas fronteras entre el animal y el hombre, sugiere el carácter divino de este último y, en cierto grado, reemplaza su inmortalidad, que no existe. Partiendo de esto, la razón es la única fuente posible de placer”[19].

  La atención a la cultura intelectual la desplaza de la que considerara una instancia sensible más amplia que otorgue cabida a la miseria y al sufrimiento. En ello, la divinización de la inteligencia constituye el supuesto más arraigado en la cultura. A pesar de esta tendencia, los amigos estiman la conversación más que la lectura, aunque el trato sea distante y añoran los tiempos en que se prestaba dinero y se asistía a la gente sin firmar un pagaré o se batían por el honor, con lo que la moral se escatima al ámbito tradicional, intelectual o cultural. Habrá que adosarle a Andrei Efímich que afirma que la razón también es un fenómeno pasajero y que la vida resulta una trampa enojosa. Este enojo con la vida por engañosa se cubre con una inteligencia que aunque efímera se constituye placentera al compartir el infortunio. Es la entrega a placeres refinados la que aparta de la atención al dolor, sensibilice la cultura o no.

  “En efecto, contra su voluntad, en virtud de diversas causalidades, ha sido sacado del no ser a la vida… ¿Para qué? Quiere saber el sentido y el fin de su existencia y no le dicen nada o le dicen estupideces. Llama y no le abren. La muerte viene a él también contra su voluntad. Y lo mismo que en la cárcel los hombres, unidos por infortunio común, sienten un alivio cuando se reúnen, también en la vida uno no advierte la trampa cuando los hombres inclinados al análisis y a las generalizaciones se juntan y pasan el tiempo intercambiando ideas orgullosas y libres. En este sentido, la inteligencia es un placer insustituible”[20].

  Se diferencia la unión social por compartir el dolor o el placer. Obviamente, Chejov critica este placer intelectual que lleva a creer que la vida se analiza mediante generalizaciones, lo que señala cierta intimidad no divulgable. Estos mismos amigos que habían valorado la intelectualidad en la que se comparte el infortunio de la existencia, luego recomiendan no pensar en el pasado con conciencia del sufrimiento en el hospital. “El pasado es algo que repele, es mejor no recordarlo. Y el presente, tres cuartos de lo mismo”[21]. Se rechaza todo lo que despierta el mínimo desagrado (lo que repele), y se confina el dolor en el espacio del hospital, pero sin pensar en él en tanto ahuyenta como el mal olor, por lo que constituye un establecimiento inmoral y nocivo para la salud.

  Se habla también de los avances de la medicina, ya no se trata a los locos con baldados de agua fría o camisas de fuerza, y en teoría no se creía al médico como al sacerdote sin cuestionamiento, pero en esencia, para Efímich la morbilidad y la mortalidad continúan igual, en tanto el dolor tarde o temprano vuelve y rompe la indiferencia. “Pero el dolor y un sentimiento parecido a la envidia no le permiten permanecer indiferente. La causa debe ser la fatiga. La cabeza le pesa y se inclina sobre el libro. Pone la mano bajo la cara, a modo de almohada, y piensa: “Estoy al servicio de una obra perjudicial y percibo un sueldo de personas a las que engaño. Pero por mí mismo no soy nada, una simple partícula de un mal social necesario: todos los funcionarios de distrito son nocivos y cobran un sueldo que no han ganado… Lo que significa que no soy yo el culpable de ser deshonesto, sino el tiempo… Si hubiese nacido doscientos años más tarde, sería un hombre distinto””[22]. 

  Cierta apetencia o codicia, un sentimiento similar a la envidia despierta de la insensibilidad. La desvaloración de sí aprecia y acepta una situación en la que se perjudica a los demás. Pero todo sigue igual. Al pedirle limosna Moiseka, el doctor siente al tiempo lástima y repugnancia, y pide a Nikita unas botas para el judío que caminaba descalzo, mientras Iván Dmítric encolerizado grita que el doctor se digna a visitarlos tratándolo de maldito reptil, amenazando matarle por ladrón y charlatán. El doctor se limita a establecer un diálogo con el paciente y le pide que se calme, desmintiéndole al asegurarle que no ha robado a nadie, que “exagera” al tratarlo de verdugo, y le pregunta por la razón de su enfado. Ante esto, Iván Dmitrich pregunta por qué lo tienen en la sala no 6 y le dicen que porque está enfermo, en lo que contrapone la moral y la enfermedad:

  “Sí, estoy enfermo. Pero docenas y cientos de locos se pasean en libertad porque, en su ignorancia, no saben distinguirlos de los sanos. ¿Por qué estos desgraciados y yo hemos de estar aquí por todos, como cabezas de turco? Usted, el practicante, el inspector y toda la canalla del hospital están moralmente muy por debajo de nosotros. ¡Por qué hemos de permanecer recluidos nosotros y no ustedes? ¿Dónde está la lógica?”[23].

  Sin embargo, el doctor Efímich no admite la causa moral de la división entre sanos e insanos mentalmente, pues para él todo depende de la “casualidad”. “Aquí están los que fueron recluidos, y los que no lo fueron se pasean libremente, eso es todo. En el hecho de que yo sea médico y usted sea un enfermo mental no intervienen para nada ni la moral ni la lógica, es simple casualidad”. Iván Dmítrich tilda de estúpida tal explicación. Por su puesto, la casualidad, el hecho de que Iván Dmítrich se encuentre recluido aunque muchos dementes anden sueltos, no justifica la relación de poder entre el médico y el paciente. El aceptar una razón tan trivial raya en el sinsentido y el abuso de la racionalidad, más cuando este doctor se había ya acomodado a su imposibilidad de cambiar la mala atención en el hospital y aceptaba la situación. El doctor Efímich cedía a la inmoralidad en su aceptación de las condiciones morales y materiales con que se procedía en el hospital. El narrador supone que mientras, Moiseka jugaba al tendero con unas migas de pan, papeles y huesos, musitando en hebreo.

  El doctor sentía cierta empatía por las muecas inteligentes de Iván Dmítrich, pero le argumenta que aunque escapara lo volverían a traer. “Cuando la sociedad se protege contra los delincuentes, enfermos mentales y gente molesta en general, no hay nada que pueda frente a ella. Lo único que le resta es tranquilizarse pensando que su estancia aquí es necesaria”[24]. Está claro que Chejov repudia burlonamente la aceptación estoica de la necesidad.

  No sólo el doctor consiente a la reclusión en malas condiciones de atención, sino que justifica la reclusión a modo de defensa social, sin advertir el criterio por el que se restringe la libertad y el modo porque el que se patologiza una conducta o un pensamiento. De esta forma el bienestar surgido de la infamia social choca con la reacción de un individuo que obliga a la represión social. ¿Cómo se circunscribe a una persona en la esfera de la enfermedad o de la locura? El doctor no habla de una respuesta sistemática contra el individuo, sino de resultar importuno para la sociedad; contrariar los intereses de la sociedad. La sociedad soporta el sufrimiento social pero no admite individuos sufrientes que fastidian o incomodan. Además, no se puede escapar de la reacción de la sociedad, lo que se concibe como una defensa antes que como la sola represión. A esto el doctor agrega un sentido funcionalista de los individuos para las cárceles y el confinamiento psiquiátrico. “…alguien debe de permanecer en ellos; si no es usted, seré yo, y si no soy yo, será algún otro”, y la justicia y los tiempos mejores se postergan a un futuro en tanto Iván Dmítrich expresa una alegría teatral irónica y los bendice a todos a través de las rejas. Por su parte, el doctor expone su pesimismo, dependiente de la idea de que todos moriremos y siempre habrá enfermedades, repitiéndose la crítica a la vida eterna, y Iván le responde que algún día la inventarán. Al notar el doctor su inteligencia, lo elogia y determina entonces un pensamiento o filosofía a manera de adopción de la disposición adecuada para vivir según un modo de pensar. Es el pensamiento el que ofrece la tranquilidad bajo un modelo tradicional de hallarla en sí. Tal modelo repite una ontología de los bienes supremos, pero relacionados con la verdad, la justicia y la moral, que desprecia otro tipo de bienes vinculados al deseo o el placer que otorgan bienes materiales, categorizada y configurada la tranquilidad según el concepto de la libertad del pensamiento. Sólo que esta libertad del pensamiento se liga ahora de manera inmediata al anterior desprecio religioso de la vanidad del mundo.

  “-Usted es un hombre que sabe pensar. En cualquier situación, puede encontrar tranquilidad en sí mismo. El pensamiento libre y profundo, que aspira a comprender la vida, y el desprecio total a la estúpida vanidad del mundo, son los dos bienes supremos que el hombre  conoce. Y usted puede poseerlos aunque viva detrás de tres rejas. Diógenes en un tonel y, a pesar de esto, fue más feliz que todos los reyes de la tierra”[25].

  A su turno, Iván Dmítrich se resiste a pensar así, a saber: bajo la comprensión de la existencia, y el desprecio a los bienes materiales y al mundo, ligados a su repudio cristiano relacionados con la vanidad, y reacciona tratando a Diógenes de estúpido y despreciando una comprensión del mundo para ofrecer un diagnóstico de sí. Mientras el doctor habla de dos bienes supremos, la libertad de pensamiento y el desprecio de la vanidad del mundo, Iván Dmítrich reconoce el origen de su locura en su deseo de vivir, no en su manía persecutoria que se puede conjeturar surge como consecuencia de su ansiedad, a lo que se suma su respuesta inmediata de manifestación de enojo o disgusto. Si antes Chejov tocaba el fastidio social hacia un individuo molesto, ahora aborda el resentimiento y mortificación individual, dos formas del desagrado, de lo que verdaderamente se ha hablado en todo el cuento, bien fuera el fastidio por el olor, o el rechazo social de la conducta arrebatada, o el desacuerdo de la persona con maneras de pensar y de “disponer” de la vida:

  “¿Para qué habla de Diógenes y de la comprensión del mundo? – se enfadó de pronto, poniéndose de pie-. Yo amo la vida, ¡la amo apasionadamente! Padezco manía persecutoria, un miedo permanente que me tortura, pero hay momentos en que me domina la sed de vivir, y entonces temo volverme loco”.

  Uno es el tema del hostigamiento. Iván Dmítrich abruma a la sociedad y él siente pavor por la persecución de la sociedad, sentimiento paranoico que le da la razón porque efectivamente lo internan. Otro tema corresponde al de la ansiedad que produce el deseo de vivir, pues la profundidad de pensamiento que el doctor valora, conduce a Iván Dmítrich al pabellón de locos y al doctor a su poltrona de lectura con pepinillos. Al fin y al cabo, todos piensan las mismas chorradas pese a las sutiles diferencias a la hora de valorar el pensamiento, la acción o las condiciones de vida. Como si fuera poco, Iván Dmitrich agrega que a su ansia de vivir se agrega el deseo de intranquilidad, es decir, la euforia, el ansia de estímulo, lo que colinda con las noticias y las novedades. Los fantasmas que ve son lo de menos:

  “-Cuando sueño, vienen a mí fantasmas. Se me aparecen unos hombres, oigo voces, música, me parece que paseo por un bosque, por la orilla del mar, y siento tal deseo de tener preocupaciones, de hacer algo… Dígame, ¿qué hay de nuevo por ahí? – preguntó Iván Dmitrhich-. ¿Qué novedades ahí?”[26].   

 Ávido no sólo de novedades, sino de acción, dependiente de estímulos, sobresaltado, excitado por la angustia; también a las personas incultas como el nuevo doctor Jovótov, se las trata de no ser gente de veras, y ante el estancamiento intelectual, el doctor se aburre. Iván lo escucha y lo interpela, y de un momento a otro “como si recordase algo horrible, se agarró la cabeza con las manos y se tumbó en el camastro, de espaldas al doctor”. Sin embargo, ¿qué tan extraño puede resultar tomarse la cabeza con las manos o taparse los oídos en momentos de desesperación? Pide que lo deje. Iván Dmitrich cree que el doctor es un espia que tiene por misión ponerlo a prueba, lo que no se distancia de que Efímich lo inquiera para conversar con sus especulaciones metafísicas; sospecha que el doctor tilda de fantasías lo suyo y lo califique de estrafalario. ¿Por qué causa extrañeza al doctor que Iván lo repudie con su silencio y no que él quiera seguir con una conversación tan intrincada? Entonces el doctor lo tranquiliza con que la cárcel y un juicio no serían peor que el pabellón psiquiátrico. La comparación produce una disposición conforme con la situación.

  A esta altura, el doctor cambia su habitual cerveza, lectura y reflexión filosófica por buscar a Iván Dmítrich que le comenta que extraña la vida cotidiana, el vivir como las personas, en contraste con la degradación en la sala 6. Maniaco depresivo o bipolar, después de las altas vinieron las bajas; Iván estaba fatigado de la excitación de la víspera, con dolor de cabeza, cansancio reflejado en el modo de hablar, con desgana, y en sus gestos. El doctor insistió en que entre el carro o el despacho que extrañaba y la sala número seis no había ninguna diferencia, en desprecio de lo material, lo correspondiente al “fuera del hombre”, catalogado como vulgar, por valoración del reposo y la satisfacción posada en sí, en la propia persona, criterio este para valorar y clasificar a su vez a las personas entre el hombre vulgar y “el que piensa”, que halla la tranquilidad y complacencia en la actividad racional. Resta suponer que viceversa, el hombre vulgar también espera el mal de lo exterior, y sólo se piensa bien o mal, patalogizada la manera de pensar más que la razón.

  La respuesta de Iván Dmítrich no pudo ser más incisiva y grosera por lo perspicaz, a la vez que finge no haber dado importancia a su conversación sobre Diógenes con el doctor, el día anterior para mandarlo junto con la filosofía de vacaciones:  “-Vaya a predicar filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas; el clima de aquí no le favorece. ¿Con quién hablé de Diógenes? ¿Fue con usted?”. Para Iván Dmítrich, absolutamente nadie puede despreciar los bienes materiales en un frío Ruso con lo que concibe una necesidad mínima a satisfacer que no obedece a una abstracción en un mundo espiritual: “-Diógenes no necesitaba un despacho y un edificio templado; allí donde hace calor. Podía permanecer en su tonel comiendo naranjas y aceitunas. Pero si hubiese vivido en Rusia, no ya en diciembre, sino en mayo, habría pedido una habitación. Estaría helado”[27]. No obstante, el doctor replica y arguye una teoría de la eliminación del dolor por la supresión de su representación, que se adjudica al estoicismo romano imperial, no a la actitud arcaica.

  “-No. El frío, como cualquier otro dolor, puede resistirse. Marco Aurelio dijo “El dolor es la representación del dolor: haz un esfuerzo de voluntad para cambiar esta representación, recházala, deja de lamentarte, y el dolor desaparecerá”. Esto es justo. El sabio o, simplemente, el hombre que piensa, que medita, se distingue precisamente por el hecho de que desprecia el sufrimiento. Siempre está satisfecho y nada le asombra”.

  El motivo de la satisfacción en la renuncia a pensamientos o creencias aferradas a bienes materiales o a representaciones de las cosas o de las vivencias, altera la experiencia, todavía plasmada como un esfuerzo de la voluntad. Mejor dicho, la voluntad, en términos de fuerza, se ejercita en el abandono de pensamientos que redunda en el dolor, no escuetamente de pensamientos dolorosos. En tal teoría se anida también un concepto de la justicia que no considera una pérdida el perder objetos materiales o dejar de lado prácticas o rutinas volcadas al exterior.

  De nuevo a su turno, la respuesta de Iván no da espera y vale la pena detenerse en ella porque satiriza el cuestionamiento de la apreciación del sufrimiento. “-Esto quiere decir que yo soy un idiota, puesto que sufro, estoy descontento y me asombra la vileza humana”. También recuérdese que el médico había tratado de vulgares a las personas que no pensaban, o aun mejor, no le atribuye a las personas atentas a los bienes y al exterior, pensamiento. Para colmo, el doctor opone la inquietud por la vida cotidiana al entendimiento de la existencia, con lo que se monta una dimensión del sentido al de las preocupaciones por las condiciones concretas de bienestar y malestar. “-No debe pensar así. Si reflexiona a menudo, comprenderá la insignificancia de todo lo externo, lo que nos inquieta. Hay que aspirar a comprender la vida; en ello está el verdadero bien”. Así, el doctor impone una exigencia, a saber, pensar a menudo. No sólo la gente no piensa, sino que es vulgar por no replegarse sólo a su racionalidad y atender a los asuntos que le preocupan. 

Seguido, Iván Dmítrich cuestiona y denuncia cada uno de los conceptos y presupuestos condicionantes de la cultura y la experiencia que revelan en el discurso del doctor a una persona que ha tragado entero lo que tanto leyó. Iván Dmítrich lee entre reglones y le extraña lo que el doctor da por evidente. Para Iván Dmítrich el doctor es el alienado y enajenado en unos pensamientos más sobreentendidos y aceptados que evidenciados y se arroga el placer de desmentirlo, en especial, lo correspondiente a la valoración humana: 

  “-Comprender la vida… - replicó Iván Dmítrich, arrugando el ceño-. Lo exterior, lo interior… Perdóneme, pero no lo comprendo. Lo único que sé –añadió, levantándose y mirando irritado al doctor-, lo único que sé es que Dios me creó de sangre caliente y nervios, ¿¡como lo oye! El tejido orgánico si es capaz de vida, debe reaccionar a cualquier excitación. ¡Y yo reacciono! Al dolor respondo con gritos y lágrimas; a la infamia, con indignación; a la villanía, con asco. A mi modo de ver, esto es, en realidad, lo que se llama vida. Cuanto más bajo es el organismo, menos sensible se muerta y más débilmente reacciona a la excitación. Y cuanto más elevado, tanto más sensible y enérgica es su reacción a la realidad. ¿Cómo puede ignorarlo?”[28].

Ambos simulan una postura filosófica ante la vida, uno desde la razón y el otro desde el sentimiento. Iván Dmítrich finge no entender la separación interior exterior, pero con convicción, pues lo objeta con ira. Realmente se encuentra consternado; para él las cosas son al contrario de cómo el médico las expone y censura la insensibilidad, la indiferencia ante el dolor, lo que tilda de bajo. Iván Dmítrich arremete contra la calidad de médico de Efímich al que igual identifica con un gordo insensible:

“¡Es usted médico y no sabe unas cosas tan elementales! Para despreciar el dolor, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar hasta ese estado – e Iván Dmítrich señaló al mujik gordo hasta el extremo de perder toda sensibilidad hacia él; es decir, en otras palabras, dejar de vivir”[29].

  El médico le da la razón. Iván califica el estoicismo de doctrina focilizada, propia de estudiosos y no comprendida por la mayoría. En realidad, la estupefacción de Iván Dmítrich obedece a exigir el desprecio del sufrimiento o la indiferencia, no porque conduzca al nihilismo o algo filosófico, sino debido a que dejaría a las personas sin nada, ya que no poseen sino sus necesidades y su aflicción.

  “Una doctrina que predice la indiferencia hacia las riqueza, hacia las comodidades de la vida, el desprecio de los sufrimientos y la muerte, es totalmente incomprensible para la inmensa mayoría, ya que esta mayoría no conoció nunca ni las riquezas ni las comodidades. Y despreciar el sufrimiento significaría para ella despreciar la propia vida, ya que toda la esencia del hombre la integran sensaciones de hambre, frío, ofensas, pérdidas y un miedo ante la muerte al estilo de Hamlet. En estas sensaciones está la vida entera. Puede cansarnos, podemos odiarla, pero no despreciarla”.

  Iván Dmítrich asegura que no sabe de filosofía y se había disculpado de sus razonamientos, pero el ímpetu de su reacción lo conduce a un pensamiento en el que, a pesar de creer en Dios, basa la experiencia humana y su condición en las sensaciones, por lo que la suerte de cada persona y la calidad de vida repercute directamente en su bienestar, al afectar el ámbito de la percepción. Por el contrario, el doctor se asegura escéptico, pero cree en pensamientos y un mundo interior inadmisible y desvalorado por Iván Dmítrich que sólo acepta “la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la capacidad de responder a las excitaciones”. En toda la buena acción, Iván Dmítrich demanda capacidad de indignación o acción de compadecer; en últimas, como se ha repetido: “reacción”, lo que compagina con el ejemplo de Cristo que lloró, se entristeció, se encolerizó y oró para que no se le hiciera beber el cáliz de la amargura, sin despreciar la muerte, interpretación ésta muy particular del evangelio.    

  Resulta también irónico que se sostenga que Jesús había ido sonriente al encuentro de sus sufrimientos, algo evidente. Sin embargo, Iván Dmítrich considera la posibilidad contraria; que el sufrimiento no merezca consideración, que se deba despreciarlo “y no asombrarse de nada” y vuelca su atención hacia el médico, como si interviniera su psiquis, pues Andrei Efímich termina figurando la historia del médico cuando le cuenta que sus padres no lo castigaban. Habría crecido al amparo de los padres, cómodamente, de lo que deriva que no conoce la vida en lo absoluto limitado a beber y pensar, menospreciando el dolor social porque al final moriremos, representante de una filosofía cómoda. El doctor no acepta los pensamientos de Iván, que lo acusa de “alimentarse como una sanguijuela junto a los sufrimientos ajenos”, y Efímich tampoco cede y matiza que no se trata de que Iván hubiera sufrido y el no, efímeras las alegrías, tanto como los sufrimientos, y concluye que se piensa en soledad y resalta que le fastidia la “insania general”, la falta de talento y la torpeza. Por lo restante, Abdrei Efímich es examinado a propósito de capacidades mentales: prefiere la lectura a las cartas y los chismorreos en una ciudad donde no hay nada más que hacer. Su amigo Mijaíl Averiánich le comunica que todos han advertido que está enfermo y le propone un viaje de descanso y una canita al aire, y la sola idea de alterar su régimen le pareció absurdo, pero luego cedió por alejarse de gentes estúpidas. También Mijaíl Averiánich, que no admitía excusas por los platos sucios, juzgaba un engaño el viaje en tren frente al sentimiento de frescor al cabalgar. De su parte, Adrei Efímich juzgaba loco a su amigo que exageraba sus risotadas. El comportamiento tosco de Averiánich durante el viaje exasperó a Efímich. Averianich se disfrazó de militar, andaba en paños menores frente a la doncella y trataba mal a los criados. Una vez más se retoma el motivo del “fastidio”. Efímich rehuye a Averianich pero este se queda a descansar con él y no para de hablar: de a guerra, de la inseguridad en Moscú, y de temas tan rebuscados como que por el aspecto no se puede valorar las cualidades de un caballo. Al descansar de su amigo, colige que “Sin soledad, es imposible la verdadera dicha[30]. Por contraste, Iván Dmítrich sólo pedía que lo aislaran. Se aprecia aquí otro problema de incomunicación a la base de las relaciones humanas. 

  El también médico, Quentin Ritzen, consideró que en la Sala 6 se da muerte al tolstoísmo. Quetin sugiere que la maldad del cuento espantó a Lenín: “La fuerza maléfica que emana de la Sala 6 –como de un cuento de Kafka- es verdaderamente espantosa. “Cuando ayer tarde hube acabado la lectura de este relato, tuve, literalmente, miedo. No pude permanecer en mi cuarto, me levanté y salí. Tenía la impresión de estar encerrado en la Sala 6”. Esta líneas son de Lenín”[31]. Acaso Lenín entendió la analogía política del cuento, o sea que, la Sala 6, “donde reina Nikita, un enfermero borracho, y donde el médico soñador no hace nada para mejorar las cosas” fuera Rusia. El terrible “para qué” se apodera del médico al no tener los medios necesarios. Ritzen repara en que los libros, el kwas, el vodka y los pepinos salados consuelan a este médico, en lo que se puede agregar que también la filosofía se escatima solamente a una forma de consuelo. Ritzen equipara esta filosofía barata al tostoísmo, y la profundidad de Andrei Efimich se menoscaba: “Cada noche cambia sentenciosas simplezas con un amigo, brama sobre la inmortalidad, filosofa, gira en redondo. Seguramente, Andrei Efimich es bueno y dulce. Su alma es delicada y pura. Y, por otra parte, se ha forjado un sistema filosófico que le permite aceptar las condiciones atroces que le rodean (un sistema que se parece mucho al tolstoísmo)”[32]. En la síntesis de Ritzen, Efimich se compadece de Iván Dmítrich que grita su miseria, y Efimich le dice que tiene que aceptar y tratar de ser libre aún en la cárcel. El médico se interesa por los locos y termina encerrado. Siguiendo a Sofía Laffite, en León Tolstoi, son estos los elementos que usa Ritzen para sustentar la crítica al Tolstoísmo, sin reconstruir los argumentos que Iván Dmítrich profiera a voces.

  “Toda Rusia interpretó el cuento a su manera. ¿Crítica del tostoísmo? Seguramente. “Sin teorías, sin vanas palabras, en su manea sombría, concreta e irrefutable, Chejov había demostrado la inconsciencia, el artificio, la falsedad de la predicación tolstoiana, frente a las brutalidades de la vida” “¡Iba más lejos? ¿Era una crítica del régimen –imprudentemente autorizada por la censura- en que la sala sería el Imperio; el enfermero tiránico, el poder y el médico sin voluntad, la intelligentzia?”. Algún público tuvo esta convicción. Ritzen entiende que Chejov se educó en tierra de mujiks, y que no le descresta por tanto que Tolstoi predique sobre la vuelta a las sopas populares y critique el progreso. Para Chejov Tolstoi es maravilloso, pero en boca de Iván Dmítrich “da prueba de insolencia ante los grandes problemas”[33]. 

  La queja de Iván Dmítrich lo confina a la locura, pero también todo pensamiento no conforme con lo concreto, iluso y esperanzado. También dos formas de desequilibrio y excentricidad se aprecian en estas páginas, una por el exceso en la conversación y otra por el repliegue en la soledad para el disfrute. Una tercera radica en la obsesión de algo que molesta, en tanto no hay nada peor que la tutela de un amigo. Falto de carácter va a Varsovia y se prolonga su martirio; incluso Averianich dispone del dinero de Efímich para pagar deudas de juego. A su regreso, Averiancih se entera de que Efímich anda corto de dinero. Entre lo que más molesta al viejo doctor se encuentra que no tenga una pensión, ni un subsidio, adeudado por cerveza y con la dueña de casa, y también le fastidia que Jobotov se crea capaz de curarlo y se confiera el deber de tratarlo. Un día que va a pedir disculpas a su amigo Averiánich por expulsarlo de la casa junto con Jobótov lo conminan a no resistirse, a tomar en serio su enfermedad y a que se interne en el hospital debido a la estrechez y suciedad en la que vive. Para Andrei Efímich su única enfermedad reside en no haber encontrado sino a un hombre inteligente, esto es, Iván Dmítrich, recluido por loco. No obstante su reticencia, Efímich ha caído en otra suerte de indiferencia en la que le da lo mismo estar donde sea y está dispuesto a lo que sea, pues todo conspira contra su bienestar: “Todo, hasta el sincero interés de mis amigos, conduce ahora a una cosa: a mi perdición”[34]. Se concluye que la enfermedad es un cículo vicioso del que no se puede salir. En otras palabras, la enfermedad condena socialmente; la sociedad contiene al individuo enfermo en un campo terapéutico y cultural que restringe su acción, localiza su influencia y reduce la capacidad de expresión de los pensamientos, a lo que contribuye el propio esfuerzo por diferenciarse: “Cuanto más se esfuerce en hacerlo, más se extraviará. Es preferible que se rinda, porque ningún esfuerzo humano podrá salvarle”[35].  

  La disposición estoica que ya no lucha como los antiguos romanos sino que se amolda con el pensamiento a la aceptación de la realidad adversa no se da por la libertad del pensamiento sino por imposibilidad de la huida ante la presión social. Tuvo que someterse a la vergüenza de ser conducido con engaño a una habitación, desnudado de sus ropas y vestido de la bata que olía a pescado ahumado, con calzoncillos cortos y la camisa larga. Hasta Nikita le desea que Dios quiera recobre la salud. Entonces, aunque sigue pensando que daba lo mismo el lugar donde estuviera confinado, la apreciación cambió, pues le daba también vergüenza pensar que Iván Dmítrich lo viera en tal bata. La experiencia de reclusión impedía pensar a Andrei Efímich. “¿Sería posible pasar allí un día, , una semana, incluso años, como aquélla gente? Siguió sentado, se levantó de nuevo para dar un paseo y volvió a sentarse. Podía acercarse a mirar por la ventana y reemprender sus pasos de un rincón a otro. ¿Y después? ¿Seguir allí eternamente, como una estatua, y pensar? No, apenas sería imposible”[36].

  Al doctor Andrei Efímich, que antes no había prestado atención a los reclamos de Iván Dmítrich cuando le solicitó que lo dejara en libertad para volver a la vida cotidiana, su reclusión lo privaba del pensamiento, lo que más valoraba y juzgaba, ahora todo, una confusión, un malentendido. En últimas, el doctor había despreciado la valoración de la vida por la remisión de su valor a la muerte. Lo inundó la desesperación al no poder salir al campo sin poder doblar los barrotes, lo que cambió su discurso al justificar que el gentío filosofe ante su sufrimiento y subraya la debilidad y aún más, la postración; sólo que la debilidad había consumido primero, desde muy temprano, a Iván, y entrañaban distintas disposiciones hacia la maldad de la sociedad, en lo que Chejov imputa a la filosofía una falta cuando favorece a la política y a la colectividad frente al individuo singular.

  A Efímich le invadió la ansiedad por fumar y tomar cerveza, y tuvo que sufrir el horror de la confinación y al burdo Nikita, en lo que sólo el dolor de los golpes del brutal guardián lo puso en el sitio de los demás para que comprendiera el dolor que habían sufrido:

  “Era como si alguien le hubiera clavado una hoz, removiéndola varias veces en su pecho y su vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes, cuando de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, brilló con claridad el pensamiento, terrible e insoportable, de que ese mismo dolor debieron de sufrirlo años enteros, día tras día, aquellos hombres que ahora, a la luz de la luna, parecían unas sombras negras”[37].     

  Por lo tanto, no se entrevé otra causa de la locura que distintas formas de sufrimiento e infortunio ante las que no se puede permanecer insensible, a lo que se agrega que en el tratamiento terapéutico se priva de libertad al individuo, tanto en relación con su movilidad como respecto a las condiciones necesarias y dignas para pensar y expresar los sentimientos. La terapia restringe y predetermina los límites de la acción. La sociedad condena la insatisfacción y terapeutiza la aflicción asimilada al disgusto y la irritación en un sentido político que reprime cualquier intento de confrontación. Este “todo es lo mismo” se adivina no como conformismo sino como repudio a un estado de cosas. Al final, Chejov conceptualiza la muerte con un escueto perder la noción de las cosas para siempre, con lo que por última vez en el texto sobre el pasmo que suspende la razón, valora la sensibilidad, incluso en el dolor; un despropósito, la prosecución de lo obvio.
















[1] “Foucault debe a Binswanger ante todo su primera visión del problema fundamental de su propia existencia, que este psiquiatra inspirado por Heidegger, había resumido en expresiones de análisis espacial: como una desproporción ente la anchura y la altura, o entre el discurso y el vuelo. Esta desproporción puede aparecer, según exponía Binswanger en su ensayo Verstiegenheit de 1949, o como una veleidad maníaca y una divagación de huida en vols imaginaires o como un trepar esquizoide de alturas que no guardan ninguna relación razonable con la angostura del horizonte de la experiencia (en este sentido sería la Verstiegenheit (“extravagancia”, como un extraviarse en una escalada por rebasar los límites] la enfermedad del joven dotado)”. SLOTERDIJK, éter. Has de cambiar tu vida. Traducción de Pedro Madrigal. Pre-textos, Valencia, 2012.P. 212.


[2] La sala número seis. En: CHEJOV, Antón. Narraciones. Biblioteca Salvat, Navarra, 1970.


[3] Ibid. P. 16.


[4] Ibid. P. 17.


[5] “Por el modo como se detiene de súbito y contempla a sus compañeros, se ve que quiere decirles algo muy importante, mas, al parecer, pensando que no le escucharán o no le entenderán, sacude impaciente la cabeza y sigue andando”. Ibid. P. 18.


[6] Ibid. P. 18.


[7] Iibd.p. 20.


[8] Ibid. P. 20.


[9] Ibid. P. 21.


[10] Ibid. P. 21.


[11] “Aceptarlo todo, es un ejercicio, y robustece, entenderlo todo, es una coerción, y fatiga”. “Todos conocemos aquel célebre verso de Dryden: Great genius is to madness near allied. (El genio está cercano a la locura); al menos, así se lo oye citar. Pero Dryden n pudo haber dicho que el genio esté cercano a la locura; el mismo era un genio y conocía bien el asunto. Difícil sería encontrar hombre más romántico o más sensible que él. Lo que Dryden dijo, fue esto: Great wits are oft to madness near allied (La mucha ingeniosidad está cerca de la locura); y esto sí que es cierto. Porque justamente, la demasiada rapidez intelectual está siempre amenazando ruina”. CHESTERTON, G.K. Ortodoxia. Fondo de cultura económica de México, 1987. P. 28.  


[12] CHEJOV….. P. 22.


[13] CHESTERON. P. 30.


[14] Ibid. P. 31.


[15] CHEJOV. P. 23.


[16] Ibid. P. 26.


[17] Ibid. 27-28.


[18] Ibid. p. 29


[19] Ibid. p. 31.


[20] Ibid. p. 32.


[21] Ibid. p. 33.


[22] Ibid. p. 35.


[23] Ibid. P. 37.


[24] Ibid. P. 38.


[25] Ibid. P. 39.


[26] Ibid. P. 39.


[27] Ibid. P. 42.


[28] Ibid. P. 42.


[29] Ibid. P. 43.


[30] Ibid. P. 53.


[31] RITZEN, Quetin. Chejov. Traducción de Rafaél Andreu, Editorial Fontanella, Barcelona, 1963. P. 106.


[32] Ibid. P. 109.


[33] Ibid. P. 111.


[34] CHEJOV. Op. CIT. P. 59.


[35] Ibid. P. 60.


[36] Ibid. P. 62.


[37] Ibid. P. 65.