martes, 24 de agosto de 2010

Esquife


Foto: Iván Lombana, Tenerife, 2009.





Después del tiempo,
Sólo verla volver a querer,
En la tristeza de lo fugaz;
Que contra el olvido se opone,
La insistencia del contristado.

Sólo volver a verla querer
Y del deseo a la desidia,
Puesto que…
Y ni qué cuidar de qué;

Por el dolor de echar de menos,
También del dolor la fruición del deseo;
De echar de menos el dolor,
La fruición del con el amor,
Regodeo.

Sólo verla volver a querer
Y del asombro al anhelo
Tras verla otra vez,
Puesto que…
Y ni qué cuidar de qué.

Y después del tiempo, la espera;
Sólo verla volver a querer
Del con el amor regodeo;
Que contra la indiferencia se alza,
La ignorancia del contrariado.




martes, 20 de julio de 2010

DOLOR Y FELICIDAD: La señorita julia


DEJAR CAER UNA RAMITA DE LILAS SOBRE LA MESA

“¿Qué esta existencia humana sí está amenazada por esa cosa que es la locura y si no puede legar a una especie de experiencia suprema más que a través de la locura? Es el caso de Hölderlin, Van Gogh, Artaud, Strindberg, y es esto precisamente lo que Jaspers ha estudiado. Pero mi objeto es radicalmente diferente. Y es que, como lo he dicho, siempre he estado preocupado por el problema de una elección original nacida fuera de la filosofía” (1).
Analizar desde una perspectiva crítica el texto de La Señorita Julia por su alto valor especulativo e intelectual, no puede olvidar que se trata de una obra que se presta para modificar notablemente su sentido conforme a las diferentes puestas en escena, en especial, en lo pertinente a la proximidad erótica y el conflicto emocional entre los personajes. A esto se suma que la obra entraña complicadas problemáticas diversas que hoy están abiertas a la discusión, entre las que destaca, la sexualidad, el suicidio, y una suerte de fetichismo con el placer y el dolor, en el sentido de convertir las experiencias humanas en objetos mercantiles para la venta. En este caso, la representación teatral colinda con la venta de libros, versiones en video y toda clase de espectáculos musicales y artísticos sobre La Señorita Julia.

En La Señorita Julia, se convierte el dolor en una marca simbólica, supeditado al tema de la humillación, pero ninguna de estas cuestiones se abordan a fondo y, por el contrario, se dejan en suspenso; se silencian, por lo menos en lo que concierne al control de la sexualidad femenina por un marco social e institucional; en lo que atañe a la inducción del suicidio a través de la hipnótica palabra con técnicas psicológicas, y en lo tocante a la ética del placer y el dolor. O son temas insospechados por Strindberg, o supone él que no incumben al interés cultural del espectador, acaso parco por mor de la simplicidad, a menos que estime que le corresponda mejor dejarlos abiertos para diferentes interpretaciones y criterios. No obstante esta evasión y ambigüedad, Strindberg hace un teatro que atiende al acontecimiento conflictivo expresado con una variedad de signos, en el que incluso se sacrifican los personajes, por lo que se presta para la conceptualización abstracta de la acción, más que para la reflexión de un individuo circunspecto en su psicología o en sus preocupaciones de carácter subjetivo. Detrás de su obra, Strindberg habla con cierta pretensión de autoridad y certeza, algo que por lo menos se aprecia en la necesidad de un prólogo en el que se apela a la filosofía, pero de un modo tal que no se pude adjudicar la verdad a un sujeto. Y en particular, el intercambio de palabras entre los personajes no tiene un valor recíproco en cuanto al contenido, pues a Julia se le da la palabra, pero en últimas, para rebatirla, y peor, para conducirla a la muerte, fracturada su vida por la palabra del otro, por el erotismo, por el espacio y en la acción.

Por tales razones, vale la pena examinar qué tanto se sostiene el pensamiento de Strindberg en lo filosófico, para luego analizar el problema del dolor, considerado en relación con la concepción de su teatro, con el género dramático, con el conflicto, y con la dimensión ética del espectáculo del dolor del otro. Concomitante a esto último, se aprecia en la obra la indiferencia ante el dolor del otro.

Habrá que aclarar entonces que Strindberg abusa del pensamiento de Nietzsche, lo violenta y tergiversa, en lo que atañe a la figuración de la superación de lo humano, pero en lo suyo, su teatro se amolda con facilidad al pensamiento contemporáneo por su valoración del acontecimiento, lo que tiene relación directa también con el problema de la concepción artística del dolor. Para Nietzsche, según la interpretación deleziana, en la múltiple relación de fuerzas que componen la voluntad de poder, si algo no significa este principio es que la voluntad quiera o desee dominar, pues no se supone un sujeto tras la voluntad. Hacer depender la voluntad de valores establecidos determina a alguien que debe ser reconocido, y este no es el caso. Voluntad de poder no consiste en codiciar, ni en tomar, sino en crear y dar. El poder no es lo que la voluntad quiere. Tal vez valga recordar que Nietzsche también habla del último hombre, del que quiere perecer en su voluntad de nada que se vuelve contra las fuerzas reactivas, lo que puede asimilarse más al drama de Julia.

En común con Nietzsche y con el teatro moderno, la estructura dramática en Strindberg se abre a lo múltiple y diverso, conforme al modelo expresionista (2). Y está experimentación sin proyecto ni sujeto, reacciona frente a los nexos causales que ordenan los acontecimientos y ante el ritmo progresivo del drama (3). Pero esta subversión del concepto del drama, cargada de antipsicologismo, y que se presta a rodeos hermenéuticos, podría interpretarse, no como aislamiento (según Szondi) o extrañeza, puesto que se adolece de un sujeto contemplador de alguna verdad también indeterminada, o comparable a otro individuo. Por lo mismo se cae también de suyo que se trate aquí de un mero amor sexual platónico en tanto única forma de comunicación posible en situaciones de aislamiento social o una extraña comunicación indirecta. De requerirse una tesis, la ansiedad erótica no puede reducirse a signo de angustia ante el aislamiento y la fragmentación, porque previamente cifraría el miedo a la renuncia de la intersubjetividad y de la individualidad. En un mundo espacial y temporalmente fragmentado, el placer y el dolor se perciben de formas variadas y alternativas, desde una pluralidad de afectos, instintos y emociones, que se suelen erróneamente patologizar desde la concepción tradicional del comportamiento, cuando acaso, entrañen lo primordial en el arte, por lo menos, para gran parte del siglo XX.

Así, la fractura psíquica, el desequilibrio, el pesimismo moral, presentes en Ibsen, y que hereda Strindberg, como tantos filósofos y artistas de la época, no se puede asimilar al pensamiento de Nietzsche que reacciona ante esta situación, tanto en su forma filosófica (Schopenhauer) como en su figura artística (Wagner) (4), para afirmar la alegría en la afirmación y la multiplicidad. Nietzsche no sólo juega con conceptos contrarios a la tradición, y por lo demás, no se limita a la expresión dramática de la vida o de la miseria humana, ni contrasta burdamente una manera clásica y superior del sentir doloroso con una manera barroca o expresionista de asumir el sufrimiento. En todo caso, el expresionismo reacciona contra la moralidad moderna y sus formas artísticas, en especial contra el impresionismo, lo que conlleva un impulso hacia lo arcaico (5). Téngase presente la pintura del mismo Strindberg, predecesor del posterior expresionismo abstracto norteamericano. Se piensa, que como el escenario de sus obras, el espacio abierto de la pintura de Strindberg genera la sensación angustiante, claustrofóbica, en ausencia de un espacio conocido. Pero de otra parte, se asiste aquí ya a la figura mínima del ocaso del hombre, o de la vida, en el horizonte. La línea recta horizontal simboliza la tumba. Otras de sus pinturas dibujan la soledad de un faro, o un objeto frágil, algo parecido a una cerca, o algo que evoca una planta, en una naturaleza agreste, rocosa, abismal, o bien, el juego con obscuras contexturas en las que se podría prefigurar, como se juega con las nubes, alguna forma viviente.

Y en lo estrictamente literario, más que a un intento de originalidad estética, Strindberg ha de enfrentarse a la dificultad de hacerse reconocer en una lengua diferente a la materna, y en ese medio extraño lucha por el reconocimiento, lo que se entiende en tanto necesidad de ser percibido como diferente (6). Esta necesidad de diferencia se aprecia en la actitud perversa de un arte ilustrado que resiste o disimula ilusoriamente la violencia, a la larga, para admitir la tesis del joven Nietzsche en El origen de la tragedia, y que el mismo filósofo abandonará y corregirá luego (7). Incluso, mientras el joven Nietzsche pensaba en un sentido ascético del arte frente al dolor, en el arte la violencia se toma sólo como mera forma de expresión anímica. Así, en el análisis del sufrimiento, se aprecia una dificultad del analista moderno para desprenderse de la forma.

Se presenta entonces el reto de interpretar la obra de Strindberg sin quedarse en el dominio de lo imaginario y simbólico, exclusivamente especular, acorde con la transgresión de la representación y como paradigma moderno. Sin apelar a un método estructural ni a la hermenéutica narrativa para escapar de los condicionantes de la red simbólica, sólo cabe ya observar los síntomas desordenados de la esquizofrenia de Strindberg, no como un trastorno funcional que no alcanza una meta, ni mantiene una motivación, sino como dificultad para la libertad plena y duradera en la vida o en el delirio de una Noche de San Juan, según la maquinación de un teatro posmoderno (8).


TEATRO DEL PENSAMIENTO, TEATRO DE LA VIDA; CRÍTICA AL ANÁLISIS DE RAYMOND WILLIAMS

Como recoge Raymond Williams en: El Teatro de Ibsen a Brech, a August Strindberg, que se basó en su experiencia personal para escribir su prolífica obra, se lo asocial con el antifeminismo, en reacción explícita frente al teatro de Ibsen; con la histeria, y con la obra de violencia. Pero previene Williams de esta ligera tipificación, no carente de cierto grado de verdad a precisar. Así pues, ante la cuestión de la violencia en la acción y en la expresión, cabría preguntar si fue inherente al expresionismo la manifestación violenta para lograr la diferenciación respecto de otros movimientos artísticos.

De su parte, R. Williams destaca la gran variedad de métodos dramáticos, de experimentos técnicos y de objetivos que caracterizan la dramaturgia de Strindberg. Y si bien, en El Maestro Olof, Strindberg daba muestras de libertad respecto de la abstracción y exponía de manera historicista las virtudes contemporáneas: fidelidad, energía, intriga, ambición y lealtad; a la vez que se volvía cada vez más experimental al punto de dejar el realismo de la escena y ayudar a crear un nuevo género de acción dramática al apelar a una secuencia de imágenes en el lenguaje y en la composición visual al modo del cine, tal como se aprecia en: El camino de Damasco, en El Sueño, y en La sonata de Los espectros, es en La Señorita Julia, en El Padre, y en Los acreedores, donde Strindberg, en opinión de R. Williams, logra una concepción dramática más general y desprovista de los nuevos métodos del teatro contemporáneo, en contra de los temas brillantes que también Zolá Combatía. Para Raymond Williams, August Strindberg ostenta en el prólogo a La Señorita Julia, una postura propia y estima su propuesta de reforma y los experimentos a los que las ideas de Strindberg condujeron, constituyen una forma dramática singular y totalmente distinta.

Y para apoyar la justa reivindicación que efectúa R. Williams de la obra de Strindberg, y de su particular neurosis, conviene indicar que más que el lugar de una predicación laica, Strindberg concibe que el teatro tiene que popularizar las nuevas ideas, de lo que se desprende que la necesidad de transformación de las formas adecuadas para los nuevos contenidos constituye un problema que permanece supeditado al de la dificultad de divulgación de las ideas en un medio político reticente y evasivo frente al interés de la “clase” popular.

“Durante largo tiempo he tenido al teatro, como al arte en general, por una biblia pauperum, una biblia en imágenes para los que no saben leer la letra impresa, y al dramaturgo por un predicador laico que va ofreciendo las ideas de su tiempo en forma popular, lo suficientemente popular para que la clase media, que es la que llena los teatros, pueda entenderlas sin demasiados quebraderos de cabeza. Por eso el teatro ha sido siempre una escuela para la juventud, las personas medianamente cultas y las mujeres, es decir, para aquellos que todavía conservan la capacidad primitiva de engañarse a sí mismos y de dejarse engañar, o, en otras palabras, de aceptar la ilusión o sugestión que les presenta el autor” (9).

Y esta es la razón por la cual, al fin inicial pedagógico, fin al que pese a todo no se renuncia, se sobrepone un teatro del pensamiento, esto es, un teatro que despliega conceptos y problemáticas humanas. Si bien, en el prólogo, Strindberg vincula en un primer momento al “teatro-escuela” con la ilusión, la sugestión y el engaño, luego emite un juicio rotundo al diagnosticar la desaparición de este tipo de teatro, que con las demás artes habría muerto, a causa de la excesiva racionalización dominante:

“Por eso, en una época como la nuestra en que la reflexión va dando paso al razonamiento, la investigación y el análisis, me da la impresión que el teatro, así como la religión, va camino de su desaparición por ser una forma artística moribunda para cuyo goce ya carecemos de las necesarias condiciones” (10).

Strindberg no vacila en denunciar la incapacidad para la reflexión ante la primacía del razonamiento analítico. No se trata aquí de una crisis específica del teatro, sino que igual que las demás formas artísticas, el teatro habría muerto. Ante este problema, decir que Strindberg articula una forma original del teatro no aporta mucho. Y efectivamente, Strindberg sostiene que las mujeres se distinguen por dejarse engañar; la “susceptibilidad al engaño” como característica singular de la mujer que evidencia la misoginia de Strindberg.

EL DRAMA: DOLOR Y FELICIDAD
En el contexto de la muerte del arte por el análisis racional, para Strindberg, las nuevas ideas no se popularizan, o no se habrían popularizado en tanto la lucha política imposibilitaría el goce estético puro, acorde con el ideal de incondicionalidad de la filosofía del arte kantiana. Luego, Strinberg se ve obligado a conceptualizar en su dramaturgia y escoge deliberadamente por tema la problematización del ascenso o la caída social, puesto que ser pretencioso se adapta a las exigencias del publico de clase media.

“En el drama que aquí presento no he intentado hacer nada nuevo – porque eso es imposible -, sino, simplemente, modernizar la forma de acuerdo con las exigencias que he creído que los hombres de nuestro tiempo deben plantearle al arte del teatro. Y con este fin he elegido un tema – o quizá me haya dejado seducir por él – que puede decirse que está al margen de las luchas partidistas actuales, ya que el problema del ascenso o la caída social, del conflicto entre superior e inferior, mejor y peor, hombre y mujer, es, ha sido y será de permanente interés” (11).

Se trata de un teatro del pensamiento, esto es, que lo problematiza, pero en función de la vida. Strindberg filosofa en el prólogo de La Señorita Julia y no le da vergüenza confesar que explota el conflicto para interés del arte. Así pues, en cierto modo, Strindberg no escapa a los intereses políticos que se sobrepondrían al arte, por lo que en el arte anidaría una contradicción al pretender una finalidad ajena al juego del poder y que sin embargo usufructúa el sufrimiento humano. En esto, Strindbeg sólo filosofa al problematizar en concreto el cínico y despiadado espectáculo que nos ofrece la vida, lo que desde un punto de vista semiótico incluye pensar la actitud contraria a la importancia dada y a la atención prestada al asunto, esto es, “la indiferencia”. Sólo cobra sentido la reflexión sobre la vida por reacción ante la indolencia; sólo el cuidado y la preocupación por la existencia se aprecian, si se da un grado necesario de desidia social. Al escrúpulo moral y a la acción resoluta en pro de un cuidado del otro en determinada situación, egoísta o no, se sobrepone aquí la aprensión de la displicencia, la falta de apego y la apatía del otro, para en últimas presenciar la crueldad concomitante a la vida, en sentido general y abstracto, y de la persona cercana, acaso por incomunicación y en últimas por miedo.

Strindberg piensa problemáticas tan concretas como los conflictos en la relación hombre-mujer, pero a su vez señala estos problemas, no en el marco de una especulación filosófica, sino al registrar el decir de la gente. Su teatro consiste en un pensamiento inmanente a la vida pero que en tanto desprecia los sentimientos a favor de la razón, no se desembaraza de los prejuicios modernos.

“Al recoger este tema de la vida misma, tal como me lo contaron hace unos años, cuando el suceso me impresionó profundamente, pensé que era un buen material para una tragedia, ya que si todavía produce una trágica impresión ver el hundimiento de un individuo favorecido por la fortuna, mucho más lo hará la desaparición de toda una familia. Pero quizá llegue una época en la que alcancemos un punto de desarrollo, en que seamos ya tan ilustrados, que podamos contemplar con indiferencia el brutal, cínico y despiadado espectáculo que nos ofrece la vida; un tiempo en el que podamos prescindir de esas máquinas de pensar inferiores e imprecisas, llamadas sentimientos, que al desarrollarse nuestros órganos del discernimiento se harán superfluas. El que la heroína despierte compasión se debe únicamente a nuestra debilidad, a nuestra incapacidad de dominar la sensación de miedo a que pueda abatirse sobre nosotros el mismo destino” (12).

Strindberg no critica la indiferencia ante el dolor, no se trata pues de una denuncia social, sino de la puesta en escena del sufrimiento humano a favor de una psicología de dominación de sí ante el temor ante la crueldad de la vida, en lo que se aprecia una influencia patente del pensamiento de F. Nietzsche, aunque algo tergiversado de acuerdo a la interpretación de la obra del filósofo para la época. Pero, aparte de las diferencias de fondo que no vienen al caso para este análisis, también en el prólogo se aprecia que Strindberg se apropia de la crítica nietzscheana a la humildad y la compasión, y se suscribe a ideas biológicas evolucionistas incipientes por las que se considera que según el ambiente que selecciona y condiciona el desarrollo de los individuos y las especies, el débil puede sobrevivir donde el fuerte no está en condiciones propicias. Y si Nietzsche formula la transgresión de la diferencia entre el bien y el mal, que no de lo bueno y lo malo ante el incremento de la vitalidad o el daño efectivo, Strindberg pareciera relativizar el mal, tendencia masiva esta, para por último, remitir las cuestiones psicológicas y orales a la consideración del concepto de felicidad por comparación.

“Sin embargo, el espectador de gran sensibilidad quizá no se contente con esa compasión y el hombre con fe en el futuro quizá exija algunas proposiciones tendentes a remediar el mal, en otras palabras, un programa. Pero, en primer lugar, el mal absoluto no existe, ya que el hundimiento de una familiar es la felicidad de otra, que tiene entonces la posibilidad de ascender, y las fluctuaciones de ascensos y descensos constituyen uno de los mayores encantos de la vida, pues la felicidad reside únicamente en la comparación”.

Pero lo que resulta filosóficamente trivial, no lo es al poner la situación conflictiva en escena, por desprecio de una filosofía especulativa aparentemente superior. Strindberg no dramatiza a partir del pensamiento de Nietzsche, sino que apela a este sólo para llevar el acontecimiento conflictivo de la vida diaria a escena, y distorsionar así el tiempo y el espacio, el real y el del teatro tradicional, desentendido de la avidez de novedades de la época. Strindberg sí aprendería de Nietzsche la desconfianza ante todo sistema filosófico que enfrente mediante un proyecto los problemas humanos o sociales, un precedente más postmoderno.

“Y al hombre que me pida un programa, que quiera remediar la desagradable circunstancia de que el ave de rapiña se coma a la paloma y el piojo se coma al ave de rapiña, me gustaría hacerle esta pregunta: ¿por qué hay que remediarlo? La vida no es tan matemáticamente idiota como para que sólo los grandes se coman a los pequeños, sino que también ocurre, con la misma frecuencia, que la abeja mate al león o que, a menos, lo enloquezca” (13).

LA SEÑORITA JULIA
Los personajes de la obra de Strindberg carecerían de una caracterización individualizada para evitar delinearlos de manera fija y concluida. Strindbeg estimaba ya que para la caracterización, bastaría un rasgo que se repite en la expresión, de acuerdo con su crítica al naturalismo en tanto reproducción al modo de la fotografía, lo que asimilaba al realismo, en contraste con la situación vital en la que se manifiestan los conflictos, y sin embargo, no habitual. Strindberg critica determinar personajes adjudicándole a un sujeto atributos o propiedades por la correspondencia de adjetivos, frente a otras maneras de expresar la riqueza de los procesos anímicos. Al respecto, Raymond Williams insiste en llamar a Strindberg un naturalista crítico y sostiene que Julia y Juan no son “simples personajes” y los define como “almas” o “esencias”, conforme al discurso de Strindberg, pero no renuncia a sintetizar la caracterización de los personajes:

“Julia es la muchacha aristócrata en la consciencia del deber heredado, consumido por los ideales románticos del honor, y en la práctica una rapaz “semi-mujer”. Juan, el sirviente, por el contrario, está “por encima”, “sexualmente es el aristócrata”: es adaptable, tiene iniciativa, y por tanto sobrevivirá. Cuando se unen, cuando chocan sexualmente, es Julia quien resulta destrozada. Su acto carece de sentido” (14).

Que el actuar de Julia carezca de sentido por resultar dolida, puede parecer excesivo, igual que la categorización contrapuesta de un personaje frente a otro. “Julia: Aristócrata, semimujer”, y “Juan: sirviente, sexualmente superior”; Julia víctima o heroína destrozada, es de lo que Strindberg ha prevenido en su prólogo para aludir más a una especie de “personaje conceptual”, o en el lenguaje del propio dramaturgo: “criatura simbólica”, susceptible de apropiarse de las ideas sugestivas de los demás, independientemente de su condición. No un sujeto, ni siquiera abstracto o general, sino una entidad conceptual, voz de muchos o eco de muchas voces. Téngase presente que también Juan se ve obligado a una única salida. No hay una víctima sino un drama plural. En parte, deudor de la filosofía moderna, Strindberg hereda un pensamiento que más allá de esclarecer analíticamente el sentido mantiene y afirma la contradicción. Por este motivo, el conflicto entre Julia y Juan no se resuelve ni puede pensarse como una relación o tensión directa y convencional con una finalidad “expresionista”, esto es, para enunciar una determinada percepción o sentimiento.

“El choque de Julia y Juan es, pues, una convención utilizada para expresar lo que Strindberg ha percibido en la relación. Y aunque se trata de una relación específica, difícilmente puede considerársela personal. “El drama se expresa a través de criaturas simbólicas formadas por la conciencia humana”. Aunque la definición de Strindberg hace de su método de caracterización es poco relevante en esta obra, sí lo es en sus obras expresionistas posteriores. Pese a que Juan, como obra, sino más bien una situación específica” (15).

Si se considera a Strindberg un predecesor del expresionismo, no basta su influjo para hacer de él un expresionista en el sentido de comunicar o participar una manifestación espiritual unitaria, en el de mostrar una serie de emociones o en el de exteriorizar una serie de ideas. Esta última sería la función del teatro para las clases populares, pero no constituye precisamente una idea a enseñar mediante la contraposición de los personajes. De hecho, en la obra, corresponde en parte a Cristina resolver la tensión y es ella la que verdaderamente recrimina al intervenir ante Julia:

“¿Qué es lo que tengo que escuchar? ¿Sus tonterías con Juan? A mí eso me tiene completamente sin cuidado, porque yo en esas cosas no me mezclo. Pero si lo que pretende es engatusarlo para que se largue con usted, ¡entonces yo sabré poner fin a este juego”. (16)

Pensamientos desordenados, diálogos irregulares, no por absurdos, sino porque así se dan de hecho en la vida cotidiana, y así trabaja incluso el cerebro, por la acción psicológica singular, lo que no obsta para que Rymond Williams vea en las frases que se repiten entre Julia y Juan, un recurso de la discusión, no asimilable al futuro método de diálogo contrapuntístico, en lugar de tomar esto como una muestra de la falta de coherencia lógica de todo individuo en el momento de hablar con alguien. Y el ritmo del ballet en el baile de los campesinos manifiesta “desahogo”, y toma del expresionismo la simetría y vivacidad del escenario. El telón de fondo y el mobiliario se disponen en diagonal, lo que podría obedecer al trazo de un punto de fuga. Según Strindberg, ofrece el telón de fondo y la mesa al sesgo para que los actores interpreten sus papeles de cara al público y de medio perfil, cuando están sentados a la mesa uno frente al otro. Además, la artística creación de una impresión de realidad, acentuada por la particularidad de un escenario que detalla parte de una habitación, no implica circunscribir la obra de Strindberg en el marco de un movimiento realista, aunque este dramaturgo denomine a La señorita Julia, una “tragedia naturalista”. En la prefiguración de un escenario-habitación, se despliega y se muestra una intimidad construida entre varios. “Drama experimental” que no se reduce a “experimento teatral”.

“The term “naturalism” is used in the title of this volume because the “naturalist movement” is deeply ingrained in the history of Western theatre, but the contributors to the various sections would be deeply disappointed if readers sere to get the impression that the notion of naturalism is a closed notion. For theatre artists, then and now, there is no such thing as “naturalist fundamentalism”: even the preface to Miss Julie insists on a set which represents only the corner or a room, leading the eyes of the spectators “into unknown perspectives” and thus haunting their imagination” (17).

El subtítulo a La señorita Julia, de “Tragedia naturalista”, podría evidenciar la relación establecida entre el teatro naturalista y la intensidad dramática de la vida, lo que no alude a relación alguna entre la representación y la naturaleza o la realidad. No se tematiza aquí el dolor o el sufrimiento de manera patente, pero sí, como Strindberg lo dejó explícito en su prólogo, se asume el acontecimiento de la “caída”. Strindberg rompe también con el esquema crisis-solución. No se vislumbra en La señorita Julia una distancia entre la moralidad y la realidad contradictoria a normalizar mediante prescripciones o fórmulas prácticas. De ahí que la obra termine con la indicación de la salida en la opción del suicidio de Julia, inducido por Juan, lo que no deja de ser una acción figurada de acuerdo con el estatus simbólico de los personajes, y sólo en este sentido la obra se torna expresionista, alusiva a una alegoría, no tanto ya del sacrificio, esto es, del ideal ascético, sino del trastorno que junto con Munch, conceptualizan en sus respectivas obras, en comunidad de esencia con la enfermedad mortal, según Kierkegaard, a saber, “la desesperación”. Si se llama a La señorita Julia, tragedia naturalista, obedece en parte al alto grado de complejidad de la experiencia dramática.

ALEGRÍA EN LA “CAÍDA” DEL OTRO: LA COMPLEJIDAD DE LA VIDA Y EL ÁNIMO HUMANO


“Cuando un ave de rapiña evoluciona libremente en el cielo tiene un comportamiento clásico; cuando caza, o cae herida agitando las alas, es barroca”. Karl Schefler.
Ya, en La señorita Julia, no se aprecia una conciencia central o predominante en la obra, sino que emerge la división, lo que provoca un sentimiento carente de sentido y de índole subjetiva por problemas de comunicación y no por un sentido relativo particular intransferible o algo semejante. Predomina la represión psicológica y se anticipa el estatuto del antagonista que hace parte integral de la psique o de un aspecto de sí, y en esta medida también el autor se convierte en referente. Las figuras se refractan y así la culpa se atomiza en la medida en que predominan las motivaciones e intereses personales exclusivos. Por consiguiente, se aprecian ciertas características generales de La Señorita Julia”: Se rompe el tiempo del reloj con el tiempo de entidades independientes y experiencias subjetivas; imagen de la mujer creada por la psique masculina, en contraste con la defensa efectuada por parte de la misma mujer, en una situación conflictiva; aproximación y ambivalencia: expresión cercana del odio, comportamiento pretensioso en el ámbito del amor y necesidad de un amor conflictivo; el concepto del sufrimiento como situación de trastorno conduce a una salida abrupta y se equipara un acontecimiento en la vida a una situación sin elección o con una sola opción; dicotomía del Amor y el sexo, desligados; la cocina: lugar íntimo y sensual; fetichismo del dolor por causa de una pasión; momentos de silencio y alusiones a personas ausentes.

Se suele relacionar la misoginia de Strindberg con la diferencia de clases entre sus progenitores, porque su madre era una sirvienta, mientras su padre, un burgués. Inclusive, tituló su autobiografía: “El hijo de la criada”. A esto se suma la marca que le dejará Sigrid von Essen. Pero, ¿se trata aquí de un affair de Julia con un sirviente, agresividad de una mujer frente a las costumbres de su sociedad? ¿Coqueteo que descubre un peligroso juego tras la seducción? ¿Emocionante, inestable e incapaz de dominar Julia sus sentimientos? Y de otra parte, ¿Simplemente Juan aprovecha la situación acorde con un instinto de dominación? Acaso, ¿la situación le satisface? No. Estas cuestiones configuran opiniones comunes que mal interpretan el sentido de la obra. ¿Se trata entonces, tal vez, sólo de la caída de Julia la noche de San Juan (la noche en que las jerarquías se menosprecian simbólicamente), por el irrespeto de los sirvientes, tras su relación con Juan? O ¿sugiere la situación una escueta lucha de sexos? Estas son algunas de las caracterizaciones triviales y sumarios que se leen en internet o en la prensa, por síntesis periodística o publicitaria del tema o para promoción de puestas en escena contemporáneas, o para la venta de videos del drama en el cine.

Para Erika Ficher-Lichte, Strindberg adapta elementos del drama familiar tradicional en función de la lucha de voluntades. Según el roll que se representa, padre, hija, etc, se esgrimen argumentos en la discusión. Pero la batalla por el poder disuelve el carácter de los protagonistas que adoptan máscaras acordes con la necesidad. No habría pues algo así como condiciones sociales reales que legitimen las relaciones, aunque en momentos dados se apele a derechos inherentes a la persona. A veces, las diferencias que se establecen son notoriamente biológicas, otras, culturales. Más allá de la expresión de las propias obsesiones de Strindberg y su manifiesta misoginia, por lo menos en La Señorita Julia, en el contexto de la mitología de la caída y el castigo o la tortura concomitante, el sufrimiento se hace patente en la destrucción del “sí mismo”, del sujeto, expresión íntima del dolor que predomina sobre el sufrimiento familiar en cabeza de la figura latente del padre, en tanto ya para Strindberg las instituciones sociales refieren a una violencia tipificada en esa obra a raíz de su carácter sexual, respecto de la cual, al no poder escapar, en parte elimina el sentido de culpa del que la padece, aunque permanezca el sentimiento, es decir, el remordimiento.

“The “sacred” nature of the institutions of marriage and family, as conservatives such as Riehl and Le Play never tired of preaching, in which the majority of the bourgeois classes at least pretended to believe, is revealed by Strindberg to be a lie, a dangerous illusion. For him, the relationship between the sexes represents a biological or mythically founded relationship of violence from whose power the individual is unable to escape. A “hell” has been created out of the “eternal work of nature” in which “she has planted the seeds of humanity and cultivates them”, as Herder explained in Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menscheheit (Thoughts on the Philosophy of the History of Mankind), as hell which disfigures the individual unrecognizably, distorts his face into a grotesque animal or vampire mask and totally dehumanizes him. A dignified existence, the hope of self-realization, can only exist beyond hell. The bourgeois myth of the family as the place and refuge of humanity in which the personality of the individual can develop itself in an unobstructed way and in freedom is here, as in Ibsen, not only torn apart and exposed as a lie, but is also replaced by a new mythology: the myth of the “marriage in hell”. Eternal damnation has become – the other” (18).

Aquí, ya no se trata de un infierno al interior de la familia, sino de un infierno que se halla en el otro, y en sí, en el propio individuo, destruido el mito burgués de la personalidad y del carácter definido, terminado y completo. Sobre La Señorita Julia sostiene Erika Fiischer-Lichte que su tragedia no debería causar una impresión dolorosa, y como cuando se ve morir al enfermo incurable, tendría que provocar una impresión liberadora. Strindberg intenta pues exponer un caso “excepcional” en el que la acción obedece a múltiples motivaciones, a saber, respecto a Julia: el mal carácter del padre, la educación recibida, su propia manera de ser, el ambiente festivo de la noche de San Juan, y la “influencia del novio en un cerebro débil y degenerado”. ¡Julia presenta una inclinación a la indisposición! No se trata tan sólo de una rebeldía ideológica. Y el azar dispone el instante preciso, y la habitación solitaria. En este plano, Strindberg compara una alegría estúpida y ávida de experiencias placenteras, con una alegría de vivir que reside en las duras y crueles batallas de la vida, para obtener sólo el placer de la experiencia como saber, en tanto se aprende algo, finalidad esta última que puede ser aún criticada, pues en este sentido conserva Strindberg el ideal ascético, el sacrificio, y no lo trasgrede. Se suele dar sentido y valor a la experiencia sólo por el producto del saber:

“Todo el mundo clama por esta tragedia de vivir; los empresarios teatrales encargan farsas, como si la alegría de vivir consistiese en ser estúpido y describir a las personas como si todos tuviesen el baile de San Vito o rebosasen de idiotez. Para mí, la alegría de vivir reside en las duras y crueles batallas de la vida, y me place, en saber algo, en aprender algo. Por eso he elegido para esa obra un caso excepcional, pero instructivo; en dos palabras, una excepción, pero una gran excepción que confirma la regla, lo cual va a molestar a todos los que aman lo banal. Lo que escandalizará a la mente sencilla es que la motivación que doy a las acciones no es simple, ni único el punto de vista” (19).

Pero esta multiplicidad de las causas sólo representa motivo de escándalo para las mentes simples. Y sin ser tampoco exclusivamente filosófico o psicológico, el cinismo de Strindberg apela a una imagen contenida al final del libro I de la Ética a Nicómaco, en la que Aristóteles dice que para ir por la vida se ha de observar al placer y al dolor en tanto signos de cómo se va en la vida, igual que el navegante traza su rumbo oscilante, según la dirección de los vientos.

“En el curso de los tiempos la palabra carácter ha ido adquiriendo diversos significados. Originalmente se convirtió en la expresión utilizada por la clase media para designar al autónoma, de forma que de un individuo que ha fijado su índole de una vez para siempre o que se ha ido de forma que de un individuo que ha fijado su índole de una vez para siempre o que se ha ido adaptando a un cierto papel en la vida, que, en dos palabras, ha cesado ya de evolucionar, se decía que tenía carácter, que era todo un carácter, y en cambio de aquel que continúa desarrollándose, evolucionando, el diestro navegante en el río de la vida, aquel que no navega con escotas fijas, sino que va orzando el barco según la dirección de los vientos, era tenido como una persona sin carácter, en sentido peyorativo, claro, ya que es muy difícil de aprehender, clasificar y custodiar. Esta concepción burguesa de la inmovilidad del alma pasó a los escenarios, donde siempre ha dominado la burguesía” (20).

Por lo mismo, los personajes desgarrados y vacilantes se desenvuelven en un ambiente cerrado de relaciones de poder que condicionan su acción, según el darwinismo, por lo que los objetos cobran una dimensión simbólica que recuerda el pensamiento de los ausentes, como por ejemplo, las botas del conde. Sin embargo, a pesar de este análisis favorable a Strindberg, su calificación de la “media mujer que odia al hombre” como forma raquítica del ser humano que sólo surge en el terreno del poder por la ayuda de hombres mezquinos y el sentido ascético de formación del noble ario que lo conduce al suicidio por honor, sólo por lo que concierne al estilo lo aleja en su imitación de Nietzcsche, pues este nunca consideró el ascenso de alguien como lo ejemplifica Juan, que también vacila, incómodo, por querer a los de su entorno, pero a la vez reconocer en ellos lo que ha superado:

“Juan, el criado, es el fundador de una especie, un ser en el que se aprecian las características que explican el salto en la evolución de las especies. Es hijo de un campesino sin tierras y se ha ido educando con vistas a su futuro como caballero. Tiene una gran facilidad para aprender, unos sentidos muy finos y un cierto sentido estético. Ya ha comenzado su ascenso y es lo suficientemente fuerte como para utilizar los servicios de otras personas en su provecho sin sufrir lo más mínimo” (21).

El mismo Strindberg afirma que el móvil sugestivo de su teatro, o del teatro, en últimas, radica en el espectáculo del dolor y de la caída a secas. A semejanza del ave de rapiña, el hombre se deleita de la escena del cadáver en el suelo, aunque sea en la mínima simbología del expresionismo abstracto:

“Nosotros, los arios, tenemos siempre algo de caballeros, algo de Quijotes, algo que nos hace simpatizar con la persona que se suicida por haber perdido el honor al cometer una acción innoble. Y tenemos la suficiente nobleza de alma como para sufrir al ver un gran hombre caído en el suelo como un cadáver” (22).

Strindberg, tal vez consciente de su exceso, luego de privar a la mujer de una educación liberadora, recalca la veneración de Juan por el conde representada en el cuidado prestado a las botas de ese, su mentalidad de escavo, y subraya que Julia fantasea con el amor, mientras deja a Juan “suponer que el amor podría surgir de cambiar su posición social” (23). Strindberg no cierra la obra, porque eso no se avendría con la idea de un amor que echa raíces en la oscuridad, antes de florecer, pues las personas en la vida cotidiana se tornan abstractas al carecer de individualidad, para adquirir un estatus conceptual, inmanente a la expresión sobre las tablas. No hay algo más allá de lo que las voces y los gestos insinúan. El silencio no tiene ninguna aserción. Las personas se esconden tras su aspecto para los demás:

“Y si alguno de mis personajes secundarios puede parecer abstracto depende de que las personas normales resultan, en cierto modo, abstractas en el ejercicio de su profesión, es decir, carecen de individualidad y son vistas solamente en uno de sus aspectos” (24).

Y Juan participa a Cristina la locura supuestamente consabida de julia, referida a una escena de juego de amaestramiento que linda con una parodia del sadomasoquismo, concepto que en cuanto refiere también al pensamiento del autor, constituye una doble enunciación por parte de dos emisores. Juan y Strindberg, de cara a dos receptores, Cristina y el espectador:

“Sí, lo vi. Todo. Fue una tarde, ellos estaban solos en la cuadra y la señorita lo estaba “amaestrando”, como ella decía. ¿Sabes cómo? Pues haciéndole saltar sobre la fusta “igual que se les enseña a los perros. Él saltó dos veces y cada vez recibió un fustazo. Pero a la tercera le quitó la fusta de la mano y la rompió en mil pedazos. ¡Y se marchó!” (25).

En parte, el contenido explícito del enunciado (locutorio) podría tender a estimular la imaginación, con su consecuente efecto emocional (perlocutorio). Y una vez suscitada la imagen se pasa rápido al tema de la comida y a la crítica de las exigencias de Juan. En esas, Juan trata de perra a “Diana”, para quien Julia mandó a preparar un guisado. Y pronto Julia se pone en boca de Juan que la califica de ordinaria, al precisar que heredó de la madre inmiscuirse en la cocina y no participar del mundo más allá de la residencia:

“JUAN. Para algunas cosas, la señorita es demasiado vanidosa, y, sin embargo, para otras carece completamente de orgullo. En eso es exactamente igual que su difunta madre. Donde más a gusto estaba era en la cocina y en la cuadra, pero se negaba a salir si habíamos enganchado sólo un caballo en el coche. Andaba con los puños de las blusas sucios, pero tenía que llevar la corona del conde en los botones. Y volviendo a la señorita, ella descuida su posición social y su aspecto personal. Hasta podría decir que no es distinguida. Hace un momento, cuando estaba bailando en el granero, le quitó la pareja a Ana y se puso a bailar con el guardabosque sin esperar a que la sacase. Ninguno de nosotros se atrevería a hacer una cosa así. Pero es lo que pasa cuando los señores quieren hacerse ordinarios…, ¡que son ordinarios de verdad! Pero como mujer es espléndida! ¡Magnifica! ¡Qué espalda y qué… etcétera!” (26).

¿Y la referencia al cuerpo de Julia que contrasta con el interés del autor en reflejar la pretendida nobleza de Juan, adquirida por educación? Con Cristina, Juan emite juicios ordinarios de la situación y sobre Julia. Y a la entrada de Julia, entre los diálogos, en parte lisonjeros y, en parte con desprecio o con el ímpetu de la superioridad, se articula el mismo juego de dominación que en un principio se contaba de Julia y el novio, ahora, a propósito de la invitación a bailar. Se ha de recordar por ejemplo que Julia golpea con el pañuelo a Juan por entrometido, y lo invita a bailar, lo que le indica que no lo ha de tomar como una orden, aunque Juan le hubiera dicho primero que ya tenía prometido el siguiente baile a Cristina, y luego que no estaba bien visto que Julia mostrara preferencias para con él. Poco a poco, Julia se pone al mismo nivel que Juan y adviene su forma de hablar elocuente que aprendió por frecuentar el teatro. También sabe francés por su trabajo en un hotel. Pero ¿realmente alcanza el nivel de Julia? La señorita tiene gustos sencillos prefiere la cerveza al vino. Hasta de nuevo, la acción provocadora, no sin fetichismo: “¡Bravo! Béseme ahora el zapato y la ceremonia quedará perfecta”.

EL SUEÑO DE JULIA
El relato de los respectivos sueños de Julia y Juan se diferencia en la ingenuidad del sueño de Julia, consciente del temor a caer, y la premeditación de Juan que quiere hacer contrastar el sueño de caída de Julia con el ensueño de Juan en su anhelo de ascender.

“LA SEÑORITA. ¡Quizá! ¡Pero usted también lo es! ¡Y además todo es extraño! La vida, las personas, todo… es como esa nieve sucia que flota en el agua, que arrastran los ríos hasta que se hunde… Me acuerdo ahora de un sueño que tengo de vez en cuando. Estoy sentada en lo alto de una columna a la que he trepado y no veo posibilidad alguna de bajar. Cuando miro abajo siento vértigo. Tengo que bajar, pero no me atrevo a saltar. No puedo seguir sujetándome allí arriba y deseo vehementemente caer, pero no caigo. Y, sin embargo, sé que no tendré paz ni descanso hasta que no llegue abajo, hasta que no me vea en el suelo. Y una vez en el suelo deseo hundirme en la tierra… ¿Ha tenido usted alguna vez una sensación parecida?.
JUAN. ¡No! Y suelo soñar que estoy tumbado bajo un árbol muy alto en un bosque oscuro. Quiero, subir hasta la copa para contemplar desde allí el hermoso paisaje donde brilla el sol y para saquear el nido que hay allí arriba donde están los huevos de oro. Y trepo sin descanso, pero el tronco es muy grosero y escurridizo… y la primera rama está tan alta. Pero sé que me bastaría con alcanzar esa primera rama subir luego hasta la copa como por un escalera. Todavía no la he alcanzado, pero la alcanzaré…, ¡aunque sólo sea en sueños” (27).

Julia relata su sueño, mientras Juan relata una simple idea contrapuesta por afán de establecer una diferencia que por su artificio remite al pensamiento del autor. Los personajes corresponden a los conceptos determinados por los discursos cruzados, más que por un diálogo. (Y por lo menos, el discurso de Juan se corresponde con el pensamiento de Strindberg). Los juegos prosiguen y cuando Juan la va a tomarla por la cintura para besarla, Julia lo abofetea. En este punto, Juan le dice que la cintura para besarla, Julia lo abofetea. En este punto Juan le dice que no está para juegos y entran en una dimensión distinta por el cambio en la conversación. Juan habla en concreto de su vida “abajo”, del robo de las manzanas, del ansia por volver al palacio como lugar que dominaba sus pensamientos desde niño, y su contemplación de Julia en el juego. Julia se descubre como símbolo del sueño de Juan. Julia es, en parte, un sueño de Juan (A su vez, personaje conceptual del pensamiento de Strindberg, y por lo tanto, una especie de pensamiento del pensamiento). Juan conquista a Julia con palabras al hablar de sus deseos de morir por ella cuando niño. Las indicaciones de Strindberg son dicientes: “Con profundo dolor, exagerado”:

“!Oh, señorita Julia! ¡Oh! Un perro puede tumbarse en el sofá de la condesa, un caballo puede recibir una caricia de la mano de una dama, pero un criado.. (Cambiando de tono). Sí, sí, ya sé, alguno que otro tiene madera y logra alcanzar una buena posición…, ¡pero qué pocos casos de ésos se dan! Pero sigamos con mi historia. ¿Sabe lo que hice después? ¡Me metí vestido en el arrollo del molino! De allí tuvieron que sacarme y luego me pegaron. (…) “La vi y me volví a casa decidido a morir. Pero quería una muerte bella, una muerte agradable, sin dolor. Entonces me acordé de que era peligroso dormir bajo un saúco. Nosotros teníamos uno muy grande, que precisamente estaba en flor. Lo dejé pelado y con las flores me preparé una cama en el arcón de la avena. ¿Ha notado lo suave que es la avena? ¡Tan suave al tacto como la piel de una mujer! Sin embargo, dejé caer la tapa, cerré los ojos y me dormí. Cuando me desertaron estaba realmente muy enfermo. Pero, como usted ve, no llegué a morir. ¿Qué es lo que pretendía? ¡Pues no lo se! No podía abrigar esperanzas de conquistarla.. ¡y usted se convirtió para mí en el símbolo de la imposibilidad de salir de la clase en que había nacido!” (28).

Por consiguiente, Juan manifiesta un dolor superficial, aparentado, propio de la mera expresión racional de los sentimientos y los intereses correspondientes, mientras que Julia padece un dolor más complejo, carente de justificaciones, agobiada por complicaciones propias de la mujer para aquel tiempo, que soporta pasivamente hasta el día que se ve también obligada a descargar. Pero luego de yacer juntos, todo cambia de nuevo y viene la agresión directa de Juan. Adviértase que es Juan el que no puede tutear a Julia mientras siga permaneciendo en la casa y presencie las botas de su amo. Juan, desde una pretendida superioridad moral injuria a Julia. Juan le dice que ella no es nadie para echarle en cara su conducta, y que en cambio ella se comportó de lo peor, que nadie de su condición se hubiera atrevido a mirarla si ella no lo hubiese animado. Por último, Juan juzga el acontecimiento de la caída de Julia como algo que le propicia honor y se alegra; la obra recrea la alegría por el dolor del otro.

“JUAN (Levantándose). ¡No! ¡Perdóneme lo que le he dicho! No suelo pegar a un indefenso y menos si es una mujer. Yo no puedo negar que, por otra parte, me alegro de haber visto que lo que nos deslumbra a los de abajo no es más que oropel, de haber visto que el halcón también es gris por el lomo, que era su maquillaje lo que daba suavidad a su mejilla, y que las cuidadas uñas podían tener los bordes negros, que el pañuelo estaba sucio, aunque olía a perfume… Pero, por otra parte, me duele comprobar que lo que yo anhelaba no fuese mejor, más sólido, más respetables. Me duele también que haya caído tan bajo, verla por debajo de su cocinera. Me duele el ver las flores azotadas en otoño por la lluvia, ver cómo son destrozadas y convertidas en barro” (29).

En adelante, se menciona la pretendida superioridad de boca de Julia, para calificar la forma en que habla Juan: “hablas como si ya fueses superior a mí”, mientras Juan se place en la contemplación sádica de una mujer que le pide que la golpee. Y en esto, querer mostrar la caída abrupta de Julia contradice la intención de indicar lo complejo de la vida misma. A esta altura, la obra adquiere un tono político y aborda la problemática social con un discurso largo de Julia. Strindberg dice en su prólogo que remite a múltiples causas la caída de Julia, y de hecho Julia también conoce lo que significa realizar los trabajos con los animales, propios de hombres. Pero se torna muy artificial y forzado que Strindberg ponga también de boca de julia la razón por la que es “media-mujer que odia a los hombres”, esto es, porque su madre así le enseñó, a causa de los incidentes pasados con el padre de Julia, en los que realmente el engañado había sido el padre, lo que de niña Julia ignoraba. Todo lo restante se amolda a lo contenido en el prólogo pues recrea las ideas más radicales de Strindberg. Strindberg no es misógino por lo que se pudiera creer, por un desprecio directo a la mujer. Desconcierta que Juan sea consciente del sufrimiento de Julia, pero no la entienda. Toma el dolor de Julia por mero capricho femenino. También así Strindberg, y esto no resulta aceptable.

Por consiguiente, lo dicho de manera sucinta sobre Strindberg, no basta para dar una interpretación satisfactoria de la obra, si se pretende un sentido unitario. Aquí se plantearon cinco dificultades desde una hermenéutica del dolor, en desprecio de lo narrativo, para valorar más el escepticismo, ante un sentido condicionado de entrada por una red simbólica, esto es, la cultura. También se puede aprender de Strindberg la prescripción nietzscheana según la cual el pensamiento permanece superficial a la vida, y por el que se deduce que la vida implica mucho más que lo expresado mediante signos. La prevención escéptica no está aquí dirigida a los gestos o a los signos, sino a su papel de mediación, frente a una verdad trascendente. Por esto, lo dicho aquí sí satisface una relación entre el teatro y el pensamiento, distinta a la propuesta por A. Badiou, por lo menos, según el inmanentismo de Nietzsche y de Deleuze, presente en la obra de Strindberg por su valoración del acontecimiento. Se podría suponer que Deleuze y Nietzsche hubieran objetado a Badiou que si bien es cierto que el espectador no debe fijarse por un agenciamiento imaginario en la circulación económica de un objeto de deseo en el drama de los sexos, el espectador asiste a un acontecimiento singular que no puede equipararse con la verdad, o con la Idea platónica virtual que se actualiza en el escenario público y colectivo. Decir que el acontecimiento y la experiencia se componen para el público implica quedarse en una estética que reduce el arte a la venta o comunicación de experiencias para la expresión o la percepción.

Por el contrario, si algo hay valioso en Nietzsche, en Strindberg, o en Deleuze, el pensador que revalora a Nietzsche, es la singularidad del acontecimiento, no supeditada a la figuración de la eternidad o de la verdad, en un mundo inmanente y temporal, es decir, en continuo devenir del aquí y el ahora, que estima la construcción de conceptos en relación a la experiencia empírica, por sobre las ideas filosóficas de la razón, para abandonar la abstracción del ser y afirmar el continuo devenir, los flujos; puntos de fuga, intensidades y fuerzas, en una maquinación de elementos que todo lo transforma. No, un teatro del pensamiento no quiere decir al modo de Badiou que las ideas se teatralicen, que se hagan efectivas en un lugar, en un escenario, porque así se circunscribe la vida humana dentro de un campo, racional o espacial, y se supedita la sensibilidad a la idea. Por el contrario, son las diferentes disposiciones, los múltiples gestos y acciones las que en el teatro producen el pensamiento, cuya formulación conceptual podría llamarse filosofía, pero sólo como un juego que del sentimiento estético, de cara al placer y al dolor, a la alegría y a la aflicción, y en la necesidad, aplica a la vida como arte de vivir. No está claro que la filosofía nazca en ruptura con la opinión. Deleuze y Nitzsche también desprecian la opinión, pero no polarizan ya la verdad y la apariencia. Si sospechan de un teatro meramente representativo, no obedece esto más que a la valoración del acontecimiento sin el paradigma de la mediación y sin el supuesto de una experiencia estética limitada a la percepción de un sujeto o espectador. Lugar inteligible, de ideas, topos y no ethos, pero en continuo devenir, no fijado en estructuras o verdades, y por lo tanto tampoco en la cruda sensibilidad que a su vez se altera en el tiempo. Hay pues diversas formas de sentir en el tiempo y ni el teatro, ni la filosofía, ni la historia pueden apresarlas o reconstruirlas, y la expresión actual a los sumo crea una nueva experiencia a partir de los signos, los vestigios de las efímeras ideas que no se conciben ya eternas sino como conjunción de fuerzas que conforman un acontecimiento. Al decir de Deleuze, “Nietzsche es un pensador que “dramatiza” las ideas, es decir, que las presenta como acontecimientos sucesivos, a niveles diversos de tensión” (30). Dejada atrás la filosofía teorética, el elemento diferencial entre las prácticas valora la acción y otorga un sentido plural a la vida entendida como voluntad de poder. Las acciones que tienen valor serían las que afirman la vida, tanto en el placer como en el dolor.

En esto último se encuentra la diferencia con Strindberg y por consiguiente con un pensamiento postmoderno. Pese a su valoración del acontecimiento singular, Strindberg se mantiene en el pesimismo de la destrucción, más asimilable a la filosofía de un G.Bataille o de P. Klossowsky, aunque también respecto a estos, las diferencias son insalvables. Sin embargo, sí traza Strindberg un plano de inmanencia para conceptualizar sus personajes en lugar de situar caracteres con personalidad en un escenario, aunque luego estos digan disparates para justificar sin argumentos sólidos la superioridad del barón que adquiere reconocimiento social, frente a la media mujer que cae. Strindberg es un inmoral en el mal sentido del término, no porque supere la moral, sino porque usa una moral vulgar para justificar su concepción misógina del singular drama sexual y suicidio de Julia. Por esta razón, Strindberg no filosofa legítimamente cuando lo pretende en su prólogo, pero sí piensa con un concepto original cuando concibe el teatro y la escritura al exterior de un sistema socieconómico moderno y burgués. Constituye un acontecimiento en la historia del pensamiento, esto es, una elección original, que Strindberg concibiera el drama en el acontecimiento doloroso ante la impotencia política y la incomunicación en el ámbito privado, dos formas de la estupidez ante el dolor del otro por las que se descubre que el sentido no trasciende una simple valoración por lo que se dice, a sabiendas que los discursos no dicen ni logran nada si no afectan de algún modo los intereses del otro y su capacidad para actual, su voluntad. No hay abruptos silencios en Strindberg. Todo es ruido, expresión de la estupidez frente al otro, incluso en la pantomima. Sólo en la muerte encontrará Julia fugarse en el silencio (31).

El teatro se funciona con el pensamiento, porque muere la especulación filosófica que truncar el gesto y la acción. Lo terapéutico aquí subyace, al decir de G. Deleuze, en la tranquilidad de no tener nada que decir y tener derecho a callar en tanto condición para decir algo enrarecido que merezca la pena ser dicho. Según esto, no existe lo falso o lo verdadero, sino lo importante o lo carente de importancia, por lo que se sostiene no una verdad trascendente, sino que se mide la verdad de lo dicho. Así, de requerirse un sentido de la obra, podría ofrecerse que se ha hecho callar y morir a alguien cuya expresión no valía para nadie, acontecimiento que instaura un sentido vacio que quiebra lo performativo. ¿Constituye esto una decisión singular o acaso obedece al producto del azar y a la pretensión artística de originalidad? Tal vez tenga razón M. Foucault al incluir a Strindberg entre los excéntricos que pasan por locos al darle forma expresiva a la angustia sin atreverse a afirmar la alegría de la vida, incluso en el dolor.

Sin embargo, la obra de Strindberg encierra más que una mera evasión, ruptura o aislamiento expresionista en la destrucción y el erotismo continuado hasta la muerte. Tampoco se encuentra aquí una aspiración a una realidad otra que no sea momentánea. Sin duda, la crueldad alimenta los modos de expresión y la experiencia en tanto desenvolvimiento de lo natural. Sólo en la recreación del dolor es La señorita Julia, una tragedia naturalista, en relación con un concepto del individuo. En lo demás, más allá de la contraposición forma-contenido, en la abstracción, en la superficialidad de lo aparente, se agota lo que esconde en su profundidad la vida. En esto, un arte al servicio del espectador anula la experiencia estética. A Julia solo le queda ejercer una violencia sobre sí para comunicar su efímera apariencia. Pero inducida a la muerte, al fugarse, desplaza al espectador a la misma condición abstracta y a la vez natural, es decir, perecedera y sufriente. Pero por supuesto, todo esto es un hablar de más, un poco de filosofía en el mal sentido, palabrería no coherente. Hablar allende la razón. Tan sólo, la muerte acontece para la fragilidad humana igual que una ramita de lilas cae sobre la mesa.

Iván Mauricio Lombana Villalba. Getafe, 2009.





NOTAS

1 FOUCAULT, Michel. Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, volumen I, Paidós Básica, Barcelona, 2003. P. 373.
2 “La expresión – recordaba Adorno – es antitética a la apariencia, la expresión no puede ser concebida como mímesis del objeto, ni siquiera del sujeto, sino necesariamente como mímesis de si misma, como pura “expresión del dolor”. En la opción por lo expresivo iba incluida la imposibilidad de representación de lo positivo, de lo armónico, pero iba también la renuncia a la representación del propio “yo”. Es ese el límite de la expresión al que impulsó a salir del arte”. SÁNCHEZ, José A. Brecht y el expresionismo. Murcia, 1989. P. 56.
3 “Esa crisis del principio de causalidad dramática, anunciado en la atomización dela acción y el diálogo, en el aislamiento de escenas y personajes, de los dramas de Büchner, o más recientemente en los dramas de Strindberg, estalló en la producción de los dramaturgos que precedieron inmediatamente al expresionismo (P. Sheebart, Döblin, Kokoschka…); el grito en sustitución del diálogo, la simplificación de la sintaxis por anulación de los nexos lógicos tradicionales,, la anulación de la interacción entre los personajes reducidos a tipos, la alteración del ritmo dramático, que se aproximaba a los módulos de la revista…”. Ibid. P. 65.
4 “Traemos aquí a colación a Strindberg y a Munch porque ambos ejercieron una fuerte influencia en el expresionismo alemán. Entonces se veía en Nietzsche al enemigo de los historiadores pruso-alemanes, al pesador que se había burlado de Bismarck y había defendido a los judíos del antisemitismo del profesor berlinés Eugen Düring, y al escritor que arremetía contra la estúpida presunción de los advenedizos de la época Guillermina. Las paradojas de Zaratustra tenían fuerza persuasiva, sobre todo, por la violencia con que volvían del revés los conceptos y los lugares comunes de la moral corriente”. DE MICHELI, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX. Alianza editorial, Madrid, 2004. P. 85.
5 “En la famosa carta de Strindberg se llama bárbaro a sí mismo, y busca conscientemente refugio como hombre y como artista en las formas de vida y de arte despreciadas por la arrogancia europea, que se encuentran fuera del espectáculo d la civilización moderna. Otra vez nos hallamos ante un nuevo ideal de originalidad”. DE MICHELI, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX. Alianza editorial, Madrid, 2004. P. 170.
6 “…para Cioran o Strindberg, escritores de “pequeñas” lenguas europeas (el rumano y el sueco), relativamente poco reconocidas literariamente, pero provistas de tradiciones y de recursos propios, la escritura en francés, o la autotraducción, son maneras de “convertirse” en literarios y de salir de la invisibilidad que afecta estructuralmente a os escritores de las periferias de Europa o de escapar a las normas nacionales que rigen su espacio literario”. CASANOVA, Pascale. La república de las letras. Anagrama, Barcelona, 2001. “Esta extraña dialéctica que sólo corresponde a los creadores “descentrados” es la única que permite comprender en todas sus dimensiones – afectiva, subjetiva, singular, colectiva, política y específica – la cuestión de la lengua en las zonas dominadas del universo literario”. Ibidem.
7 “Strindberg deseaba que un día fuéramos lo suficientemente instruidos como para soportar el cruel espectáculo de la vida. Si estamos lejos es tal vez (en parte, por supuesto) porque la dramaturgia aporta ilusión al espectador. Dar esperanza es legítimo y esencial. Pero dar ilusión puede ser contraproducente, “desgraciado el país que necesite héroes” dijo Galileo en la obra de Brecht (la vida de Galileo Galilei). LAVANDIER, Yves. La dramaturgia. P.93.
8 GRANDE ROSALES, María Ángeles. Teatro y teoría crítica contemporánea. La mirada interdisciplinaria. Universidad de Granada. En: VEGA, María José (Dirección). Poética y teatro. La teoría dramática del Renacimiento a la Postmodernidad. Seminario de Poética Europea del Renacimiento. Universidad Autónoma de Barcelona, MMIII, Mirabel Editorial, 2004.
9 STRINDBERG, August. La Señorita Julia. Literatura Alianza Editorial, Madrid, 2006. P. 31.
10 Ibid. P. 31-32.
11 Ibid. P. 32.
12 Ibid. P. 32-33.
13 Ibid. P. 33.
14 WILLIAMS, Raymond. El teatro de Ibsen a Brecht. Ediciones península, Barcelona, 1975. P. 94.
15 Ibid. P. 95.
16 STRINDBER, August. La señorita Julia… P. 122.
17 SHUMACHER, Claude (Editor). Naturalism and Symbolism in European Theatre. Cambridge University Press, 1996.
18 FISCHER-LICHTE, Erika. History of European Drama and Theatre. Dramatising the identity crisis. Routledge, London and New York, 204. P. 257.
19 STRINDBERG….p. 34.
20 Ibid. . 36.
21 Ibid. P. 40.
22 Ibid. P. 40.
23 Ibid. P. 41.
24 Ibid. P. 42.
25 Ibid. P. 53.
26 Ibid. P. 55-56.
27 Ibid. P. 70.
28 Ibid. P. 75-76.
29 Ibid. P. 94-95.
30 DELEUZE, Gilles. Nietzsche. Arena libros, Madrid, 2000. P. 49.
31 “LA PAREJA DESBORDADA. A VECES PARECE COMO SI LA GENTE NO PUEDIERA EXPRESARSE. Pero, de hecho, n paran de expresarse. Como esas malditas parejas en las que la mujer no puede distraerse o estar cansada sin que el hombre le diga: “¿Qué te pasa? Exprésate..”, ni tampoco el hombre sin que la mujer le diga…, etc. La radio y la televisión han desbordado a la pareja y la han dispersado por todas partes, y hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras y de imágenes. La estupidez nunca es muda ni ciega. El problema no consiste en conseguir que la gente se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio a partir de las cuales podrían llegar a tener algo que decir. Las fuerzas represivas no impiden expresarse a nadie, al contrario, nos fuerzan a expresarnos”. DELEUZE, Gilles. Conversaciones 1979-1990. Pre-textos, Valencia, 2006. P. 206.


BIBLIOGRAFÍA

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WILLIAMS, Raymond. El teatro de Ibsen a Brecht. Ediciones península, Barcelona, 1975.

sábado, 17 de julio de 2010

PALABRA Y DOLOR: tres novelas medievales




SOBRE LA EXPRESIÓN CULTURAL DEL DOLOR EN TRES NOVELAS MEDIEVALES

Se suele, a veces, envolver la condición humana con la sombra del misterio. Así, no faltan quienes ante distintas definiciones del sufrimiento y el dolor, junto con la de un sin número de palabras cercanas del tipo de la pena o la aflicción, niegue la posibilidad de establecer un concepto preciso del sufrimiento, como si se tratara de una cuestión semiótica o hermenéutica, para así favorecer una concepción de la vida dominada por algún tipo de discurso explicativo, interpretativo o esclarecedor, no sin algún obvio juego de poder implícito. Por lo menos, esta es nuestra situación hoy, en la que a falta de un pensamiento sobre el dolor, se acude a diversos ámbitos para su comprensión: técnicas de superación personal, medicina del dolor, espiritualidad del dolor; arte, políticas y medidas económicas ante el sufrimiento humano; sociología y todo tipo de terapias públicas y privadas; psicológicas, psquiátricas o genéticas, entre muchas medidas para el dominio de los problemas de la vida cotidiana, más que para su efectiva solución.

Y aunque no nos lo parezca, durante el periodo que denominamos Edad Media, no se abrigó una concepción tan oscura del sufrimiento, aunque así lo recreen las películas o los best sellers sobre aventuras medievales, lo que se suele catalogar entre la “novela histórica”. Que estos contenidos ficticios seduzcan tanto hoy, descubre síntomas de la producción cultural concomitante al mundo dominado e influenciado por la industria cultural barata que se vente por doquier gracias a las telecomunicaciones y las nuevas tecnologías.

Ciertamente, la situación de vida del individuo medieval resultaría más precaria que la nuestra en muchos aspectos. Sin embargo, la guerra, la pobreza, la enfermedad y la tortura, componen un lugar común para figurar la vida en la Edad Media, cuando en realidad esas son características de la vida social en todos los tiempos, que aquejan aún con más intensidad al mundo actual. Y la ideología religiosa se aprovecharía entonces para inducir comportamientos en el conjunto de la sociedad, pero esto también sucede, en la misma medida, en el mundo contemporáneo. Seguramente, una menor expectativa de vida en la Edad Media sí forzó una disposición singular para la vivencia del día, lo que no obsta para pensar que mediante el mero análisis de los textos de ficción medievales y la poesía medieval se construya algo así como una historia del dolor, al modo del artículo de Ángel Rodríguez González, El dolor en el mundo castellano medieval (1), o como tantos otros ensayos que tratan del dolor, circunscritos a una época o lugar.

De entrada, establecer “la guerra como causante de dolor”, como en el artículo de Rodríguez, linda con la observación ordinaria. Pero en definitiva ¿qué concepto del dolor medieval puede ofrecer una crónica o un relato de batallas o aventuras? La relación dolor-guerra no dice nada. La descripción de la lucha y de las heridas de un caballero puede ocultar más la textura de la percepción del dolor del individuo medieval que expresarla. ¿Qué puede significar que Roldán se diga el hombre más dolorido o que a Don Álvaro de Luna, condestable de Castilla y Maestre de Santiago, las mujeres que lo querían lloren su pérdida? ¿Simple ejemplo de resistencia ante la suerte adversa, tal como sostiene Rodríguez? ¿Qué pensar entonces del ejemplo de un cómico Perseval que tiene un corazón tan puro al punto de ir por el bosque de batalla en batalla como quien no se entera, hasta topar con el Santo Grial y contestar bien a los requerimientos del espíritu, sin siquiera proponérselo, sin segunda intención, como si esto fuera crucial para el ejemplo moral? La simple enumeración de heridas y golpes no otorga un sentido al sufrimiento; no uno diferente al que pudiera entreverse por ejemplo de los infortunios del Quijote, o en la actualidad, de la comedia de turno. Tal vez ya no importa tanto el sentido o el significado de los textos, sino que a lo sumo, se registra una preocupación concreta en las diversas obras de arte con respecto a las difíciles condiciones de vida que todos enfrentan a diario.

Ya el individuo medieval está obsesionado por las heridas de muerte, lo que se suele aprovechar para predicar, aunque esto no se deba suponer exclusivo del periodo. Pero esto no basta para que las penurias en viajes por causas climáticas, y el hambre o sed que conllevan; así como los ataques y cautividades, se entiendan como causas de dolor (2), para su explicación o conceptualización. Pensar el dolor no puede reducirse a hechos tan evidentes, en relación a la historia, como en relación al presente se juega con meras estadísticas para dar cuenta de resultados políticos. Detrás de la descripción de acontecimientos que involucran dolor, anida modernamente una conciencia angustiada que no se limita a una relación causal entre la guerra, la enfermedad o el dolor físico con el sufrimiento. Pero el escritor medieval expresa esta angustia sin apelar a la subjetividad moderna basada en el modelo de la conciencia alterada frente a la contemplación del mundo, y tiene presente en sus novelas la ansiedad y el temor de determinados individuos, factores que no necesariamente se amoldan al ideal de la caballería. También el noble se queja de la injusticia en su vida.

Así pareció imaginar la escena Igmar Bergman en “El séptimo sello” al figurarse un “caballero atormentado”, lleno de dudas metafísicas, pero en un ambiente en el que ante la imposibilidad de pensar a Dios, la muerte se figura como una danza macabra, nada alegre, pero que no llega ya por sorpresa ante personas que gozan de la placidez que cada momento en la vida trae. Se dice en la película que se siente asco de la vida, de una vida concebida ya en torno al pensamiento de la muerte, a la manera existencialista moderna. Un cómico actúa y juega a suicidarse para eludir su responsabilidad como amante de la esposa de un herrero, y la muerte repentina le llega sin avisar. Y esto en un mundo de antemano condicionado económicamente, pues los soldados cumplen su deber de quemar a la pretendida bruja “porque la paga es doble”, en tanto el caballero que regresa desilusionado de las cruzadas, anhela recibir respuestas sobre Dios de boca del diablo o de la bruja que ve al diablo de tanto que le dicen que es bruja poseída por el diablo, y hasta la mismísima muerte le dice al caballero que Dios no habla y que pierde el tiempo con sus inquietudes.

Bergman plasma un mundo en el que no hay compasión por un apestado que anhela agua, porque esto le prolongaría el sufrimiento, esto en un pensamiento laico y escéptico de la crueldad del dolor. Y a la vez, el caballero cruzado está cansado, sin el entusiasmo ilusorio del templario que partió a liberar su alma luchando por Jerusalén. Más que un mundo obscuro, Bergman pinta la amargura humana representada en el caballero, en alternancia con la serenidad de su escudero para el que “en las tinieblas que confieso viven los hombres, no encontramos a nadie que escuche”, por lo que le recomienda al caballero que se seque las lágrimas, porque nadie se va a conmover con sus súplicas, y para prescribirle que mire el fin con serenidad. Para el escudero se ha de gozar más de la vida, despreocupados de la eternidad; pero esto para el caballero ya es tarde, y sólo le resta mirar la verdad tangible antes de caer en la nada, en la rampa de un pensamiento abstracto, inquieto precisamente porque la muerte no sea nada, porque no haya nada después de la muerte.

Pues bien, este concepto existencialista de la muerte, se observa en la actitud individual de algunos otros personajes de la literatura medieval, lo que podría querer decir que más que un concepto característico de la modernidad o de una época, la angustia ante la propia situación en la vida corresponde a un sentimiento más estructural de la vida humana que a una conciencia filosófica exclusiva. Para el caballero, en la película, nos preocupamos por demasiadas cosas, y a la larga se concluye que “la fe es un grave sufrimiento; es como amar a alguien que está afuera en las tinieblas y que no se presenta por mucho que se le llame”. Pero ante la conciencia de la pérdida y de la no respuesta de Dios, las cosas, los problemas se vuelven irreales, y la angustia se aligera. De manera grotesca, los humanos oscilan entre el planteamiento de problemas metafísicos insolubles y ante el sinsentido a la falta de respuesta, por lo que la vida se lleva a la ligera para hallar la placidez en un cuenco de leche recién ordeñada, en un recuerdo, en una canción, etc. Más que cubrir el sin sentido de la vida con el arte, las personas aprenden a bastarse con algo en la vida, parece decir Bergman con su película que transcurre en un ambiente medieval en el que un caballero juega al ajedrez con la muerte, y este juego le resulta incluso divertido, sin lograr más que retrasar lo inevitable, en un mundo en el que el amor resulta más problemático que la peste, para que en últimas, la danza de la muerte que se lleva igual al caballero con su escudero o al herrero con su esposa infiel y su amante, se muestre como un visión de un cómico, José, que con María y un niño que no es de José, establezcan su modo de vida para el que el lenguaje tiene una crucial importancia, pues se construyen alegorías a partir del dolor, la enfermedad y la brevedad de la vida.

De otra parte, si bien F. Nietzsche afirmó que hasta su tiempo el único sentido que se le había adjudicado al dolor era el ideal ascético, eso no quiere decir que la gente del común en su vida diaria se guiara antes o se comporte ahora conforme al ideal del sacrificio. Puede que los discursos de las personas otorguen un sentido al sufrimiento conforme a tal ideal, pero no se usa el ideal para prescribir comportamientos sin más. No se pude pretender que el individuo medieval se “ejercite” en prácticas que lo preparen para afrontar el sufrimiento, al modo de la lucha agonística o del deporte contemporáneo, como se lo imagina Rodríguez, influido por la tradición nietzscheana. Por el contrario, reducir las prácticas medievales ante el dolor a ejercicios deportivos o espirituales al modo posterior del jesuita, niega la posibilidad de movimientos culturales que reaccionan ante la pretendida decadencia de la época.

De enfermedades y envenenamientos en la corte, Ángel Rodríguez González recoge algunas noticias, pero se escandaliza sólo ante el tema de la tortura, impresionado por la crueldad, algo que también sabemos común a todos los tiempos y que hoy no puede escandalizar más. Bartolomé de Mármol, protegido de Enrique IV y luego convertido al Islam, dio muerte a cerca de cuarenta cristianos prisioneros, les arrancó las “lenguas, cortáronle las orejas y partes vergonzosas”. También recoge Rodríguez el despiadado asesinato de la condesa Camiña, con heridas de ballesta, cuchilladas y vertiendo sus sesos sobre la cama. Y la crueldad de las sentencias judiciales en aquel tiempo, obliga a pensar sobre la relación de la teoría de la pena y el dolor en la Edad Media y la Antigüedad, pero también invita a pensar sobre el tipo de temores y de angustia que genera el dolor.

A los autores materiales les destrozaron las carnes con un hierro ardiente hasta la muerte. Los cómplices fueron ahorcados. En esto, opina Rodríguez que la intención de ejemplaridad de estas penas de ejecución pública se convertían en espectáculo, al modo generalizado en Europa. Pero la gente acudía a mirar como “cosa que non aviene cada día”, como relata la Crónica de Don Álvaro de Luna citada por Rodríguez. No era un espectáculo preparado para su contemplación, ni algo común, que por lo demás fue juzgado excesivo. Luego se puede cuestionar su justificación a modo de ejemplo para el escarmiento. Lo que aquí se debate es el valor evolutivo del dolor y el sufrimiento, en los diferentes acontecimientos que no se pueden tildar de decadentes sin más por el sólo hecho de resultar trágicos.

Y si bien, los predicadores daban modelos, ejemplos y técnicas para mitigar el dolor en especial ante la pérdida de familiares, en la literatura medieval se aprecian elementos de indiferencia ante el dolor del otro. Cabe entonces suponer una distancia entre la prédica y la práctica, y entre la ficción y la realidad, en tanto el ejemplo moral no se adecua al comportamiento cruel del individuo a diario. En especial, los discursos teológicos, filosóficos y jurídicos, permanecen ajenos a las prácticas injuriosas de la vida cotidiana, aunque influyan, indiscutiblemente, la mentalidad de la época.

Agrupando los mismos factores, que tanto se suelen valorar en relación con el dolor, da Guglielmi no ofrece un concepto del dolor sino de la marginalidad. Se debate pues ante el dolor medieval una cuestión de dignidad. El poeta cortesano zahirió con coplas no tanto para ridiculizar a la nobleza, sino para vincular al pueblo a través de la palabra (3). Igual sucedería frente al sufrimiento y a la muerte. Y viceversa, cabría pensar que ante la fragilidad de la cultura medieval, en manos de unos pocos, la violencia no constituyera una causa de sufrimiento, sino que el dolor y la injusticia alimentara la violencia del noble, como luego incitara las revueltas populares. De todo esto, las tres novelas a analizar aquí dan muestra de cómo el dolor se convierte en un móvil para justificar actos violentos y justicieros contra el otro, o incluso para agredirse a sí y culpabilizarse bajo un sentimiento de malestar, cuando no se ha cometido ninguna falta. La amargura del cronista sorprendido de ver como se matan vengativamente entre familiares de la nobleza, ante la ineficiencia de los mecanismos de justicia, será la misma que la del populacho que se rebela, ya no frente a la crueldad de la guerra y la enfermedad, sino contrala situación económica opresora. El adinerado se convertirá en el chivo expiatorio de un sentimiento de ansiedad y angustia milenario (4).

En algunos pasajes de la novela de Chretien de Troyes, Erec y Enid; en la novela de Jean D’Arras, Melusina, y en la crónica sobre Raúl de Cambrai, entre otros textos de literatura medieval, se canta a la angustia del individuo que nada puede hacer para remediar un sufrimiento injusto, sin sentido y azaroso. Aquí, la palabra no cumple una función de mediación, y en cambio se puede afirmar que la palabra provoca mayor sufrimiento en el que valora los acontecimientos a partir de lo que se dice de ellos. En la Edad Media, y tal vez antes, el valor de la acción depende de lo que se predica de ella. La palabra y la descripción de los hechos, suplanta el sentimiento respecto de la acción, lo que vale para el actuar que conlleva dolor, placer o ambos. Más que un motivo de prédica, los discursos acentúan o disminuyen la intensidad del sufrimiento.



CRUELDAD; CÓLERA MORAL Y JUSTICIERA
DOLOR CRUEL EN “EREC Y ENID” DE CHRETIEN DE TROYES

No hay que adelantar mucho en Eric y Enid para encontrar una situación de maltrato a una mujer encubierta por la fantasía de lo grotesco, misterioso y absurdo, en el contexto de la aventura de la caza del venado blanco, en la que la reina Ginebra, Eric y una doncella se ven envueltos, una vez apartados un poco del camino:

“Pero muy poco llevaban allí cuando vieron a un caballero armado que venía montado en un destrero, el escudo al cuelo, empuñando la lanza. La reina lo vio a los lejos: a su lado, a la derecha, cabalgaba una doncella de buena apariencia; delante, sobre un gran rocín, venía un enano por el camino y llevaba en la mano un látigo con un nudo en la punta. La reina Ginebra quiso saber quién era al ver al caballero, bello y erguido. Mandó a su doncella que fuera rápidamente a hablarles: - “Doncella, dijo la reina, id y decidle a aquel caballero que venga y que traiga a su doncella consigo”. La doncella va apresuradamente, sin rodeos, hacia el caballero. El enano sale al encuentro con el látigo en la mano: - “doncella, ¡paraos!, dijo el enano que estaba lleno de felonía, ¿qué buscáis por aquí?; aquí delante nada tenéis que hacer”. – “Enano, respondió ella, déjame ir: quiero hablar con ese caballero, pues me ha enviado la reina”. El enano le cerraba el camino, pues era muy felón y de bajo origen. – “No tenéis nada que hacer, dijo él, volveos. No tenéis ningún derecho a hablar a tan buen caballero”. La doncella que se ha puesto delante y quiere pasar aunque sea a la fuerza, siente un gran desprecio por el enano, al que ve tan pequeño. Entonces el enano alza el látigo al ver que se acerca e intenta golpearle en la cara, pero ella se ha puesto delante al descubierto en la mano desnuda: le da tal golpe sobre el revés de la mano que le hace un verdugón. La doncella, ya que no puede hacer nada mejor, a su pesar, tiene que volverse; regresa llorando, de los ojos de descienden las lágrimas por la cara. La reina no sabe qué hacer cuando ve a su doncella herida, y lo siente mucho y se aflige: - “¡Ay! Erec, buen amigo – dice la reina- mucho me duele que mi doncella haya sido golpeada por ese enano; muy villano es el caballero que ha permitido que tal aborto golpeara a tan bella criatura…” (5).

A la doncella se la aparta a golpes por no tener derecho de acercarse a tan buen caballero y al enano se lo denomina “aborto”, dos situaciones de desprecio, una por diferencias sociales de nacimiento disculpadas por una nobleza moral, y otra por la naturaleza contrahecha del enano. También luego en la novela Eric es herido por el Enano en el cuello, y se abstiene de responder por sensatez, ya que iba desarmado. Y Eric manifiesta la facilidad con la que el otro caballero lo hubiera matado por orgullo si hubiera lastimado a su enano. Pero la afrenta no se deja en el olvido, y Eric sigue al caballero con la esperanza de que alguien le preste armas más adelante, (estructura similar a la del relato inicial de El cementerio peligroso). Luego en la corte, los caballeros están ávidos de mostrar, mediante los hechos de armas, que su amiga es la más bella de la sala. Así pues, más que la guerra, u otras categorías generales, se aprecia una disposición ávida y fácilmente propensa a la violencia, por lo demás moralizada y no sin cierta estética entre noble y macabra. Resulta impropio hablar aquí de fetichismo, pues el dolor todavía no es una mercancía en la venta de experiencias humanas, pero sí se aprecia una mezcla de salvajismo y veneración, más que por superstición, como manifestación de engreimiento, en contraste con la afectación del carácter noble representado por la reina. La disposición del caballero a vengar la afrenta, o defender por las armas la belleza de una doncella, lo que se podría leer según un ejemplo moral en orden a virtudes, no trasciende la pedantería explícita equiparable a la inmodestia del caballero que permite que el enano golpee a la doncella de la reina Ginebra. Y gracias a esta afrenta, Eric sigue al otro caballero hasta un castillo donde conoce la belleza de la hija del valvasor. Estas escenas de violencia se convierten así en pasajes para explicar que el personaje se conduzca hasta algún paraje donde le espera una aventura amorosa o la adquisición de un reino. Ya aquí, se premia a los buenos y se castiga a los malos, pero por caminos no muy claros, entreverados el bien y el mal.

En cierto modo, se tiene obligatoriamente que concebir un concepto especulativo del dolor, si se quiere evitar caer también en el error de forjar una filosofía práctica con ejemplos tomados de la literatura para una historia cultural del sufrimiento humano. Obviamente, la guerra causa empobrecimiento económico y la hija del valvasor va mal ataviada por este motivo, se dice en el relato, aunque es tan bella que no le faltan pretendientes condes, porque tuvieron que empeñar o vender tierras. Pero no resulta legítimo establecer una relación causal entre la guerra y el dolor porque la violencia entonces constituye un mecanismo más de supervivencia, manifestación de poder, adquisición de tierras por asedio y reconocimiento moral por la función de protección del terrateniente. Destaca aquí el orgullo de hacer justicia por las armas, esto es, la pelea como forma minúscula de la guerra y en la que la duración de la batalla se convierte en signo de vergüenza (6). Esto sólo puede concebirse en una sociedad altamente organizada de manera técnica, en el que la guerra, además de constituir la única posibilidad de vida del caballero, se torna casi que en una afición. Y en últimas, la lucha obedece a una cólera moral y justiciera, sumada a la violencia tomada por juego en el torneo y figurada en la literatura en tanto reflejo del feudalismo en torno a un príncipe, antes del dominio de los Capetos.



PALABRA Y DOLOR
Más adelante, Eric ama tanto a Enid que olvida los torneos, lo que causaba dolor y pena a la nobleza. Y para colmo, en definitiva, es Enid la afligida por las habladurías, al punto de maldecir la vida, como si se tratara de su error:

“Tan vituperado fue por todas las gentes, por caballeros y servidores, que Enid oyó decir que sus señor estaba hastiado de armas (recreant d’armes et de chevalerie): mucho había cambiado su vida. A ella le pesó esto, pero no se atrevió a manifestarlo, para que su señor no lo tomara a mal tan pronto como se lo dijera. Lo ocultó hasta una mañana en que estaban en el lecho después de haber tenido deleite: yacían abrazados boca con boca como los que mucho se aman.
El dormía y ella velaba. Se acordó de las palabras que decían de su señor la mayoría en el país. Cuando le vienen a la memoria no puede contener el llanto. Sintió tal dolor y tal pesadumbre, que le sucedió la desgracia de decir una palabra por la que luego se tendría por necia, aunque no pretendía mal alguno. Comenzó a mirar tanto a su señor de arriba a bajo, vio su cuerpo bello y el rostro claro, y lloró con tanta aflicción que al llorar, las lágrimas le caían sobre el pecho de Erec. -“Desdichada de mí, - dijo - ¡en mala hora nací! ¿qué he venido a buscar aquí de mi país? Bien me debería tragar la tierra, pues el mejor de todos los caballeros, el más valiente, y el más fiero que nunca hubo entre condes ni reyes, el más leal, el más cortés, ha abandonado toda caballería por mí. Bien cierto es que lo he deshonrado, por nada el mundo quisiera haberlo hecho”. Entonces le cie: “¡Amigo, en mala hora naciste!”. Y se calló y no dijo más. Y aquel que no dormía profundamente, oyó la voz mientras dormía. Sus palabras le despertaron y mucho se admiró al verla llorar tan hondamente. Luego le pregunta dice: - “Dime, dulce amiga, ¿por qué lloráis de tal manera? ¿Por qué tenéis tristeza o dolor? Lo sabré porque es mi voluntad. Decídmelo, mi dulce amiga, no os guardéis, ni me escondáis nada, ¿por qué habéis dicho que en la mala hora naci? Por mí lo decíais, no otro, he comprendido bien las palabras” (7).

Incluso, se articula aquí un juego de ocultar o decir el dolor, más que de compartir la intimidad, o la indagación por el estado del otro. El abandono del campo de batalla, “recroire”, por connotación expresiva, antes de pasar al terreno ético en la ociosidad, señala una disposición de Erec. Pero ese Erec recreant, no es negativo, sino solamente en contraposición a la actividad del caballero. Eric tiene que demostrar que todavía tiene valor. Pareciera que el valor tuviera que asegurarse en el tiempo mediante una serie continua de aventuras y pruebas esforzadas que resisten frente al dolor al modo de los trabajos de Hércules. En esto, se obedece más a una exigencia del relato y no a un cuestionamiento que efectivamente se le hiciera a un hombre en la vida. No es la recreantice un estado psicológico equiparable a la desidia o a la moderna angustia, sino mero recreo pasivo frente a la acción.

Por su parte, Enid pasa de su preocupación por lo que dicen, a la turbación por lo que ella dijo. Y para más problemas, Enid niega haber dicho algo, y Eric la acusa de mentir. Y luego confiesa que llora, porque ha descendido la fama de Eric, lo llaman cobarde y culpan de esto a Enid. Pero en últimas, Enid llora por lo que le afecta a ella:

“Vituperada soy, eso me pesa, y todos dicen que os he atado y apresado de tal modo, que perdéis vuestro mérito y os ocupáis de otra cosa. Ahora tenéis que tomar una decisión para que podáis apagar este vituperio y recuperar vuestra anterior fama, pues he oído que os criticaban mucho. Nunca me he atrevido a manifestároslo, pero muchas veces, cuando me acuerdo, lloro de angustia. Y tanta angustia he sentido ahora que he tenido poca precaución y os he dicho que en mala hora nacisteis” (8).

Pero también, por el contrario a lo que pudiera pensarse con ligereza, Enid sí soporta la tensión de su situación. Primero, soporta la imposición de su silencio en su condición de mujer extranjera que no se atreve a hablar a su marido, y luego por su ansiedad o dolor psicológico que la lleva incluso a herirse, como dice el refrán: “Muy agitada está ahora Enid. Se levanta muy triste y pensativa, y se debate y pregunta a sí misma por la locura que ha dicho: tanto se rasca la cabra que al final se hiere” (Tant grate chievre que mal gist)”(9). Se puede hablar aquí entonces de opresión. Y luego, Enid se lamenta de lo que dijo, por verse forzada al cambio de situación de la comodidad al destierro: “...A fe mía, desdichada, demasiado me amaba. Ahora me hace ir al destierro y no puedo tener mayor dolor, no veré a mi señor que me amaba tanto, que a nada tenía mayor cariño” (10). “Nada me faltaba, muy buena era mi suerte, pero mucho creció mi orgullo, pues dije tan gran ultraje. Gran pena me traerá mi orgullo y muy justo será que lo sufra: quien el mal no prueba, no sabe qué es el bien (Ne set qu’est biens qui mal n’essaie)” (11).

Nada le place, todo le enoja. Pero ante Erec disimula su tristeza y dolor. Y paradójicamente, los que hablaban de Erec se entristecen de su partida en busca de aventuras porque sí. Por otra parte, el juicio que emite Enid de sí surge de la expresión de un sentimiento moral de orgullo. El dolor de los demás pertenece a otra índole, más nostálgica por la suerte incierta del caballero:

“El rey no puede aguantar el llanto, cuando ve la marcha de su hijo. Y a su vez, las gentes también lloran. Damas y caballeros lloraban, gran duelo hacían por él. No hay uno solo que no se duela. Muchos se desmayan allí mismo. Llorando, le besan y abrazan y por poco no enferman de dolor. No creo que hiciesen mayor duelo, si herido de muerte lo viesen. Y él les dice como consuelo: - “Señores, ¿por qué lloráis tanto? No he sido apresado ni tullido. Con este dolor nada ganaréis. Si me voy, ya volverá cuando Dios quiera y yo pueda” (12).

Partir en busca de aventuras, para burla de Cervantes, refleja una mala conciencia ante el dolor o por lo menos una conciencia abstracta que no mira a la experiencia concreta. En El séptimo sello, el caballero es recibido por su esposa, luego de diez años, como si nada, al asumir su estereotipo, al modo que regresa Ulises de manera muy normal a su casa, pero no tienen tiempo de compartir debido a que la muerte se los lleva a todos a danzar. Erec, pretendido ejemplo de nobleza, impone a Enid avanzar y no dirigirle la palabra sin el menor gesto de delicadez para con ella (13). Los hechos se tornan entonces una lección para Enid, incluso luego de dar muestras de su fidelidad en las más diversas aventuras.

“Enid, que les estaba mirando, por poco no enloquece de dolor. Quien la vea hacer tan gran duelo, retorcer las manos, tirarse de los cabellos y caerle las lágrimas de los ojos, vería a leal dama, y muy cruel sería quien la viera y no se apiadara de ella” 14).

En esas, aún mal herido, Erec se muestra renuente a acepar la hospitalidad e insiste en seguir su camino, por su “necesidad de ir más lejos”. Esto, a su vez, es estimado por Keu como un hablar propio de la locura, en contra de lo que se efectúa por fuerza, una vez más, por sabiduría proverbial. “-“Gran locura decís, al rechazar venir conmigo. Espero que os arrepintáis, pues pienso que vendréis los dos, vos y vuestra mujer, del mismo modo que con gusto o a la fuerza va el cura al sínodo” (li prestes va au sang/ ou volantierre a enviz). Y en el desafío, porque Keu iba desarmado, Erec coloca la punta de la lanza detrás y la contera delante. Reticente a dejar el camino, tal como sostiene ante Galván, enviado por el rey para convencerle de reunirse con ellos (15), y ante su negativa, Galván le entretiene mientras levantan las tiendas del rey donde se encuentra Erec. En este punto de la obra, se aprecia que el autor entiende sobre el proceso de abstracción del dolor, esto es, que no ignora que se puede producir indiferencia ante el dolor por múltiple factores, entre ellos, por anteponer al pesar la alegría que produce el reencuentro con alguien:

“Entonces Galván se dirige hacia Enid y le pregunta qué hace, si está bien y en buen estado de salud. Ella le responde como bien enseñada. – “Señor, no tendría ningún mal ni dolor, sino temiera mucho por mi señor, pero me inquieta que no tenga ningún miembro sin heridas”. Galván responde: - “Mucho me pesa. Se nota en su rostro que está pálido y oscurecido, pero la alegría apaga el dolor, pues tal alegría tuve por él que no me acordé de ningún dolor…” (16).

Erec desafía cualquier resistencia, obcecado por lo que ha emprendido, en una actitud que, sólo cometiendo un anacronismo se podría tildar de masoquismo y sadismo, crueldad para consigo y con Enid, y calla hasta al rey: “Ya es suficiente. He emprendido esto y no me quedaré aquí de ningún modo” (17). Mientras, Enid habla del dolor como bien enseñada, cuando antes había hablado, supuestamente, de manera insensata. Aquí no se trata de la crueldad del dolor. No es el dolor en sí cruel, sino la crueldad consigo y con otros la que desata nuevas aflicciones. El dolor se persigue con una fidelidad en sí. Pero más que conformar signos, el dolor tiene ciertos tonos de voz, ciertos modos o gestos, pues Erec reconoce a lo lejos el dolor y la necesidad de auxilio en la voz de una doncella. En este tipo de expresiones se nota la conciencia que tiene el autor de tratar el tema del dolor desde una psicología de los peligros en el bosque:

“Han entrado en un bosque. No dejaron de cabalgar hasta la hora de prima. Caminaron tanto por el bosque que de lejos oyeron gritar a una doncella que necesitaba auxilio. Erec ha oído el grito. Cuando lo oyó, comprendió que la voz era de dolor y que tenía necesidad de socorro” (18).

Y tras libertar al amigo de la doncella que así gritaba de dos gigantes felones, en su regreso a donde había dejado a Enid, se alude a otro tipo de dolor para Erec, más que exhausto, el desmayo que linda con la muerte, aunque en un principio las ropas o la apariencia oculten en parte tal dolor:

“Así, mucho se apresura en regresar. Pero hacía tanto calor aquel día y las armas le pesaban tanto, que sus heridas se abrieron y se rompieron todas las vendas. Sus heridas no dejaron de sangrar hasta que llegó al lugar donde Enid le esperaba.
Esta le vio y tuvo gran alegría, pero no vio ni supo el dolor que le aquejaba, pues todo su cuerpo estaba bañado en sangre y el corazón le iba a fallar. Cuando estaba descendiendo una colina, cayó de golpe sobre el cuello del caballo. Al intentar enderezarse, vació la silla y los arzones y cayó desmayado como si estuviera muerto. Cuando Enid lo vio caído, comenzó un duelo muy grande. Mucho le pesa al verlo y corre hacia él sin ocultar su dolor. Grita muy alto y retuerce sus manos. No queda ropa sobre el pecho que no desgarre. Empieza a arrancarse los cabellos y a arañar su tierna cara. – “Ay Dios!, - exclama-. Buen dulce señor, ¿por qué me dejas vivir tanto? Muerte, apresúrate en matarme”. Con estas palabras se desmaya sobre el cuerpo. Al volver en sí, se vitupera: -“¡Ay! Doliente Enid, soy la homicida de mi señor. Lo he matado con mi locura. Aun estaría vivo mi señor si o, como ultrajante y loca, no hubiera dicho las palabras por las que mi señor se puso en marcha. El buen callar no perjudicó nunca a nadie, mis palabras han hecho daño muchas veces. No muchas ocasiones lo he comprobado y se me ha demostrado”” (19).

No se oculta el dolor de Enid, se la expone como doliente, pero se la culpabiliza desde una normatividad que atiende a la enunciación, a lo que se dice. Enid profirió una maldición, maldijo la vida y en esto, maldijo su actuar y el actuar de Erec. Para colmo, Enid habla a la muerte como a su referente en términos de velocidad, de una muerte que tarda, pero con una diligencia de la muerte que se descubre irresoluta y que en el fondo descubre un sentimiento de desprecio de sí. Algo que recoge con sutileza Bergman en su película, al hablar tranquilamente y sin afán el caballero con la muerte. La estética medieval, antes de la mediación religiosa permanece moralizada. El dolor conduce al sentimiento de desprecio de si:

““Pero qué he dicho, soy despreciable por haber pronunciado palabra por la que ha recibido la muerte mi señor, la mortal palabra envenenada que se me debe reprochar: reconozco y admito que nadie, sino yo, tiene la culpa; yo sola debo ser afrentada”. Entonces vuelve a caer a tierra, desmayada y cuando se incorpora, exclama más y más: - “¡Dios! ¿Qué voy a hacer? ¿Por qué vivo tanto tiempo? La muerte que tarda, ¿a qué espera para tomarme sin ninguna demora? Mucho me desprecia la muerte que no se digna en matarme; yo misma tomaré venganza de mi mala acción: así moriré a pesar de la muerte que no quiere ayudarme. Si no puedo morir deseándolo y de nada me vale lamentarme, la espada que mi señor lleva ceñida debe vengar su muerte, como es razonable; ya nunca más estaré en peligro, ni seré codiciada ni deseada” (20).

Muerte vinculada con el deseo y el desprecio que se dilata en la reflexión sobre el propio dolor, que se figura en la medida en que se discurre sobre la miserable condición, incluso al gozar de un status considerable:

“Ha desenvainado la espada, comienza a contemplarla; Dios lleno de misericordia, hizo que se entretuviera un poco. Mientras que recuerda su dolor y su desgracia, llega al galope un conde, con gran compañía de caballeros..” (21).

El conde le dice que tiene motivos para compadecerse de sí y no desmayar que con el tiempo Dios le dará alegría y que puede alcanzar gran valer, que por su belleza la tomará por esposa. Y ante el rechazo, el conde dice que se casará con ella aunque a ella le pese, tras enterrar apropiadamente a Erec. Mientras cabalgan Enid no deja de manifestar aflicción y se desmaya a cada rato.

También en una extraña aventura en un jardín, Erec se ve amenazado por pruebas a superar. “Erec se vuelve hacia Enid, que a su lado mostraba un gran dolor, aunque se mantenía callada, pues dolor que se expresa por la boca, de nada vale si al corazón no toca” (22). Pero el asunto de Enid y Erec se resuelve por los hechos, sin disculpas. El dolor causado a Enid no se cuestiona y sólo se plantea la cercanía del sentimiento doloroso con la idea de la muerte. Sin el sentimiento de dolor, la idea de la muerte permanece completamente abstracta, sin relación con ninguna experiencia. El sentimiento medieval hereda la relación del dolor con la idea de una segunda muerte que tarda y que aparta a la miseria: Anna sóror,/ut quid mori/ tándem moror?/ Cui dolori/ reservoir miseria? O ha minis aspera/ vite condition!/ Mortis dilatio/ mihi mors altera (23).


MORALIZACION ESTÉTICA DEL DOLOR
No obstante, en Erec y Enid, no se trata tan sólo de una valoración de los hechos de cara a valores abstractos como el bien, la belleza o la justicia, según los patrones filosóficos para la estética de la época, y hay más en juego, por ejemplo una psicología del dolor. Aunque aquí se mezcla el arte de lo necesario y el de lo placentero, se aprecia una tensión entre lo útil y lo deleitable. La especie de la belleza no se adecua en la trama de la novela a la utilidad. Esto no quiere decir que no se considere bella a la imagen del dolor conforme a una imitación ilusoria (24). Lo que gusta se concibe relacionado a un conjunto, y en especial, se reduce en la estética medieval el color a la luz espiritual, la proporción cuantitativa a la unidad del orden, y se concibe la armonía como referencia de lo múltiple a lo Uno. Pero esta metafísica simbolista en el que todo es imagen y semejanza de Dios y por el que se deberían contemplar las formas, abstrae el dolor y lo desvirtúa, altera su significado. Así como la belleza de la mujer, símbolo de ideales, incita la belleza inconmensurable, el dolor se convierte en elemento para demostrar valor moral. Cervantes tampoco se atreve a matar a su Quijote en una aventura. El dolor, incluso nacido de lo corporal, se concibe como símbolo de lo espiritual, no sin una dimensión alegórica:

“… es evidente que lo visible está emparentado con lo invisible. Este principio, que ya destacó el simbolismo, encuentra su confirmación en la propia experiencia. La Edad Media practica el socratismo a su manera. El “conócete a ti mismo” adquiere en unos una significación moral: “conoce tu grandeza y tu miseria” (San Bernardo), y en otras una significación estética de cariz neoplatónico: “Contempla, recogiéndote en ti mismo, tu belleza espiritual descubriendo así el reflejo de la belleza divina” (Orígenes). Aún hay otros que, como San Agustín y los Victorinos, encuentran una especie de introspección cartesiana. El “conócete a ti mismo” revela a Ricardo de San Víctor los fundamentos de todo simbolismo y de todo alegorismo. Dice: “Me siento a la vez impedido y movido. El movimiento que percibo con los ojos en el mundo visible es el cuerpo aparente de la realidad espiritual de la que tengo conciencia interna”. Generalizamos como Erígena: todo lo que es sensible tiene un sentido espiritual e incluso sobrenatural, “creatoris opera quaelibet visibilia ad hoc sunt creata… ut futurorum bonorum umbram generet” (Toda obra visible ha sido creada para esto.. para producir la apariencia de los bienes futuros”)” (25).

Esta aún más abstracta lógica del alegorismo, se presta para transformar el sentido del dolor. El dolor se concibe de otra manera a la usual. ¿En qué grado se moraliza entonces aquí el dolor? Sin duda resulta difícil determinar el grado de moralización de la idea que tenía la sociedad sobre el dolor, pero sí se vislumbra una diferencia entre el dolor de la literatura y el concepto de la teología y la filosofía medieval, incluido el parabolismo, sentido bíblico figurado de las palabras sobre escenas de dolor. No resulta claro que en la literatura medieval, incluso en la crónica, el dolor represente una escalera al cielo, y se le anteponen numerosos móviles. Pero al discurso sobre la bienaventuranza, independientemente de los modos para su alcance, se le presenta el dolor como dificultad para la explicación, aún bajo la perspectiva teológica tendiente a la unidad y que relaciona lo bello con lo formal y lo monstruoso con lo material:

“Pero hay que llegar aún más lejos. En la perspectiva del Todo inmenso y eterno, el propio dolor adquiere una sublime grandeza, bien porque provoque la belleza moral, infinitamente superior a la belleza física, bien porque, por contraste, intensifique los matices e intensidades del gozo, o bien porque se presente como una justa retribución de la malicia en un orden que parecería anarmónico si a la maldad sucediera la felicidad y a la virtud el sufrimiento infinito. Lo que es válido en relación al dolor físico lo es también en relación a la falta moral. Considerada en la trama del conjunto se presenta, a menudo, como ocasión para que prevalezcan los virtuosos y, a veces, para la conversión de los malvados. No debemos limitarnos a las impresiones inmediatas si la conciencia de lo bello supone el orden total y la actividad de la inteligencia. No debemos aislar aquello que no tiene un sentido último más que en un conjunto pensado y percibido por igual” (26).

Tal vez corresponde más contemporáneamente a John Steinbeck y T.H. White recrear la leyenda artúrica desde la simplicidad de los valores morales filosóficos llevados a la práctica. La moral del dolor en Chretrien de Troyes difiere de la ética filosófica o de la mera voluntad de relatar al modo de SirThomas Malory que cuenta como Arturo, luego de su coronación, devolvió tierras arrebatadas a señores, caballeros, damas y gentiles hombres, pero no dudó en masacrar a sus oponentes, en un mundo en el que se osa llamar maravilla a los hechos de armas, y el brillo de Escálibur hace retroceder en batalla(27). Todo esto sonará de ficción, pero refleja la intención de justificar el crudo sentimiento de fiereza que caracteriza la violencia ensañada del guerrero medieval en el horror de la batalla, a modo de estilización de la barbarie.


LA PROMESA

MELUSINA: PÉRDIDA Y RECRIMINACIÓN
En el contexto de la guerra de los cien años, con la historia de Melusina se pretendía legitimar el derecho del duque de Berry sobre la fortaleza de Lusignan. Y así como se mezclan los hechos con la fantasía, aquí se confunden las expresiones del dolor relacionadas con acontecimientos concretos, con un sufrimiento propio del incumplimiento de lo prometido en un ámbito maravilloso. Además, el poder se camufla con justificaciones que juegan con la ansiedad y el deseo tanto como con los temores de la época.

Jean D’Arras asegura escribir “de acuerdo con las crónicas verdaderas” que le dieron el duque de Berry y el conde de Salisbury. Elabora su trabajo con el rigor posible conforme a crónicas que cree verdaderas. Pero establecida la estimación de la verdad, apela al profeta David para afirmar que los juicios y designios de Dios son como un abismo sin orillas ni fondo, por lo que no resulta sabio intentar abarcarlos con la mente. De ahí que la mitología o demonología popular se circunscriba dentro de lo maravilloso para suscitar admiración y en últimas una disposición de temor para la gloria de Dios (28). Así disculpa Jean D’Arras el uso supersticioso de lo sobrenatural para explicar hechos y acciones. Lo maravilloso sirve de imagen moral para entender los inescrutables designios de Dios.

“Cualquier criatura de Dios razonable comprenderá, como dice Aristóteles al dividir las cosas del mundo, que hay cosas invisibles, que Dios se expresa a través del aspecto, la esencia y la naturaleza de estas cosas, tal como dice San Pablo en la Epístola a los Romanos: las cosas que Él ha hecho serán vistas y sabidas mediante las criaturas del mundo; así le ocurre a quien escucha la lectura de libros, o presta fe a los autores, o a quien cree a los ancianos o recorre tierras, provincias y reinos: encuentra tantas maravillas y tan nuevas – según apreciación general-, que el entendimiento humano se ve obligado a decir que los designios de Dios son inescrutables; y todo esto es tan maravilloso y tan variado en sus formas y maneras, está diseminado por tantos países que –salvo juicio mejor- creo que ningún hombre, a no ser Adán, llegó nunca a tener un conocimiento perfecto de las obras invisibles de Dios y, sin embargo, el hombre aprovecho día a día su ciencia para ver y oír cosas que jamás pensaría que fueran ciertas, y lo son” (29).

En el relato, convertido el dolor en una más de las criaturas bajo los designios inescrutables de Dios, y sus invisibles obras, de entrada se apela al escepticismo sobre la capacidad del entendimiento para otorgar realidad a la fantasía, pero a la vez, se apela a lo que se ha oído contar de los antepasados para dar por hecho que hadas, convertidas en mujeres, se casaron con hombres a los que les hicieron “jurar lo que ellas les pedían: unas que no las vieran nunca desnudas; otras, que no preguntaran por ellas el sábado; algunas que, si tenían hijos, el marido no las debía ver durante el parto” (30). Mientras los hombres cumplían la promesa, gozaban de prosperidad, pero una vez faltaban a ella, perdían a las mujeres y se les iba la felicidad poco a poco. La causa se relaciona con un pecado desconocido. “Dice el ya citado Gervacio que cree que esto se debe a algún pecado o a alguna falta secreta, que no le agrada a Dios y por eso los castiga con esas penas sin que nadie conozca el pecado, salvo Él mismo” (31).

Conforme a esto, Jean D’Arras relata la historia del rey Elinás y de la reina Presina, de cuya unión nacieron Melusina, Melior y Palestina. El dolor se suscita aquí por el incumplimiento de la promesa:

“El rey Elinás estaba ausente, pero sí estaba allí su hijo Matacás, que contempló a sus hermanas admirándose de lo hermosas que eran; después, fue a ver a su padre y le dijo: - Mi señora, la reina Presina, vuestra mujer, os ha dado las tres niñas más bellas que sean visto jamás; señor, venid a verlas. El rey Elinas, que no se acordaba de la promesa que hizo a Presina le contestó que así lo haría. Despreocupado, entró en la habitación en la que estaba su mujer bañando a las tres niñas, y al verlas se puso muy contento y dijo: - ¡Dios bendiga a la madre y a las hijas! – Falso rey, has faltado a la promesa – le dijo Presina encolerizada al oírlo-, seráscastigado por ello: me has perdido para siempre, anque sé que ha sido culpa de u hijo Matacás; me iré de inmediato, pero me vengaré de él o de sus descendientes, mediante mi hermana y compañera, la Dama de la Isla Perdida. Después de decir esto, tomó a sus tres hijas y desapareció, sin que la hayan vuelto a ver en aquella tierra”(32).

Se agrega que el rey lloró tanto la pérdida de su esposa que sus súbditos comenzaron a decir que estaba loco, por lo que se entregó el gobierno de Albión a Matacás. Pero los suspiros amargos del rey no importan tanto como la absurdidad del castigo ante la insignificancia del suceso, aunque se pueda colegir que para la reina era de trascendental importancia conservar el secreto de su condición de hada que al desconocerla el rey, no podía medir las consecuencias de incumplir a la promesa. Este incumplimiento es juzgado de “falsedad”. Así, el cumplimiento o incumplimiento de una promesa se toma por signo de falsedad o de veracidad, respectivamente (33). Y tras haber escuchado de su madre lo sucedido, Melusina se venga, y con la ayuda de sus hermanas, encierra al rey en una montaña, acción por la cual Melusina es castigada. Se establece así una serie de castigos, una especie de repetición de malas acciones por las que las personas en castigo se convierten en seres mágicos, perdiendo su condición humana.

“-¡Ay! – exclama Presina, que se lo imaginaba-, malas y perversas, crueles y duras de corazón, habéis hecho mal al castigar así al que os engendró, pues era mi único alivio en este mundo mortal; vosotras me lo habéis quitado. Os daré la recompensa que os merecéis. Melusina, tú eres la mayor y deberías tener más entendimiento; por tu culpa le habéis dado esta dura cárcel a vuestro padre y por eso serás la primera castigada; el poder de la semilla de Elinás os habría devuelto a su condición humana, y a partir de ahora, Melusina, te convertirás todos los sábados en serpiente del ombligo para abajo; si encuentras a un hombre que te quiera tomar por esposa, debe prometerte que no te verá ningún sábado, y si te descubre, que no lo revelará a nadie: así vivirás normalmente, como cualquier mujer, y morirás de forma normal. Sea como sea, de ti descenderá un noble linaje, que realizará grandes proezas. Pero si eres abandonada por tu marido, volverás al tormento de antes hasta que llegue el día del Juicio Final; aparecerás tres días antes de que cambie de señor la fortaleza que construyas y que llevará tu nombre, y también se te verá cuando algún descendiente de tu estirpe vaya a morir”(34).

Este pecado de ira y crueldad, contrasta con la muerte azarosa del Conde de Poitiers a manos de su sobrino, hecho que había visto de antemano en el curso de las estrellas, por conocer la ciencia de los astros, escena traída a cuento para ilustrar ¿cómo podría resultar inteligible a la sabiduría humana que se puede obtener honor y provecho actuando mal? Para el rey, esto es así por decisión de los ocultos designios divinos (35). El rey lee en las estrellas que el súbdito que mate en ese momento a su señor tendrá riquezas y una descendencia noble y sería poderoso. Y efectivamente así parece ocurrir, pues Remodín mata al conde de Poitiers, su tío y señor, por accidente, cuando la pica dirigida al jabalí en la cacería resbala y atraviesa al conde por el ombligo. En escarmiento, Remodín huye para controvertir la premonición que le otorgaría riqueza, para irse y emprender una aventura que lo conducirá a la fuente donde conocerá a Melusina, quien paradójicamente lo colmará de riquezas. Aquí no hay ningún tipo de autoconciencia que conduzca las acciones, sino un sentimiento de expiación necesario para conducir la acción moral del caballero, determinada por el dolor:

“-¡Ay, Falsa Fortuna, cómo eres tan perversa que me has hecho matar al que amaba tanto, a quien me había hecho tanto bien? ¡Ay! Dulce Padre Todopoderoso, ¿en dónde podrá refugiarse este desdichado pecador? Ciertamente, todos los que oigan contar esta desgracia me condenarán, con motivo, a morir de vergonzosa muerte y mediante duro tormento, pues peor traición no fue cometida nunca por un pecador. Tierra, ¿por qué no te abres? Trágame y ponme junto al más oscuro y odioso de los ángeles, el que antaño fue el más hermoso de todos, pues le he servido bien. Durante mucho rato hizo estas lamentaciones y, después, se dirigió a sí mismo: - Mi señor, que aquí yace muerto, me dijo, si ocurría tal cosa, que o sería el más honrado de mi linaje, pero veo lo contrario, pues seré el más desdichado y el más deshonrado, y es justo que así sea. Sin embargo, ya que no puede ser de otra forma, me iré de esta región en busca de la aventura allí donde pueda expiara mi pecado, si Dios quiere. Entonces se acercó a su señor, lo besó llorando y con e corazón tan entristecido que no diría una palabra por todo el oro del mundo; toma el cuerno de caza y se lo coloca sobre el pecho; después monta y se aleja a través del bosque, sin saber adónde ir. Llevaba tal dolor que sería imposible contar la décima parte. Dice la historia que cuando Remodín dejó a su señor muerto en el bosque, junto al fuego y al lado del jabalí, cabalgó por el tupido bosque con un dolor digno de admiración; cabalgó hasta que le envolvió la noche, y era medianoche” (36).

En esta aparte se dice que Remodín enmudece a causa del dolor, pero también que el dolor de Remodín no es sujeto de relato, que no se puede hablar de su dolor, menos cuantitativamente (37). No obstante, el dolor se convierte en signo de admiración y los gestos del dolor públicos, que tienen un límite en el decoro, contrastan con el encuentro de consuelo en otro acontecimiento, en este caso, que Remodín conocerá a Melusina. En este pasaje se advierte la prescripción normativa de no tratar del dolor por extenso. Jean D’Arras sigue una estética del dolor que lo conceptualiza y tematiza, dentro de límites estilísticos. También Chretien tematizaba el dolor en páginas específicas, para luego dar paso a la narración de las aventuras. El dolor aquí constituye un acontecimiento más, no subyugado al tratamiento filosófico o psicológico. Remodín, según Jean D’Arras, hubiera sentido un instinto de muerte, por su culpa, de no haber conocido a Melusina y haber seguido sus consejos (38), pues todos piensan que el Conde murió a manos del Jabalí, al que las gentes de bien sacrifican. No obstante, en particular, Remodín no acepta, escrupuloso, los bienes del difunto y parte aunque oculte haberle quitado la vida accidentalmente. También se aprecia una relación entre el dolor sentido y el sentimiento de amor o afecto que se tenga a la persona perdida (39).

La historia cuenta las circunstancias maravillosas que rodearon el matrimonio de Remodín con Melusina, como esta construyó la fortaleza rápidamente y luego continúa el relato con las diversas aventuras de los hijos. Entre estas, Urién y Guyón se hacen a la mar y ayudan al rey de Chipre a liberarse del sultán de Damasco, en lo que colaboran sin pedir más recompensa que ser “nombrados” caballeros. Y en esas, las heridas del rey, a causa de la batalla, se revientan, y el rey envía por su hija cuya aflicción por saber del estado del rey se mezcla con su naciente amor por Urién, sumida en la turbación. Estupefacta Herminia, se rompe a llorar, pero el rey ofrece un discurso sobre la inconveniencia de las lágrimas. En la escena, la compasión corresponde a terceros que contemplan la aflicción de Herminia, pero este sentimiento va acompañado del de la pena ante los que lloran. En cierto sentido, abandonarse a la aflicción por lo inevitable, reflejaría falta de control y sin razón, pudor racional ante sentimientos e instintos que prefigura la modernidad:

“Ella se sienta a su lado llorando, y todos los que estaban allí comenzaron a llorar, compadeciéndose del dolor que veían en la doncella. Entonces el rey, apesadumbrado por el dolor de su hija, comenzó a hablar con ternura: - Hija mía, dejad ese llanto y deponed vuestro dolor, pues en lo inevitable es locura abandonarse a la aflicción, aunque es natural que las criaturas sufran al perder a sus amigos o parientes; pero, si Dios quiere, os haré un regalo con el que os tendréis por contenta, igual que los nobles de mi reino. La doncella empieza a llorar más que antes, y todos los presentes tenían tal dolor que daba pena verlos. Los mismos Urién y Guyón se afligieron mucho. – No – dijo el rey, no hace falta que se muestre todo ese dolor; os ordeno que dejéis de lamentaros, si queréis que permanezca aún con vida entre vosotros un poco más de tiempo, pues vuestro dolor me oprime más el corazón que la angustia de la herida que tengo” (41).

El dolor sin lamento, diferente del ansia causada por la herida física y su “natural” dolor, no requiere quejas o deploro alguno. El rey ruega a Urien que se case con su hija y reciba su reino. Así, el rey ofrece una especie de compensación por su muerte, en la que nombra rey al valeroso Urien. Entrega a sus súbditos un nuevo rey a modo de regalo, y entre tanto, el rey actúa para disimular su dolor. Una vez más, sin gestos que lo evidencien, el dolor se oculta con facilidad a los demás: “El rey estaba muy alegre, pero en realidad mostraba mejor aspecto del que tenía su corazón, pues sufría gran dolor porque el veneno que había en la herida le estaba quemando todo el cuerpo, aunque para alegrar a los nobles hacia como si no sintiera daño” (42).

La boda se celebra y la muerte del rey fue plácida, mientras Jean d’Arras repite su fórmula para describir el dolor que sintió Herminia, lo que sugiere un ámbito social del discurso sobre la aflicción, a pesar del retiro a la intimidad de la habitación(43). A su vez, Guyón fue coronado rey de Armenia y se casó con Florida. Mientras Melusina fundaba Nuestra Señora de Lusignan y numerosas abadías. Luego, se dedican bastantes páginas a relatar las aventuras de Antonio y de Reinaldo que como todos los hermanos tenían singulares defectos físicos y se juzga una pena que los tengan sólo en razón de su nobleza (44). En esas aventuras, la descripción de las batallas resulta demasiado general y se centra en los personajes principales, para aludir a los gritos de dolor como parte del ensordecedor “ruido” de la guerra:

“Se reagruparon en torno y se dispusieron a hacer una nueva embestida contra los pictavinos. Allí hubo muchos muertos con gran dolor. La mañana era bella y clara, y el sol brillaba sobre los yelmos y hacía resplandecer el oro, la plata y el azur, y los colores de las banderas y pendones. Los caballos relinchaban, muchos iban por el campo sin dueño arrastrando las riendas. El ruido era ensordecedor por los gritos de los derribados y de los heridos, y por el sonido de las trompetas” (45).

Y también la condesa Cristina de Luxemburgo se culpabiliza de la mortandad de la guerra, como si fuese su error, y considera pecado no haber asentido a casarse con el rey de Alsacia, motivo por el que comenzó la lucha.

“Entonces, va la doncella a la ventana, contempla el encarnizado combate y dice: - Dios verdadero, ¿por qué este dolor? Mejor hubiera sido que me hubiera ahogado o que hubiera muerto de forma cruel, o que hubiese nacido muera antes de que tantas nobles criaturas perecieran y murieran por mi pecado. La doncella se afligió mucho en su corazón por las grandes calamidades que se sucedían en la lucha”.

Pero, ¿por qué una vez más la mujer se culpabiliza sin tener culpa alguna, pues en ese caso fue el Rey de Alsacia el que quiso tomar a Cristian por la fuerza y desató la guerra? Por qué se reconoce Cristina como causante de una guerra y considera su negativa a casarse con el Rey de Alsacia como pecado? Tal vez, se trate de una mala conciencia del dolor en la que este se percibe culturalmente pecaminoso, signo de una presunta falta, algo característico de todos los tiempos, pues hay una tendencia a relacionar el sufrimiento con una falta, así como el dolor se produce por una herida a causa de una acción concreta. Así, conforme a esto, las acciones valerosas de los caballeros se toman siempre como venganzas o derechos ante injurias, término que alude directamente al daño físico y no tanto, como significa ahora, a una ofensa de palabra. Se respeta aquí todavía el combate cuerpo a cuerpo, pero el resultado se suele remitir a la voluntad o justicia divinas. En este contexto, e independientemente de esta creencia, el sufrimiento se inflige como escarmiento. Así piensa Jofré combatir con un gigante que atemoriza al reino:

“-Le traigo – dijo Jofré – la recompensa que se merece por el ultraje que causa a la gente de mi padre; se la entregaré con la punta del hierro de mi lanza; mientras yo viva no obtendrá otra recompensa y morirá entre sufrimientos”.

El dolor de Remodín es de otro talante. En los casos anteriores, la tristeza tenía relación con la pérdida por la muerte. Aquí, con el elemento de la ficción, lo que se pueda colegir de lo narrado parece más una lección moral a modo de moraleja.

“Ahora empieza una parte de la dolorosa tristeza de Remodín, pues su hermano no pudo dejar de preguntarle: - Hermano mío, ¿dónde está mi hermana? Haced que venga, pues tengo grandes deseos de verla. – Buen hermano – contestó Remodín, hoy tiene un asunto importante y no podéis verla, pero mañana la veréis y tendrá mucho gusto en veros. Cuando el conde de Forez oyó esta respuesta no se calló y dijo: - Vos sois mi hermano y no debo esconderos vuestra deshonra. Por todo el pueblo corre la voz de que vuestra mujer os afrenta y que los sábados fornica con otro, y que vos – que estáis deslumbrado por ella – no os atrevéis a buscar ni a indagar a dónde va. Otros mantienen que se trata de un espíritu encantado y que el sábado cumple penitencia. Yo no sé a quién creer, pero, ya que sois mi hermano, no os debo ocultar vuestra deshonra, ni debo tolerarla, y por eso he venido a decíroslo” (47).

A diferencia de la mitología romana o griega, lo fantástico se relaciona en la literatura medieval con una culpabilidad por algún pecado cometido, pero este pecado no se figura sin una experiencia de dolor. Lo atrevido de este relato se aprecia al relacionar lo fantástico y pecaminoso con la pretendida historia de reinados a lo largo de anchos territorios. Remodín no cumple la promesa y ve a Melusina peinándose en la cuba, con forma de mujer hasta el ombligo y de serpiente en lo restante. Remodín comete así perjurio contra Melusina, pero descubre que los rumores no mentían. Pero su pena, de carácter moral, no la siente de manera clara y se encuentra confundido entre el pesar por haber incumplido a su palabra y por su descubrimiento, es decir, por saberse engañado. Remodín culpabiliza a su hermano, pero una vez más, este no ha procedido mal, pues no ha mentido y sólo ha transmitido lo que la gente murmuraba. A lo sumo, erró su hermano al hacer dudar a Remodín, pero se le reprochan sus palabras. Remodín maldice a su hermano al desearle tormentos:

“Cuando Remodín la vio se afligió mucho y dijo: - Amor mío, os he traicionado por culpa de mi hermano y he cometido perjurio contra vos. Entonces sintió tanta pena en su corazón y tal tristeza que no se podría soportar mayor. Corrió a su habitación, tomó la cera de una carta vieja que encontró y volvió a tapar el agujero; luego regresó a la sala donde estaba su hermano, que al verlo se dio cuenta de que estaba enfadado y pensó que había encontrado a su mujer en algo malo. – Hermano mío – le dijo a Remodín -, estaba seguro. ¿Habéis dado con lo que yo os decía? – Vete de aquí – le grita éste-, falso traidor; vos, con vuestro mal consejo, me habéis hecho cometer perjurio contra la mejor y la más leal dama que nunca nació después de la Virgen. Vos me habéis raído todo el dolor y os habéis llevado toda mi alegría. Por Dios, si hiciera caso a mi corazón os mataría de mala suerte, pero la razón me lo prohíbe porque sois mi hermano. Marchaos, alejaos de mi vista; que todos los ministros del infierno os acompañen y os martiricen con todos los martirios infernales” (48).

Pero a este reproche de Remodín a su hermano le sigue un discurso contra la fortuna y de nuevo un sentimiento de disposición a asumir el castigo por la falta, a raíz del dolor sentido por el temor a perder todo lo que Melusina representaba en su vida y que comparaba a la figura de la Virgen María:

“-¡Ay!, Melusina – decía Remodín-, dama de la que todo el mundo hablaba bien; ahora que yo os he perdido ara siempre, me he quedado sin alegría, he perdido vuestra belleza, vuestra bondad, vuestra dulzura, vuestra amistad, vuestro juicio, vuestra cortesía, vuestra caridad, vuestra humildad, todo mi gozo, todo mi consuelo, toda mi esperanza, toda mi suerte, mi bien, mi mérito, mi valentía, pues el poco honor que Dios me había dado lo recibía a través de vos, dulce amor. He obrado como un miserable. Deslumbrante Fortuna, dura, agria y amarga, me has precipitado de lo alto de tu rueda a lo más bajo, al más cenagoso lugar, fuera de tu casa, donde Júpiter abreva a los míseros, a los cautivos, a los apenados y desgraciados; sed maldita de Dios; por tu culpa falté gravemente a mi querido Señor; ahora quieres que expíe aquella falta. Pobre de mí, tú me habías dado gran prestigio gracias al buen juicio y a valor de la mejor de las mejores, de la más ella entre las bellas, la más sensata entre las sensatas; ahora tengo que perderla por ti, falsa y miserable, traidora y envidiosa. Está loco quien se fía de ti; ahora odias, ahora amas, ahora penas, ruego destruyes; no hay en ti ni seguridad ni estabilidad, como veleta al viento. Pobre de mí, dulce amiga mía, yo soy el falso y cruel áspid y vos el precioso unicornio. Os he traicionado con mi mal veneno. Vos me curasteis mi primer daño; ahora os lo agradezco de mala forma, faltando a vuestra confianza. Si os he perdido por esta razón me iré lejos de aquí y nadie volverá a tener noticias mías” (49).

No se defiende aquí un sentido alquímico de la vida, y por el contrario, se desconfía muy cristianamente de la fortuna. Por el contrario, asombra la crudeza de los sentimientos de Remodín hacia su hermano: “Tal como oís, se lamentaba Remodín, golpeándose y debatiéndose de tal modo que no habría en el mundo corazón tan duro que al verlo oírlo no sintiera lástima de él, que además se arrepiente de no haberle quitado la vida a su hermano” (50).

Pero, aunque Melusina sabía que Remodín la había visto, lo disimula porque Remodín no se lo había descubierto a nadie. Entre tanto, sorprendentemente Jofré quemó la abadía de Maillezais, al abad y a los monjes, de pura rabia al enterarse que Fromonte, su hermano, se había hecho monje. En adelante, el tono de la novela cambia y destaca el diálogo dramático entre Remodín y Melusina, pues Remodín la culpa de la desgracia, por sus encantamientos. Son las palabras las que aquí causan dolor (51). El factor temporal en el sentimiento de la aflicción es asimétrico según el que esté en poder de la palabra: Melusina demora en recuperarse de las palabras de Remodín, mientras Remodín se calma rápidamente tras arrepentirse de sus palabras (52).

Por el contrario, para Melusina, si Remodín no hubiera faltado a su promesa ella permanecería exenta de pena y hubiera vivido una vida normal. Ella se limita a lamentarse por tener que penar y sufrir hasta el día del juicio final y le ruega a Dios que perdone a Remodín. Melusina se despide de Remodín con ternura y dice que siente en el corazón mil veces más dolor por la separación, y que tiene que ser así por voluntad de Dios, entendido como “Aquel que lo puede hacer y destruir todo”. Así, salta por la ventana -modelo del suicidio-, como si tuviera alas y vuela hacia Lusignan convertida en serpiente. El lamento por la pérdida de bienes y personas se figura aquí con forma de serpiente y voz de mujer. La idea de la falta, producida por el sentimiento del dolor, toma forma por el incumplimiento de una promesa, es decir, que se disculpa por un pretendido uso inapropiado de la palabra. Se remiten los hechos al ámbito del lenguaje.



RAÚL DE CAMBRAI (Cantar de gesta)

La Maldición

El cantar de gesta, Raúl de Cambrai, tiene un tono muy distinto. No narra principalmente enfrentamientos entre caballeros que intentan demostrar su valor, sino masacres brutales de parte de caballeros que asedian pueblos, o se matan entre sí, en batallas de a miles. Por lo que no se entiende de dónde se deriva la alegría del cantar que declara al inicio el cronista en lugar de la cólera, a no ser por justificar mediante la violencia la posesión final de las tierras parte de los hijos de Bernier.

“¡Oíd un cantar de alegría y regocijo! Todos vosotros habéis oído hablar de grandes barones muy valerosos. Otros juglares os han cantado nuevos cantares, pero se han dejado la flor, el de Raúl que poseyó el feudo de Cambrai, por su valentía fue llamado Tallaferro. Tuvo un hijo que fue un excelente guerrero, se llamaba Raúl y tenía gran fuerza. Con los hijos de Herbert mantuvo duras luchas pero Bernier le mató después con dolor”(53).

El énfasis en haber matado Bernier a Raúl con dolor, obedece a un ambiente conmovedor que cumple la función de generar efectos emotivos en el lector. “Raúl vivió hasta que tuvo el cabello cano y, cuando a Dios plugo, abandonó este mundo. La gentil dama Aalís, la del rostro resplandeciente, tal duelo hizo como jamás se ha oído otro igual” (54). Los hechos remiten a una injusticia: A la muerte de Raúl padre, el rey entrega la herencia a Giboin, ultraje del que se derivaría su muerte y dolor. Todo comienza pues por una cuestión de posesión de tierras (55). En esto, Guerri el rojo no teme enfrentar al rey:

“Noble emperador, no os lo voy a ocultar: si alguna vez me lo encuentro (refiriéndose a Giboin) en el Cambreis, puede estar seguro de que perderá la cabeza. Y vos, rey insensato, merecéis que os insulten: el niño es vuestro sobrino, no debisteis decidir esto ni entregar sus grandes posesiones a otros” (56).

Guerri el Rojo, se siente comprometido con la memoria de Raúl padre, y se promete defender a su sobrino por el ejemplo de Jesucristo, por el que el hombre se valoraría en el Medioevo en términos del dolor soportado (57). Y desde el principio, Guerri injuria, al darle noticias a Aalís: “Señora -respondió-, no os quiero mentir: el rey hace que os arrebaten vuestra heredad para Giboin, que Dios maldiga”. Así, la relación de los acontecimientos con decir la verdad y la injuria se establece siempre a lo largo del texto. Por ejemplo, Guerri, que al pasar los años aboga frustradamente por los intereses de Raúl ante el rey, maldice a Raúl para instigar la reclamación:

“Salió rápidamente de la habitación y de mal talante llegó al viejo palacio. Raúl de Cambrai juega al ajedrez como hombre que no espera ningún mal. Le ve Guerri, le coge por el brazo, le rompe y desgarra su pelliza: -“¡Hijo de puta! – le llamó, y mintió-. ¡Malvado poltrón! ¿Por qué juegas? En verdad te digo que no tienes tantas tierras como para que en ellas pueda criarse un rocín”” (58).

Entonces, Raúl reclama sus tierras al rey y este le promete las tierras del siguiente conde que muera, ante lo que “Cuarenta rehenes empeñaron su palabra y luego lo lamentaron amargamente”(59). Todo esto se enmarca en una moral de la desmesura, al modo griego. Las batallas y sufrimientos se desatan por haber faltado el rey a su palabra, en tanto el derecho de la tierra lo tenía Raúl, por lo que, como recalca el texto, la equivocación la había cometido el rey de San Denís (60). Entre tanto, muere Herbert y al reclamar sus tierras Raúl ante el rey, vuelve a ser ultrajado porque el rey no le entrega las tierras, y Raúl no sabe qué hacer. Ya aquí se manifiesta una insuficiencia del juramento para el derecho (61). Por su parte, ante los reclamos de los rehenes que habían empeñado su palabra y a los que también Raúl les exigió respaldo a lo prometido, el rey maneja sus intereses con un dolor distinto del que causa:

““Dios mío –dijo el rey, voy a ponerme furioso viendo que, a causa de un solo hombre, voy a perder el homenaje de cuatro. Pero, por Aquel que hizo hablar a la estatua, creo que este don le revertirá en ultraje. Si no podemos llegar a un acuerdo muchos nobles sufrirán por ello. Habló el rey con el corazón lleno de dolor: - “Gentil sobrino Raúl -dijo-, acércate. En razón de aquella promesa os doy ahora el guante, pero ni yo ni mis hombres te defenderemos. Contestó Raúl: - “No quiero otra cosa”. Le oyó Benier, se puso de pie; ahora hablará en lata voz, ante testigos: -“Los hijos de Herbert son valerosos caballeros, ricos en haberes, tienen tantos amigos, que por vos no perderán ni un besante”. La mayoría de los franceses hablan en el palacio; se dicen unos a oros, pequeños y grandes: -“El joven Raúl no tiene el juicio de un niño, tiene mucha razón al reivindicar el feudo de su padre. El rey provocará una guerra tan grande que muchas mujeres tendrán dolor en su corazón a causa de ella” (62).

Así pues, se alude al sufrimiento de los nobles, pero más adelante se narran los hechos de armas en los que estos nobles arrasan con los burgueses. De otra parte, la madre de Raúl le dice que renuncie a las tierras que el Rey le envía a disputar con los hijos del conde Herbert, pues este fue amigo del padre de Raúl. Para ella, esta donación se traduce a condenar a Raúl a morir en breve:

“-“Gentil hijo Raúl –dijo la hermosa Aalís-, te crié con la leche de mis pechos. ¿Por qué me causas este dolor en el corazón? El que te dio Péronne y Péronnele y Ham y Roye y la ciudad de Nesle, te condenó a morir en breve, gentil hijo. Quien contra tal gente quiera luchar, deberá poseer muy buen arnés y silla de montar y gran séquito. Por lo que a mí respecta, sé que preferiría ser sierva o monja cubierta de velo, en una capilla. Todas mis tierras serán incendiadas”. Raúl tenía la mejilla apoyada en la mano, jura por Dios que nació de la Virgen, que no abandonaría las tierras otorgadas ni por todo el oro de Tudela; antes de entregarlas se sacarán entrañas y de muchas cabezas se esparcirá el cerebro” (63).

Destaca aquí el registro de las entrañas y el cerebro y no la alusión a la salida del cuerpo del alma o semejantes. La madre de Raúl, en su capacidad de análisis entrevé que Benier será la pérdida de Raúl y al ignorar el dolor y la petición de su madre, desconsiderado, Aalís maldice a su propio hijo:

“Ahora que quieres ir a reclamar unas tierras de las que tus antepasados jamás tomaron una moneda; y ya que por mí no quieres renunciar a ello, que Dios, que todo tiene que juzgarlo, no permita que regreses ni sano ni salvo ni entero”. A causa de esta maldición le ocurrió una desgracia terrible que ahora oiréis: a Raúl le cortaron la cabeza” (64).

Haber proferido esa maldición entristece a Aalís (65), y la inminencia de la guerra le hace perder el sentido al contemplar a unos diez mil combatientes convocados por Raúl, lo que le hizo pensar en una cantidad similar en el bando contrario y estimar las fatales consecuencias (66). Raúl ignora este cálculo y Aalís enjuicia su orgullo, el mismo por el que Guerri el rojo estimaba a Raúl: ““Dios mío –dijo la dama-, esta chispa producirá un incendio y a causa de ello morirás porque tu corazón es demasiado orgulloso””(67).

Ante una violencia tan escueta no hay filosofía que valga ni legitimación de las acciones bélicas. Raúl desea destruir el lugar sólo porque los hijos de Herbert lo estiman y ordena disponer su lecho en el altar de la abadía de Origny (68). Este ánimo de destruir por solazarse en el dolor de su enemigo encuentra reparos en la superstición de los súbditos que se niegan a profanar las reliquias. Obedece a la superstición y no a un respeto religioso, porque más adelante no temen incendiar el burgo y asesinar a la población, incluidas las monjas. Aquí predomina el estereotipo de la segregación: “-“Piedad, gentil señor, por Dios redentor! No somos ni judíos ni bárbaros para ir profanando reliquias” (69). Así, se teme la profanación de terrenos sagrados y no el derramamiento de sangre entre familiares y cofrades:

“Asaltan el burgo y empiezan a lanzar dardos; y los del lugar se defienden como pueden. La gente de Raúl empieza a acercarse, cortan los árboles delante de la ciudad. Las monjas salen fuera de la abadía; las gentiles damas llevaban cada una su salterio y recitaban el oficio divino” (70). (…) Ven los burgueses que han destrozado la empalizada; tal hecho atemorizó incluso a los más atrevidos. Vuelven a las fortificaciones de las murallas; desde allí arrojan piedras y puntiagudos palos en gran cantidad consiguiendo matara muchos de los de Raúl. No hay un solo hombre en toda la ciudad que no haya acudido alas murallas para defenderla; por Dios juran que si se encuentran con Raúl éste lo pasará mal. Denodadamente se defienden los jóvenes y los viejos. Al verlo Raúl es presa de la ira: jura por Dios que si no logra vencer y colgarlos a todos nos se apreciará en lo que vale una paja. Con todas sus fuerzas empieza a gritar: - “¡Barones, prended fuego!”. Y así lo hicieron éstos enseguida que le oyeron, ya que habían acudido allí llevados por el ansia de botín”(71).

El móvil de la guerra no radica solo en la tierra asediada, sino también en el “ansia de botín”. A estas alturas, Raúl no teme jurar por Dios frente a actos tan deplorables:

“El conde Raúl, lleno de ira a causa de los burgueses que tanto le han provocado, juró por Dios y su misericordia que, ni por todas las riquezas del arzobispado de Reims, nada impedirá que todo arda en llamas antes de anochecer. Ordenó prender fuego y así lo hicieron los escuderos. Las salas ardieron y los suelos se hundieron; los toneles prendieron, las dovelas estallaron y los niños fueron pasto de llamas, ¡qué doloroso fue y qué mala acción cometió!” (72).

Se asedia pues para dar escarmiento, aunque palmariamente el castigo no tenga otro fin que asolar los terrenos para apropiárselos.


La guerra: asedio y desolación
La guerra no es una simple causa de sufrimiento. Obedece a una política del asedio por la que las fuerzas militares se establecen en un territorio y se asientan, tras arrasar con las personas y las cosas que no se amoldan a sus intereses. “Han entrado por la otra parte de Vermandois; se apoderan del botín; mucha gente fue desgraciada por ello. Queman las tierras y el fuego prende en las casas” (73). Y lo irreparable forja lo irremisible. La imagen de la quema de las monjas revierte crudeza.

“Empezaron a derrumbarse los tejados; entre dos muros se formó un gran fuego; se queman las monjas, en el enorme brasero que allí había; las cien ardieron con grandes sufrimientos, la hija del duque Renier. Se las puede oler a través del incendio; de pena lloraban los atrevidos caballeros. Cuando Bernier vio que la cosa se ponía mal, tuvo tal pena que creyó perder la razón. ¡Si le hubieras visto abrazarse a su escudo! Con la espada desenvainada se ha acercado al monasterio, allí vio las llamas que salían por las puertas; nadie podía acercarse al fuego ni a tiro de dardo. Bernier miró hacia un hermoso mármol; allí vio tendida a su madre, con su tierno rostro. Vio cómo ardía en su pecho el salterio. El joven dijo entonces: -“Voy a perder el juicio pues ya es tarde para ayudarla. ¡Ay, dulce madre, ayer todavía me besasteis! ¡Qué mal heredero habéis tenido de mí! No os puedo socorrer ni ayudar. ¡Dios, que debe juzgar al mundo, reciba vuestra alma! ¡Ah, Raúl, traidor, Dios te maldiga! No quiero continuar siendo tu vasallo. Si no puedo vengar esta afrenta, ¡no me apreciaré lo que vale un céntimo!” (74).

Bernier no acepta la reparación que le ofrece Raúl. Aquí se trata de una justicia que se hace valer a fuerza de yelmo, y que pretende disminuir al otro. Como símbolo de lo ocurrido, Raúl golpeó con un bastón de madera de manzano a Bernier. Acaso la violencia no se mida nunca. Y lo que comienza como un asunto de disputa de tierras, pronto se convierte en venganza por la muerte de familiares, honor que se traslada al terreno de las palabras cuando interviene Ybert:

“-“¡En mala hora empezó esta contienda, en mala hora tu madre Marsent fue quemada! El falso cobarde la traicionó con engaño. Antes de que la tierra sea entregada, habrá muchos escudos atravesados y muchas lorigas rotas y desmalladas. Que nadie me haga desdecirme de esto: le haré volverse atrás de sus palabras. Con gran injusticia ha invadido mi tierra, si no la defiendo con mi espada brillante es que no valgo ni lo que vale una manzana podrida” (75).

Benier desprecia el orgullo de Raúl, lo que a juicio de Bernier le hará perder en poco tiempo lo que había ganado con años de astucia. Y aunque Raúl había sido realmente grosero y rudo con él, el joven Bernier trata de lograr la paz y dice estar dispuesto a aceptar la reparación y a perdonar a Raúl. Pero un poco antes, Guerrí había aconsejado a Raúl dejar las tierras, pero Raúl no obedece por temor al ridículo, es decir, a los discursos, no a las acciones:

“-“Gentil sobrino –dijo Guerri-, debes enorgullecerte ya que cuatro condes quieren hacer la paz contigo. Hazlo, sobrino, te lo ruego por Dios: deja sus tierras, no tienes necesidad de tenerlas”. Al oírle Raúl, pensó que perdía el juicio; dirigiéndose a Guerri empieza a gritarle: -“¡Tomé el guante de esta tierra ante muchos caballeros y ahora me decís que tengo que abandonarla!, todo el mundo se reirá de mí por ello” (76).

Por tal razón, Bernier, el que decía tener el “corazón lleno de dolor” y que había pedido vida a Dios para darle su merecido a Raúl, pierde el tiempo al tratar de lograr sacrificar su orgullo, abandonar su venganza y perdonar, porque Guerri pronuncia el desafío, aunque Raúl estaba dispuesto a considerar el perdón, y a su vez, Benier desafía a Raúl. De las palabras pasan a los hechos y Bernier atraviesa el cuerpo de un caballero que se interpuso entre él y Raúl. Por consiguiente, infringir dolor no se detiene por malentendidos y orgullos políticos.

La paz y la humillación
En un ámbito de vengativos corazones afligidos (77), a Bernier, a pesar de haber sido educado a lado de Raúl como su sobrino, se le desprecia continuamente por su condición bastarda. Bernier acepta conformarse con una compensación, pero la discusión deriva en un desafío que concluye con la batalla de Origny y la muerte de Raúl a manos de Bernier. Luego sigue un nuevo combate entre Gautier y Benier que no tiene ganador, tras de lo cual las familias se reconcilian y se enfrentan al rey Luis. En estos capítulos hay mucho para analizar con respecto a la manea de realizar la guerra, pero para lo que aquí interesa, se observa con facilidad que los discursos sobre el dolor no carecen de ambigüedad en tanto, según las circunstancias, el dolor por la pérdida de personas amadas conduce al decaimiento del ánimo, desmayos y quejas, pero a la vez, infunde rabia para continuar el combate. El espectáculo de la guerra se entiende deplorable, pero en últimas predomina el sentimiento de la venganza. En este caso, la guerra no se detiene sino porque Bernier no soporta ya ver tantos hombres sacrificados y cede conforme a su buen carácter. Se podría incluso decir que Raúl no constituye el personaje principal del relato y que el único caballero que da ejemplo de un buen comportamiento moral es Bernier.

De una parte, abundan las manifestaciones de presunción ante el daño que se causa al enemigo. Incluso, el alarde ante el dolor provocado se dirige a generaciones siguientes con una soberbia desmesurada:

“Los dos ejércitos se observan: mucho se temen. De ambas partes se reconocen. Los cobardes van temblando de miedo, los valientes se van alegrando. La gente de Raúl se jacta de que causarán tan gran dolor a los hijos de Herbert, que, por los padres, llorarán sus hijos” (78).


Se ostenta pues la crueldad con orgullo, pero el sentimiento de valentía no obedece sino a la ansiedad del momento inicial. También el valor se esfuma una vez dentro del combate, y la piedad domina aún entre juramentos de venganza:

“Todos los nobles lloran de piedad y prometen a Dios que el que escape con vida nunca volverá a cometer pecado, y si lo hiciere, hará penitencia por ello. Muchos de los nobles tomaron comunión con tres briznas de hierba, pues no había otro sacerdote, encomendaron a Dios su alma y su cuerpo” (79).

Y al sentimiento de piedad se suma el de la vergüenza, porque esta guerra no se libra contra los ingleses sino entre familias cercanas con vínculos fuertes (80). Guerri, por ejemplo, al ver a su hijo muerto dice: “¿Quién os ha dado muerte? No quiero oír hablar de paz hasta que le haya matado y descuartizado” (81). Lleno de ira, Guerri combate para vengar su cólera. Aquí el dolor se figura oscuro y se representa como algo que no deja ver cómo actuar, y entre guerreros, a la absurdidad de la muerte se le otorga un falso sentido al convertir el sufrimiento en símbolo de fraternidad y lazos afectivos entre compañeros de combate. En una versión, lo enemigos son felones, y en otra, valerosos:

“Se va Guerri pues ya no sabía qué hacer; llega a una colina picando espuelas; demuestra el dolor que le oprime por sus dos hijos. ¡Le hubierais visto arrancarse a puñados los cabellos! Encontró a Raúl, no le cuenta otra cosa: sino que le explica la pena y la desgracia: - “Los hijos de Herbert son felones de mala raza; han matado a mis hijos. Caro se lo haré pagar antes de regresar. ¡Dios, ayúdame parpa que pueda ver claro!”.
“ - Gentil sobrino Raúl – dijo Guerri el Rojo-, los hijos de Herbert poseen valeroso mérito; han dado muerte a mis dos hijos. Ayer por la mañana, antes del mediodía, no hubiese creído que resistieran ante nosotros. ¡Qué gran error ha sido atacarles! Si Dios no se pone de por medio, ni un escapara vivo. Por Dios que murió en la cruz te ruego que hoy no me abandones en el combate, yo te juro lealmente fidelidad y que si te enfrentas a diez de tus enemigos y te derriban de tu valioso caballo, enseguida yo mismo te levantaré” (82).

Y Raúl no cumple la promesa de permanecer al lado de Guerri en Batalla y se mete en el fragor del combate. La tierra blanda por la lluvia se volvió espesa de sangre y de lodo. Ernaut, que considera que Dios lo ayuda porque el derecho está de su parte, le dice a Raúl: “-“¿Eres tú Raúl de Cambrai? Desde que te conozco no me has causado más que dolor” (83). Y resulta curioso que una persona sea el causante del dolor, en concreto aquí, porque Ernaut cree que Raúl había matado a sus hijos, lo que Raúl desmiente con una fórmula de juramento: “En verdad – dijo Raúl – que en mucho os tenéis. ¡Si no os hago desmentir de vuestras palabras, que no pueda volver a ver jamás la ciudad de Cambrai!” (84). Se establece entonces una relación entre la palabra y el uso de la fuerza. Y aquí se afirma que “Aún el más atrevido tenía miedo de la muerte”. Y el ámbito en el que se desarrolla la guerra es descrito combinando el sufrimiento emocional con la alteración concreta del campo de batalla, poco a poco cubierto de entrañas y cuerpos muertos.

“¡Si allí vierais qué dura batalla!, tanta asta quebrada, tanta adarga agujereada y tanta loriga desmallada y rota, tantos pies, tantas manos, tantas cabezas cortadas, tantos buenos caballeros yacer con la boca abierta. La pradera se ha llenado de muertos, y la hierba se ha ensangrentado con los heridos. Acuden en ayuda de Raúl de rostro membrudo. Al verlo, el conde es presa de gran alegría. Con la espada desenvainada, con enorme violencia, golpea en la batalla donde más duro es el combate. Durante el día ha separado muchas almas de los cuerpos por lo que muchas damas serán llamadas viudas; a más de catorce ha matado con su espada” (85).

Y Raúl profiere permanentemente, a lo largo de la obra, numerosas expresiones en las que agravia a Dios, como luego de haber invocado Ernaut la ayuda de Dios:

“En verdad – contestó Raúl-, te ha llegado la hora: con esta espada te he de separar la cabeza del tronco; ni la tierra ni la hierba pueden pertenecerte, ni Dios ni hombre alguno te pueden ayudar, ni tampoco todos los santos que sirven a Dios. Al oírle, Ernaut, lanzó un suspiro. El conde Raúl ha perdido el juicio, aquellas palabras le han encolerizado tanto que ha llegado a renegar de Dios. Al oírle, Ernaut levanta la cabeza: le vuelve el coraje, y así le ha interpelado: - “Por Dios, Raúl, veo que eres un renegado con gran orgullo, felón y desmesurado, no te precio más que a un perro rabioso puesto que reniegas de Dios y de su amor. La tierra y la hierba me hubieran ayudado si Dios glorioso hubiera tenido piedad” (86).

Y en estos párrafos anteriores, se aprecia una diferencia entre las fórmulas que aluden a la muerte como separación del alma y el cuerpo, y otras más estrictas que se ciñen a las heridas del cuerpo, a veces descritas con crudeza, como cuando se atraviesa el cerebro. Las batallas entre caballeros son ampulosas, y reluce el afán de expresar la dificultad de los combates y el valor de los caballeros. Y en esto contrasta que se diga que a Bernier sí lo asistía Dios en su combate contra Raúl. En este punto del texto, al referirse a la muerte del Raúl, el autor se refiere a sí y a su canto en condicional, acaso para suscitar algo de expectativa, temeroso de que el relato pierda interés para el que a favor de Raúl, tras su muerte, no supiera qué más esperar del relato, cuando en realidad falta casi la mitad de la crónica referida a las disputas con el rey, al matrimonio de Bernier y a su muerte. El autor intimida al pretender suspender su narración a causa de la muerte de Raúl, como si con ello no se justificara decir más o como si la acción de narrar dependiera de la acción del héroe:

“A su vez, Raúl le golpeó con rabia, ni el escudo ni la loriga le hubieran valido lo que un guante. Lo hubiera matado, sabedlo de fijo, pero Dios y la razón que le asistía ayudaron tanto a Bernier que el hierro le pasó rozando el costado: con rabia Bernier se revolvió y golpeó a Raúl sobre el reluciente yelmo de forma tal que rotos fueron cayendo florones y piedras, cortándole además la cofia de la buena loriga y hasta el cerebro penetra la espada. Barones, por Dios, ya no habrá quien os cante, puesto que un hombre se está muriendo y acabando de tal manera que durante muy poco tiempo podrá sostenerse en pie: Raúl con la cabeza inclinada se cayó del caballo. De ello se alegraron los hijos de Herbert. Se alegró aquel que después se arrepentirá como oiréis si continúo cantando”.

Y Raúl en el momento de morir pide socorro a la Señora de los cielos, y dice que en mala hora recibió el guate de la tierra por la que lucha. Así, Raúl no teme maldecir a Dios, pero ante la muerte se descubre devoto. Y Ernaut, a pesar de estar Raúl casi muerto, lo remata al meter su espada en el cerebro de Raúl. Por su parte, Guerri manifiesta que no se atreverá a comunicarle la desgracia a Aalís, la madre de Raúl, y se desmaya sobre el pecho de Raúl. Igual que en otros pasajes, se relaciona en este el dolor con la pérdida del juicio:

“Guerri el Rojo vio morir aquellos hombres, y contempló cómo sufría y entregaba su alma su sobrino, con el cerebro desparramado sobre sus ojos. Tal dolor tuvo entonces que pensó perder el juicio. Se pacta una tregua para recoger a los muertos, y Guerri compara el corazón de Raúl con el de su hijo Jean y descubre por comparación que Raúl tenia un corazón grande. Aquí sorprende que no se hable de ninguna reacción de Guerri por la muerte de su hijo a manos de Raúl, como si importara más la anécdota del corazón grande de Raúl. Se reanuda el combate, y a pesar del dolor, se adentra en el combate para animar a los suyos, pero ve tantos “vasallos arrastrando los intestinos”, por lo que ha llorado tanto, al punto de tener las mejillas mojadas, que “el corazón le falla bajo el pecho”.

Retomando la relación de la palabra y el dolor, Doña Aalís, “durante tres días no había comido ni dormido a causa de su hijo a quien había injuriado y maldecido, por ello tiene el corazón afligido”, y “ve que el dolor es cada vez mayor” (87). Así que a la sin razón del sufrimiento se agrega un sentimiento depresivo atento a como con el tiempo se suman, una a otra, las desgracias. El sufrimiento se percibe como algo que incrementa su intensidad en el transcurso de la vida. Y el cambio en las circunstancias políticas para que se dé la paz y se reclame al rey lo sucedido, no ocurre por reflexión racional, acción o comunicación alguna, a pesar de los numerosos pensamientos sobre la inconveniencia de la guerra, sino por imposibilidad de continuar la guerra dada la cuantía de los desastres y muertes. El sufrimiento ha llegado a un punto insoportable, lo que quiere decir que la capacidad para soportar el sufrimiento y la injusticia es más que notoria, pero la capacidad de reaccionar de una manera no violenta, por el contrario, se muestra mínima, y a la vez, la impotencia para detener la guerra también resulta patente. De este modo, el dolor se representa como un elemento que atiza la guerra medieval y ante el que no se evoluciona. Repeler el dolor, resistir, se lee como un signo de protesta fácilmente asimilable a la acción violenta por el que se reanuda la invitación a la venganza y al combate. De hecho, los pocos recursos expresivos ante el dolor, la dificultar para hablar el dolor sin subjetivizar el discurso, hace que la narración sobre la guerra, independientemente de la época, convierta al dolor en un elemento secundario al de los hechos belicosos. El dolor accesorio, accidental, convertido en un predicado más a modo de circunstancia psicológica y emocional, pierde significancia. De ahí que el dolor sentido y relacionado con “lo dicho”, en este caso, bajo la forma de una maldición, sea tomado como signo de culpabilidad y no como síntoma o producto de la acción errada. Se trastocan los términos y el dolor, sea relacionado con algo dicho o con lo hecho, se asimila a lo lamentable, a su causa, un pretendido error anterior que no tiene una relación necesaria. La gente en general se lamenta a raíz del dolor sentido y los sucesos mismos también dejan de ser esenciales. El dolor se convierte en signo de pecado o de error, por superstición temerosa ante el lenguaje, cuyo móvil es el sentimiento de lamentación:

“Doña Aalís llena de dolor se sentó en un rico sillón delante del ataúd y dijo a los caballeros: -“Señores, no os quiero ocultar nada: el otro día maldije a mi hijo con gran enfado. Ni Roldán ni Oliveros fueron mejores que tú, hijo mío, ayudando a los amigos. Cuando pienso que os ha matado el traidor Bernier me vuelvo loca de dolor”. Entonces cae desmayada y todos corren a levantarla. Muchas nobles damas lloran por compasión. Cuando Doña Aalís se recuperó del desmayo se puso a lamentar la pérdida de su hijo, pero no hay nada que la pueda consolar” (88).

Y Aalís le reclama a Guerri, que se había vuelto a desmayar ante el cadáver de Raúl, no haber cumplido la promesa de cuidar de Raúl y no separarse de él en batalla. Así pues, el texto desplazó su referencia a las acciones y se dedica completamente a los discursos y a los pensamientos, pues recordar lo sucedido hace perder el juicio, y sólo el dolor por los parientes muertos obliga a cambiar el modo de los reclamos. Si bien, a nivel individual las heridas animan al combate por un sentimiento de venganza aunado al creer tener razón y no encontrar otro modo de hacerse valer y reclamar justicia, a nivel de grupo, sólo al verse los dos bandos totalmente denigrados reaccionan contra el rey, el único culpable de todo el conflicto. En un primer momento, creer tener razón impele a defender su punto de vista toda costa, sin prever lo que se sacrifica, y sin querer buscar mejores resultados, incluso a costa de renunciar a defender el descargo de los justificados derechos. La obra es un himno contra la impotencia del derecho y la ausencia de mecanismos judiciales efectivos para la época. No se duda de la legitimidad del rey, sino que se denuncia su ineficiencia. En el reino de la futura Francia no hay justicia y guerrean entre sí para dividirse la tierra. Al advertirlo, todos se van contra el rey, pero paulatinamente. Primero Gautier lo insinúa y luego la madre de Raúl se lo dice a la cara al Rey:

“Gracias a Dios – dice el rey -, pues espero reconciliaros con Bernier”. Gautier creyó perder la razón al orí estas palabras y se puso a gritar en alta voz: - “Emperador, que Dios os confunda; tú hicisteis empezar esta guerra y causasteis la muerte de mi tío Raúl. Por Dios que ha de juzgarlo todo nunca haré la paz con él, sino que le haré pedazos” (90).
“-“Rey, vete de aquí. Tú tienes la culpa de todo, no deberías gobernar un reino. Si yo fuera hombre antes de que se pusiera el sol te habría demostrado con la espada de acero que actúas como un rey injusto cuando dejas comer en tu mesa al que mató a tu sobrino” (…) “Entonces Bernier salió con dificultad del lecho y se abrazó a los pies de la dama cubriéndole de tiernos besos el zapato: -“Noble condesa, no quiero retrasarlo más. No debo ocultar que vos me criasteis y me disteis de comer y de beber. ¡Eh, Gautier!, por justicia de Dios, si ahora no quieres hacerla paz, he aquí mi espada, ya puedes vengarte de mí, pues no quiero pelear más contigo!” (91).

De nuevo, se describen los combates contra el rey, y sólo tras arduas luchas se pacta la paz y paradójicamente Bernier se hace a las tierras por las que tanto luchó Raúl. Luego se narran aventuras de Bernier y su muerte, por lo que la crónica se presta para una comparación entre los dos héroes, uno famoso por su corazón duro, y el otro, Bernier, a pesar de su condición bastarda, distinguido por su cordura y nobleza de ánimo. No obstante, todo gira en torno a la reclamación de justicia por parte de Raúl. Una injusticia que no se hace efectiva sin causar muchas más injusticias y sufrimientos. Y ante esta situación repetitiva en la historia de la humanidad, se puede señalar, ante la pesadumbre por la muerte de seres queridos, otra obvia constante característica de la vida humana, una conciencia de la angustia provocada por la recriminación echa entre estas mismas personas amadas, relacionada en la Edad Media con cierto temor reverencial a la palabra. Las palabras los hechos se relacionan supersticiosamente y no se conciben desligados.


HISTORIA CULTURAL DE LA EDAD MEDIA Y DOLOR.
Algunas diferencias en las manifestaciones del dolor en la novela de ficción y el Cantar de Gesta, obligan a pensar una evolución paulatina de la expresión, cada vez más humana, semejante a la que se aprecia en el arte en general, en especial en la pintura que paulatinamente se atreve a pintar el cuerpo humano con más realismo y por consiguiente expresa los gestos de dolor y plasma las heridas o la pasión y el dramatismo que envuelven las escenas religiosas. Esta evolución, no entendida como progreso, sino como simple cambio, involucra formas estéticas de moralizar el dolor. Giotto, por ejemplo, interpreta la narración de Juan 19, 38-42 en “Llanto sobre Cristo muerto”, recuadro cuya fuerza expresiva y dramatismo depende de una diversidad de gestos dolorosos de un arte humanizado (92).

En lo esencial, las nuevas formas de concebir el mundo y la relación de lo humano con lo divino en el arte gótico, y las alteraciones del espacio, alimentan el ansia de vivir, en contraste con el modo de existencia rural (93). Pero, si se tiene en cuenta la novela medieval, las clases de ansiedad son de todo tipo, en especial, ante la fragilidad de la vida de cara a situaciones de injusticia y de guerra. Sin el predominio del arte monástico, perdida la estabilidad política del orden feudal a fines del XII, y tras el aumento de la actividad comercial, se suele pensar que los ideales ascéticos fueron substituidos por los del goce de la vida junto con las expresiones estéticas concomitantes. Pero se suele ver la Edad Media, según el panorama oscuro del siglo XIV, en el que se agotan los sectores productivos y Europa enfrenta la peste, para destacar el surgimiento de la devotio moderna, de espiritualidad popular, seguidores del Ockamismo y de Dante. De esta forma, toda una extensa época se valora a partir de las transformaciones arquitectónicas y culturales, sin analizar los sentimientos que soterrados subyacen bajo tales manifestaciones del arte. T al respecto, si algo refleja sin vacilación la novela medieval, es un espíritu de intranquilidad, una conciencia de angustia que precede los problemas higiénicos, de seguridad, la enfermedad o las necesidades que obligan a la transformación de las ciudades, la creación de hospitales y el aprovechamiento del espacio. El afán administrativo a la base de la ciudad ideal, en un principio por motivos miliares, oculta un afán más privado del individuo preocupado de la propia suerte. No es esta, todavía una conciencia de la subjetividad o cosa parecida, sino mera ansiedad ante situaciones de dolor que agreden y sofocan al individuo de continuo y por todos los lugares. Al respecto, antes de que la catedral gótica se erigiera símbolo del deseo humano de trascendencia (94), el dolor se había vuelto abstracto, se había hecho del dolor un símbolo inmanente de las situaciones humanas más diversas. El dolor como elemento de unión con Dios en un plano trascendente, viene acompañado del dolor sin más, totalmente abstracto, sin referencia anagógica con una iglesia espiritual. A lo sumo, la gente acepta su sufrimiento bajo el modelo de Jesucristo sin mayor complicación intelectual.

Sea en el bosque, en el castillo, en el burgo o en el campo de batalla, el individuo medieval siente ansiedad ante el sufrimiento y ante el temor que le suscitan diversos elementos de peligro, lo que conduce, si acaso, a una disposición de aceptación o de renuncia, o bien, lo más importante, a un sentimiento de culpabilidad frente al mismo daño recibido, acaso por un concepto de incumplimiento, porque se piensa que se podía hacer algo que no se acometió, en lugar de lo que se efectuó. En la crónica sobre Raúl de Cambrai, Bernier dice querer hacerse caballero templario sólo harto de tanta guerra, y renuncia a sus pretensiones de hacer justicia, con tal de detener la guerra entre sus familiares. El sentimiento de impotencia ante el dolor precede al de trascendencia, y genera una ansiedad sin consuelo alguno (95). La Edad Media no se resume en un ideal de trascendencia.

También, se ridiculiza en la literatura medieval la creencia en la divinidad como juez omnipotente, triunfador ante la muerte, para ceder al predominio de un dios-hombre que sufría y se denigraba en una muerte de cruz. Pero vale la pena dudar de la cruz como símbolo social de triunfo de la vida (96), pues la realidad cotidiana y continua del sufrimiento no disculpa movimientos sociales alrededor de la cruz. Son las creencias supersticiosas comunes a todas las clases sociales, las que están a la base de un pensamiento laico sobre el dolor, y contribuyen a dar una forma a la expresión, a veces más, a veces menos ortodoxas. Pero no se puede pretender que un nuevo arte descubra maneras diversas de sentir ante el sufrimiento, con base a diferencias de clase, si como se aprecia en la literatura medieval, el sentimiento de impotencia ante el dolor aflora en el individuo medieval por las circunstancias de necesidad que no distinguen entre los nobles y sus vasallos (97). Por el contrario, los movimientos artísticos ocultan la experiencia del dolor. Si bien, resulta inestimable que los teóricos diferencien modos de percibir el dolor, esto es, para el Medioevo, una manera inicial patética y luego una más sentimental, lo que puede obedecer más a una evolución por cúmulo de experiencia en la capacidad de expresión y no a condicionamientos sociales o económicos del arte. En el caso de la literatura, no se trata de un mundo más idealizado o de la expresión más estilizada del dolor, error craso. Sin duda, se aprecia un cambio entre el relato de Chretrien de Troyes y la crónica de Raúl de Cambrai, incluso en la misma dirección hacia el sentimentalismo. Pero el pathos que envuelve a los individuos que se quejan de su situación no cambia para nada por las diferentes capacidades de descripción. No hay manera de diferenciar la angustia de Enid y la angustia de la madre de Raúl, aunque a los dos relatos los separan muchos años y corresponden a ambientes muy distintos. Los cambios estilísticos apreciables en la literatura resultan inocuos para la psicología de los sentimientos y los cambios que se pueden intuir o especular obedecen más al grado de libertad en el uso de la palabra de los personajes, y no tanto a la idealización de lo temporal e intrascendente. El individuo medieval, y por extensión, el intelectual, a excepción del filósofo o el teólogo, no diferencia entre trascendencia e inmanencia. No hay en la edad media algo así como una concepción trágica de la vida en la que el dolor constituya un motor que impulse al cielo, o concepciones conforme a gustos más populares que determinen la vida cotidiana, sino que una antigua y tradicional manera de sentir del individuo, y de expresar su angustia ante el dolor, es adoptada por artistas que ya no sólo obedecen los intereses estéticos del poder, sino que también contemplan las inquietudes características de los individuos (98).

De ahí que convenga matizar que se diga que con Giotto la pintura volvió los ojos a la realidad, para dejar de pintar arquetipos y volcarse hacia lo que se veía. Seguramente sí se pinta desde entonces como nunca los gestos de dolor o de placidez, emociones como la sorpresa o la ira, pero la rigidez técnica anterior para la expresión del dolor no quiere decir que el sentimiento de lo amargo se agudice desde entonces y que lo trágico del instante no se expresara antes sentido con igual intensidad.

Y el arte medieval refleja movimientos sociales relacionados con la pujanza de las poblaciones urbanas, y con un espíritu democrático de gremios de artesanos y movimientos campesinos. Pero no se presenta una dicotomía en la manera de sentir y expresar el dolor desde la época feudal al final de la Edad Media. Incluso el misticismo intelectual de finales de siglo recoge los tradicionales supuestos teológicos para predicar la nueva espiritualidad que movilizará socialmente a campesinos y artesanos. El dolor no afirma una nueva conciencia o interioridad, sino que es símbolo de estar aferrado al mundo y no haberse entregado completamente a la aceptación de la voluntad de Dios. No hay en la nueva espiritualidad gótica una conciencia del pecado tan acentuada como en el románico, pero si bien se han abandonado los ideales caballerescos, no así unos mismos preceptos religiosos que condicionan de la misma manera la percepción del dolor, aunque cada vez más humanizada su expresión.

En un marco general, la humanidad tiende a construir una filosofía en la que se concibe a partir de su continuo errar, de su condición sometida al cambio. Entre las diferentes filosofías, el pensamiento sobre la vida, gusta de problematizar, no por una inclinación vacía del hombre a la metafísica, sino por el cúmulo de experiencias desconcertantes que alimentan los motivos para disculpar la despreocupación y la indiferencia. De la preocupación a la despreocupación, el dolor obliga a una actitud confusa y enigmática. Pero también están las diferentes reacciones morales, en las que en particular, desde la edad media, al decir de Peter Sloterdijk se evita la “mediación” en procura de una relación directa del individuo con su Dios, pues entiende Sloterdijk la Historia Cultural como una historia de la abstinencia (99). Y el desafío al bosque, al desierto, al mundo, tiene tal exceso que abarca arrasar con el otro y perderse a sí. Aquí no se aprecia un monólogo interior que rija los destinos, sino por el contrario, una reacción incluso ante la palabra proferida al punto de no consistir aquí la perversidad en las inclinaciones mundanas sino precisamente en un “martirio por el martirio”, signo de desequilibrio emocional, o de insatisfacción en relación al deseo, para no hablar aquí de masoquismo. En últimas, mirar a la historia cultural desde la perspectiva del sufrimiento, obliga a dudar sobre una pretendida conciencia del dolor social, o incluso del dolor causado individualmente. Sólo a partir de una continua repetición de las denuncias y tras hallar una situación en el que los demás se vean involucrados y afectados en la misma situación conflictiva, se logra una evolución política que busque y logre remediar o reparar con acciones efectivas el sufrimiento y la injusticia.

Sobre el deseo de muerte, acaso mera ventaja premeditada en el cálculo de placeres y dolores, tiene que contrastarse con una sabiduría de la permanencia, aún fugaz, que no enseña una pretendida dignidad de una muerte filosófica, y que no da ejemplo. El héroe tiene prisa, y su escepticismo ante la justicia, le obliga a actuar por la fuerza y primero mediante la palabra. Siempre la agresión física viene precedida de la injuria, entre hombre e incluso contra Dios, pero sólo para que la relación Dios-hombre cobre un nuevo sentido simbólico en el que el sufrimiento y el patetismo establece una relación con Dios en medio de la amargura y su sentimiento ajunto, la piedad, figurada la desgracia como una ley inexorable por la que no valía la pena ser orgulloso, común a la extravagancia gótica de lo absurdo y maravilloso en Chretien de Troyes o en la crónica histórica más tardía. El artista medieval se figura ficciones, recrea historias o plasma motivos religiosos a modo de resistencia cultural para compensar los problemas cotidianos.

De ahí que cuando el Maestro Eckhart exponía la doctrina dominica del desasimiento a sus cofrades y al pueblo alemán en su propio idioma, no predicaba sino lo que correspondía a un sentimiento popular generalizado de renuncia, lo que no conduce a una interioridad entendida al modo moderno de una subjetividad contra puesta a la objetividad. A la interioridad no le corresponde una exterioridad, el mundo, como su opuesto, pues aferrase al mundo a las cosas es signo de, y equivale a, no haber renunciado orgullosamente a sí, lo que concluye un pensamiento edificado en función de la inquietud que aporta el querer (100). La entrega a la voluntad de Dios, suponía, estoicamente, la imperturbabilidad, la paz y el reposo. Y según esta creencia, se deduciría que sentirse preocupado constituye un signo de no haberse entregado por completo a la voluntad divina. Pero como recoge Carl Grimberg, Eckhart desprecia que San Anselmo alabe que Dios se hiciera hombre y ennobleciera así la naturaleza humana. Para Eckhart, lo importante radica en la disposición ética y humana de entrega propia hacia Dios y a esta disposición se supedita cualquier teología de la encarnación o resurrección de Cristo. En un segundo momento, no importa ya el desasimiento o la renuncia, para alguien que se encuentra con Dios en su mente y en su corazón. Esta es una teología que subraya lo particular y singular, lo propio y personal en la relación del individuo con Dios en su experiencia patética, original y única, independientemente de la dificultad de comprender como Dios está en todo lo que ocurre según su voluntad. El medieval está imbuido de la presencia de Dios al punto de santificar tanto el dolor como el placer, la alegría y el sufrimiento (101). Es de esta espiritualidad íntima y de esta cultura privativa del valor del individuo y de su experiencia, de la que surgen los movimientos democráticos místicos que contribuyen a forjar el concepto político moderno. En esto, la concepción medieval del dolor humano cumple una función primordial, en tanto el arte popular recoge preceptos de la tradición noble en la expresión de la vida. Entre el impulso para apaciguar la cólera divina a través de la penitencia y los levantamientos campesinos preparados contra la nobleza proceden de una concepción común del dolor entre todos los estamentos sociales. Son los diferentes intereses de las clases sociales altas las que conducen a establecer medidas severas en materia de salarios hasta el Statute of labourers y luego los efectos de la peste en el mundo laboral y la escases de mano de obra la que condujo a campesinos libres a exigir mejores salarios. Pero esta es una larga lucha por la reivindicación de las condiciones de trabajo, que se libraría más en la Europa moderna. Sólo hasta 1381 se observan protestas de los campesinos contra los recaudadores de impuestos para la guerra con Francia en Inglaterra, en lo que surge el caudillo Wat Tyler. En todo caso, por ejemplo en el alemán, la estirpe humana (Menschen geschlecht- “mennisconoslahta”), más que lo humano como categoría general, se relaciona en el mundo popular (deutsch: diústico: “ditu”: pueblo) medieval con la miseria (Elend: “Eli.lenti-ali: otra. “Land”: tierra) entendida como procedencia de la tierra (102).

En este contexto, el injustificado sentimiento de culpa sentido por los diferentes personajes de las tres novelas analizadas, se puede relacionar con este sentimiento de ser miserable que acompaña al agustiniano: si fallor sum, que antes que a un cogitare que conlleva un principio de libertad individual en la contemplación de la verdad divina, obedece más a un sentimiento sórdido de desventura. Disponerse a amar el sufrimiento constituye una actitud característica del sentimiento medieval, como lo ejemplifica el comienzo del poema de Guiot de Provins, según el cual el cruzado aprende a amar el dolor a fuerza de soportarlo, sin pretender ya la santidad: “Molt avrai lonc tans demoré/ fors de ma douce cnree/ et maint grant enui enduré/ en terre malëuree. Por ceu, n’ai je pas oblié/ lo douz mal que si m’agree, don ja ne quier avoir santé/ tant ai la dolor amee” (103). También el Maestro Eckhart iba más allá y tampoco pretendía cumplir la voluntad divina, querer o poseer, o el conocimiento de la verdad y de Dios.


















NOTAS


1. “También hubiera sido un atrevimiento tratar de “esa realidad misteriosa”, en la que “conviven en paz la evidencia y el misterio”. Y ya pasaría de atrevimiento el enfrentarme con el núcleo y los flecos que la existencia del dolor plantea en la doctrina cristiana. Por eso me he limitado a no salir de un espacio muy concreto incuso del campo de la Historia, la época medieval y el mundo castellano. Y dicho esto pasamos a efectuar una excursión por crónicas y cantares medievales, para espigar varias de las fuentes de producción de dolor y, en alguna ocasiones, la reacción ante el mismo”. RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Ángel. El dolor en el mundo castellano medieval. En: El dolor, un enfoque interdisciplinar. Universidad de Santiago de Compostela, 1996 (157-180). P. 157-156.
2 “La existencia de grandes heridas: “una lanza que le entra por la boca que le pasó al colodrillo, un pasador por la garganta… de la qual herida luego murió”, etc., no nos llama la atención, pero sí la frecuencia de casos de heridas que parecían leves, y que se infectan, con el consiguiente dolor y muerte unos días después. Hay casos en guerras y en justas y torneos. En la citada batalla de Olmedo, el Infante don Enrique, Maestre de Santiago, es herido en un brazo, junto a la mano, “E como quiera que le ferida se le avía sobresanado, recresiéronle enima pasmo, e así murió. Bien fue avida por estraña e maravillosa esta muerte del Infante, por aver avido causa de tan pequeña ferida, e muchos dezían que fuera miraglo de Dios, que quiso mostrar en el Infante, por la poca justiia que traya en la demanda que avía seguido”. Ibid. P. 163.
3 “Libre se siente, pues, quien puede decir la verdad. Lo importante es que ésa, su verdad, no sea en realidad crítica mezquina, no quede en el juego cómico regocijado, no sea desahogo de rencorosa frustración sino canalice corrientes de opinión. Lo importante es que su voz pueda entenderse como una voz múltiple y plural. Que mudos y enmudecidos puedan hablar por él”. GUGLIELMI, Nilda. Marginalidad en la Edad Media. Editorial Biblos, Buenos Aires, 1998. P. 24.
4 “Las revueltas, tan frecuentes en los siglos XIV y XV, eran generalmente iniciadas por quienes estaban obligados a pagar los impuestos porque no eran ni tan privilegiados ni lo suficientemente pobres como para ser eximidos de la tala. Luego se manifestaron los marginales, y los pobres se rebelaron contra los ricos. Después de los movimientos contra los recaudadores de impuestos, apareció la hostilidad contra las personas adineradas. Aquí intervenían otros factores. Los carniceros, por ejemplo, gozaban de cierta fortuna, pero su oficio era despreciado: de ahí su participación en la insurrección parisina en 1413. Al no haber diálogo entre los poderosos y los humildes, éstos recurrían a la violencia, que engendraba ora violencia, la de la represión, en formas un poco diferentes, ya que los campesinos disponían de armas rudimentarias frente a los caballeros. VERDON, Jean. Sombras y luces de la Edad Media. Editorial El Ateneo, Bueno Aires. P. 201.
5 DE TROYES, Chretien. Erec y Enid. Edición preparada por Carlos Alvar, Editorial Nacional, Madrid, 1982. P. 52-53.
6 “- “Vasallo – dice el caballero-, retrocedamos un poco y tomemos un poco de tiempo de reposo, pues damos golpes demasiado débiles; nos conviene atacar con mejores golpes, pues ya empieza a atardecer. Es gran vergüenza y gran ultraje que esta batalla dure tanto; y nosotros debemos esforzarnos de nuevo con las espadas de acero, por nuestras amigas”. Ibid. P. 71.
7 Ibid. P. 111.
8 Ibid. P. 112.
9 Ibid. P. 112.
10 Ibid.p. 112.
11 Ibid. P. 113.
12 Ibid. P. 115.
13 “En mala hora lo pensasteis, pues habéis transgredido lo que os había prohibido con mis palabras, y or eso sé muy bien que en muy poco me estimáis. Mal empleáis este servicio que en nada os puedo agradecer. Bien sabéis que os odio. Os lo he dicho a y os lo repito. Ahora os vuelvo a perdonar, pero otra vez guardaos siquiera de dirigirme la mirada, pues os comportaríais como insensata, ya que vuestras palabras no me agradan”. Ibid. P. 121.
14 Ibid. P. 136.
15 “No me encuentro nada bien, pues estoy herido en todo el cuerpo y no obstante, no dejaré mi camino para recibir albergue”. Ibid. P. 142.
16 Ibid. P. 144.
17 Ibid. P. 145.
18 Ibid. P. 146.
19 Ibid. P. 152-153.
20 Ibid. P. 153.
21 Ibid. P. 154.
22 Ibid. P. 177.
23 BOURGAIN, Pascale. Poésie lyrique latine du moyen âge. Lettres gothiques, le libre de poche, Librairie Générale franase, 2000. P. 144-
24 “Lo mismo es válido para otra observación de Agustín: La imagen de un demonio realmente feo es bella en sí misma si la imitación es correcta. Podemos reconocer la doctrina aristotélica. Plutarco la recupera: la pintura sigue siendo bella, incluso cuando representa una escena moralmente horrible de la realidad”. DEBRUYNE, Edagar. La estética de la Edad Media. Visor, 1988. P. 60.
25 Ibid. P. 100.
26 Ibid. P. 139.
27 “Así que les atacó Arturo al punto en sus aposentamientos. Y sin Baudwin, sir Kay y sir Brastias mataban a diestra y siniestra que era maravilla; y el rey Arturo, a caballo, no paraba de herir con una espada, y hacer maravillosos hechos de armas, de manera que muchos de los reyes tenían gran contento de sus hechos y osadía. Entonces irrumpió el rey Lot por detrás, así como el Rey de los Cien Caballeros y el rey Carados, y atacaron fieramente a Arturo por detrás. En esto se volvió sir Arturo con sus caballeros, hiriendo adelante y atrás, y manteniéndose siempre sir Arturo en la delantera de la lucha, hasta que cayó muerto su caballo debajo de él. A continuación el rey Lot derribó de un golpe al rey Arturo. Inmediatamente lo rescataron sus cuatro caballeros y lo pusieron a caballo. Entonces sacó su espada Escalibur; y era tan resplandeciente a los ojos de sus enemigos que despedía el fulgor de treinta antorchas”. MALORY, Thomas. La muerte de Arturo. Siruela, Madrid, 2001.
28 “Dice el profeta David que los juicios y designios de Dios son como un abismo sin orillas ni fondo, y que no es sabio el que intenta abarcarlos con su mente; estoy convencido, además, de que algunos prodigios del universo y de la tierra, como – por ejemplo – los debidos a hadas, son de lo más reales; por lo tanto, el hombre no debe esforzarse en intentar entender con malsana presunción los designios y acciones de Dios, sino que debe limitarse a pensar en ellos y a admirarse; y al admirarse, considerarse cuánto debe temer y glorificar a Aquel cuyas decisiones nos resultan tan oscura”. D’ARRAS, Jean. Melusina. Alianza Editorial, Madrid, 1999. P. 28.
29 Iibd. P. 29.
30 Ibid. P. 30.
31 Ibidem.
32 Ibid. P. 35.
33 “-Hijas, mirad la tierra en la que nacisteis y en la que hubierais tenido posesiones, a no ser por la falsedad de vuestro padre, que nos hundió en la miseria hasta el día del Juicio Final, en que se castigará a los malos y se premiará a los buenos”. Ibid. P. 36.
34 Ibid. P. 37.
35 Refiriéndose a Dios, el rey dice“¿Cómo podría resultar inteligible a la sabiduría humana si tu oculto designio no lo hubiera decidido, el hecho de que se pueda sacar honor y provecho obrando mal? Gracias a la noble ciencia que me has concedido, veo que es así; y me admiro profundamente”. Ibid. P. 43.
36 Ibid. P. 46.
37 “La historia nos cuenta que los que acompañaban a Remodín estuvieron en la puerta hasta que legaron muchos que venían de la cacería; cuando estaban más cerca, oyeron lastimeras voces que se lamentaban con tristeza, por lo que muchos se extrañaron, y algunos empezaron a temer que le hubiera ocurrido cualquier desgracia a su señor; cuando los que se acercaban estuvieron junto a ellos, comenzaron a gritar: -¡Llorad, llorad todos! ¡Vestíos de negro! Este hijo de cerda nos ha matado a nuestro buen conde Aimeric. Detrás de ellos venían dos cazadores que llevaban el jabalí enormemente grande sobre un rocín. Entraron en la ciudad dando muestras de un profundo dolor, y entonces llegaron los que traían las parihuelas con el conde muerto. Cuando lo vieron sus hombres, comenzaron a gritar: -¡Ay! Maldito sea el que anunció esta cacería”. Ibid. P. 53.
38 “Y empezó un duelo tan grande que nadie vio un mayor y llegaron al palacio y allí bajaron el cuerpo. No se debe describir durante mucho tiempo el dolor. La condesa y sus hijos se afligen profundamente, el pueblo y todos los nobles de la región también se afligen, y Remodín lo siente mucho más que todos y se arrepiente de su culpa, y si no hubiera sido por el consuelo que recibió de la dama, les hubiera dicho lo ocurrido, por el arrepentimiento que tenía de la muerte de su señor. No os quiero entretener mucho en este asunto. Las exequias se hicieron con grandes honores y así fue enterrado en la iglesia de Nuestra Señora de Poitiers, según las costumbres de aquel tiempo. Las gentes buenas de la tierra sintieron mucho la pérdida de su señor y, entristecidos, tomaron el jabalí y lo llevaron a la plaza, delante de dicha iglesia y lo quemaron en un horno con montones de tierra”. Ibid. P. 52.
39 “Es cierto que no hay dolor, por angustioso que sea, que no se dulcifique a partir del tercer día. Los nobles reconfortaron a la dama y a sus hijos tanto como pudieron y consiguieron que se aliviara su dolor. Pero el dolor de Remodín crecía cada día más, tanto por el remordimiento de su culpa, como por el amor que le tenía a su tío el conde. El consejo convocó a los nobles para que un determinado día acudieran a prestar juramento a su joven señor ofreciéndole sus tierras y feudos. Cuando Remodín lo supo, montó a caballo, salió solo de Poitiers y entró en el bosque para cumplir lo que había prometido a la dama”. Ibid. P. 53.
40 “Herminia se arrodilla delante de os dos hermanos, agradeciéndoselo humildemente. Y sabed que ella estaba turbada tanto por el dolor dela enfermedad de su padre, como por sus pensamientos por Urién, y parecía que despertara de n sueño. Urién, que se dio cuenta de que estaba turbada, la tomó dulcemente del brazo, e hizo que se levantara inclinándose hacia ella; al obrar así, se hicieron gran honor”. Ibid. P. 149.
41 Ibid. P. 150.
42 Ibid. P. 152.
43 “Al acabar, el rey hizo que se le acercaran Urién y su hija, y les dijo: - Hijos míos, amaos y honraos, y tened confianza el uno en el otro. Ya no puedo estar por más tiempo en vuestra compañía. Os encomiendo al verdadero rey de la gloria, y le pido que os otorgue paz, buena y larga vida, y que os dé fuerza para vencer a sus enemigos. Y con estas palabras se fue tan dulcemente que parecía que se hubiese dormido. Pero cuando se dieron cuenta de que había muerto, empezó un gran dolor. Herminia fue conducida a su habitación, con tal aflicción que daba pena verla. El rey fue enterrado con las mayores honras que se pudo, se dijeron las vigilias y la misa, y se hicieron las exequias; fue enterrado muy ricamente, según las costumbres del país. El pueblo estaba triste, pero se les aliviaba el dolor al pensar en el nuevo rey, que era muy valeroso”. Ibid. P. 153.
44 “Aquí os dejaré de hablar del rey y os hablaré del escudero que fue a Luxembrgo. Le cuenta la pura vedad a la doncella, que le pregunta reiteradamente por los hermanos y su condición; él le explica que Antonio tiene una garra de león en la mejilla; y le habla de s valentía y poder, y de su hermano Reinaldo, que no tenía más que un ojo; le describe la belleza de sus cuerpos y de sus miembros, y dice que es una pena que haya defectos en el cuerpo de tan nobles hombres; mientras tanto, Cristina escucha maravillada”. Ibid. P. 189.
45 Ibid. P. 192.
46 Ibid. P. 269.
47 Ibid. P. 270.
48 Ibid. P. 272.
49 Ibid. P. 273.
50 Ibid. P. 273.
51 “(Cómo Melusina cayó al suelo desvanecida por el improperio que le dijo Remodín) -¡Ah!, falsa serpiente, por Dios, tú y tus obras no sois más que encantamientos, y ningún hijo de los que has traído al mundo llegará a buen fin; ¿cómo volverán las vidas de los que han ardido en la gran desgracia, o la de tu hijo que se entregó al crucifijo? De ti, sólo había salido uno bueno, Fromonte; ahora ha sido destruido por las artes del demonio y de todos aquellos que están llenos de ira a las órdenes de los príncipes del infierno; y por esto cometió Jofré el gran, horrible y odioso pecado de quemar a su hermano y a los monjes, que n merecían en absoluto la muerte. Cuando Melusina oyó estas palabras, sintió tanto dolor en su corazón que cayó desmayada, y pasó una media hora antes de que se incorporara y de que pudiera levantarse”. Ibid. P. 287.
52 “Entonces Remodín se afligió mucho más que antes, y su tristeza se apaciguó, y se arrepintió tanto de las palabras que había dicho que por poco enloqueció, pero ya no servía de nada, era demasiado tarde. Los nobles y las damas se afligieron mucho; incorporaron a la dama en su asiento, y le mojaron el rostro con agua fría, hasta que volvió en sí. Entonces cuando pudo hablar, miró a Remodín con mucha pena y le dijo:”. Ibid. P. 287.
53 DE CAMBRAI, Raúl. Biblioteca Medieval Siruela, Traducción de Isabel de Riquer, Madrid, 2007. P. 61.
54 Ibid. P. 62.
55 “-“Guiboin, hermano, bien puedes mostrar tu agradecimiento pues te hago donación de un gran feudo. Pero te lo entrego con una condición: no quiero desheredar a Raúl, aún es joven; guárdaselo hasta que él pueda llevar estas armas. Entonces poseerá Cambrai; nadie podrá privarle de ello, pero, a cambio, haré que otras tierras te sean entregadas”. Dijo Giboin: -“No debo negarme a ello, pero con la condición de que dispongáis mi boda con la dama”. Obró como un loco cuando osó pensar tal cosa, ya que por esta causa después fueron muertos tantos nobles barones. La gentil dama del claro rostro no lo tomaría por esposo aunque le cortaran todos los miembros. El rey Luis cometió aquel día una gran locura cuando privó a su sobrino de la herencia; y Giboin cometió también un gran ultraje, cuando quiso poseer la tierra de otro como recompensa por sus acciones guerreras. Luego encontró la muerte a causa de ello con dolor y vergüenza”.
56 Ibid. P. 66.
57 “-“¡Preparaos ya jóvenes caballeros, aquellos que queréis soportar duras fatigas! Pues, por aquel que tantos sufrimientos soportó, antes me dejaría cortar todos los miembros que abandonar a mi sobrino mientras viva”. Ibid. P. 66.
58 Ibid. P. 74.
59 Ibid. P. 76.
60 “El poderoso emperador le entregó cuarenta rehenes en presencia de testigos, con la promesa que os voy a decir: que, si cualquier conde muriera en Vermandois o en Francia, sea quien sea el que salga perjudicado, le hará entrega de su tierra a Raúl. Luego, su desmesura le hizo faltar a su palabra, lo que casó penas y dolores a muchos nobles y todos los rehenes tuvieron su vida pendiente de un hilo”. Ibid. P. 78.
61 “Raúl oye, piensa que va a perder el juicio: ha sido ultrajado y no sabe qué hacer. De muy mal talante no quiere permanecer por más tiempo en palacio, vio que allí había muchos de los rehenes y les empezó a pedir cuentas de su juramento”. Ibid. P. 79.
62 Ibid. P. 80.
63 Ibid. P. 83.
64 Ibid. P. 86.
65 “-“Dios glorioso que fuiste crucificado, si es cierto que el día del viernes sufristeis la pasión y cuando Longinos os hirió derramasteis vuestra sangre por los pecadores, devuélveme a mi hijo sano y salvo y sin daño. ¡Desgraciada de mí!, en mala hora he maldecido al que había criado con tanta ternura; si muere no os asombréis de que me mate con un cuchillo”. Ibid. P. 86.
66 “Si los vierais entrar por las puertas, y el oro y la plata relucir y centellar. La señora lo vio, pensó perder el sentido. – “Desgraciada de mí – dijo- no sé que pensar. Los hijos de Herbert harán que se reúnan de nuevo sus huestes; y si hay batalla, no podrán regresar sin grandes pérdidas”. Ibid. P. 87.
67 Ibid. P. 87.
68 “-“Tomad vuestras armas rápidamente, sin demora; con cuatrocientos hombres montados en buenos caballos legaos a Origny antes del anochecer: montad mi tienda en el patio de la abadía; en los porches se albergarán mis bestias de carga, en las criptas preparad mi comida; las cruces de oro servirán de alcándara a mis halcones. Me apoyaré en el crucifijo, y mis escuderos tomarán a las monjas. Quiero destruir y aniquilar el lugar; lo hago porque los hijos de Herbert lo estiman mucho”. Ibid. P. 91.
69 Ibid. P. 92.
70 Ibid. P. 93.
71 Ibid. P. 96-97.
72 Ibid. P. 97.
73 Ibid. P. 91.
74 Ibid. P. 98.
75 Ibid. P. 108.
76 Ibid. P. 115.
77 Abundan a lo largo de la obra expresiones del tipo: “…que Él confunda a Raúl de Cambrai que hizo quemar a mi madre en la abadía de Origny y a las monjas, por lo que tengo el corazón lleno de dolor”. Ibid. P. 117.
78 Ibid. P. 124.
79 Ibid. P. 125.
80 “Jamás hubo batalla tal ni tan gran tumulto. No fue entre Normandos e Ingleses, sino que se trabó entre los señores de Vermandois. Hubo bastante de Cambrai y de Arrás y Brabante; y muchos de Champagne. Hubo también bastantes franceses de los de Luis. Los hijos de Herbert quieren mantener sus derechos: por esto se verán muchos de los suyos ensangrentados y destrozados; durante toda su vida será para ellos una vergüenza”. Ibid. P. 126.
81 Ibid. P. 128.
82 Ibid. 130.
83 Ibid. P. 134.
84 Ibid. P. 134.
85 Ibid. P. 139.
86 Ibid. P. 138.
87 Ibid. P. 155.
88 Ibid. P. 156.
89 “Dice Gautier: “Lo hago para castigarte; pues así debe ser con el traidor que mató sin motivo alguno a su señor legítimo”. Dice Bernier: -“Mentís, Gautier, estáis equivocado y lo pagaréis caro. ¡Moriré de pena si no me puedo vengar!”. Ibid. P. 192.
90 Ibid. P. 193.
91 Ibid. P. 195.
92 “Los dos rostros juntos de Cristo y su madre, rígido uno por la muerte y otro por el dolor, alcanzan un patetismo de fuerte emotividad. Las mujeres pías les hacen eco y todos los presentes expresan su dolor de modos diversos, como en una sacra representación. El diálogo silencioso entre la muerte y la vida es subrayado por el paisaje oscuro, una árida roca con un arbolillo seco. En el cielo azul, una multitud de ángeles volando se lanza acrobáticamente –igual que, por medio de diversas máquinas, en el teatro de la época- expresando un dolor muy humano, cada uno a su manera, llorando, arrancándose el pelo, cubriéndose el rostro. Las figuras de los dolientes rodean el cuerpo de Cristo, tendido entre las mujeres como en una especie de lecho fúnebre, creando una especie de coro, con sutiles correspondencias gestuales. La Magdalena, con sus largos cabellos sueltos, sentada en el suelo, sostiene con afecto los pies de Cristo. Los colores delicados y luminosos de mantos y vestido destacan los volúmenes, pintados a base de veladuras finas y transparentes, ricas en esfumados. La escena ha abandonado ya toda rigidez bizantina para bajar al mundo humano, de los sentimientos y las emociones, imponiéndose como un modelo para toda la pintura del siglo XI”. (Presentación) BANGO TORVISO, Isidro. Giotto. Los grandes genios del arte, Madrid, 2005. P. 144.
93 “La trayectoria de esa ansia de vida no fue, con todo, general; en las zonas rurales continuó muy arraigado por lo común el espíritu románico de huida de lo temporal; por el contrario, la dinámica existencial propia de los núcleos urbanos hizo que en éstos lugares mutase más rápidamente su concepción del mundo”. MILICUA, José. “Historia Universal del arte. Vol IV. La Edad Media. Románico gótico. (Joan Sureda) Planeta, Barcelona, 1994. P. 226.
94 “La catedral, espejo en que se reflejó el mundo gótico, simbolizaba en sus piedras tanto los anhelos del hombre ante la vida inmediata como aquellos otros que lo traspasaban al ámbito de lo sublime para satisfacer su afán de trascendencia”. Ibid. P. 268.
95 “Según la crónica de los “Milagros de la Santísima Virgen María en la iglesia de Chartres”, el dolor y la desesperanza de las gentes del lugar ante la destrucción de sus casas y posesiones quedaron desbordados por el desconsuelo ante el incendio de su túnica que, según se creía llevaba la virgen en el momento del nacimiento de Cristo”. Ibid. P. 274.
96 “La cruz dejó de ser un título de gloria para Dios, para convertirse, por mediación de la sangre, en el sufrimiento y la muerte, en lazo que unía al pueblo sufriente con a divinidad, en símbolo del triunfo de la vida”. Ibid. P. 285.
97 “La exaltación señorial y lo estrictamente religioso fueron perdiendo carácter frente al auge de las nuevas clases urbanas, en aras de un sentimentalismo que superó lo patético de las primeras etapas góticas y trató de incidir en la fibra más sensible y menos comprometida del hombre. Se intentó mostrar, entonces, un mundo idealizado que hiciese olvidar los sinsabores de la inmediata realidad: el arte se convirtió en respuesta a esa realidad ante la que el individuo se sentía por completo impotente y que, además, estaba en vías de profunda transformación, aunque sus manifestaciones externas y paradigmáticas, como las cortesanas, mostrase una vitalidad y una riqueza inusuales”. Ibid. P. 286.
98 “En este último periodo del gótico, el arte fue, en definitiva, inequívocamente muestra de la naturaleza temporal e intrascendente de la nueva clientela y expresión, en sus manifestaciones más populares y tardías, de la concepción trágica de la vida”. Ibid. P. 286.
99 “El sentido ontológico del anacoretismo consiste, en resumen, en la ofensiva contra la tercería. El mundo como compendio de todo aquello que hace resistencia en el cortocircuito Dios-alma con el que se traen su peligroso juego las aspiraciones de la psique deseosas de muerte. Ser-en-el-mundo tiene siempre el sentido de cumplir el tiempo del rodeo a través del elemento que produce “adhesión” y obligación, y donde se suscitan inquietudes. Venir –al-mundo puede ser interpretado cinéticamente como un gran impulso a la ocupación positiva del exterior y, por eso, su rasgo característico es el rodeo y demora. Así pues, ante todas las renuncias monjiles, vivir en el mundo significa abismarse en las cuitas y pasiones que ligan al propio Yo con quehaceres mundanos; atreverse a la codicia que persigue condiciones de poder y placer; incorporarse a la cadena de la vida que nos convierte en eslabones entre antepasados y descendientes. La psique se protege mediante deseos obligaciones de la precipitación letal que, por decirlo con Fichte, ya no quiere simpatizar con las cosas de este mundo. En la medida en que esa protección se suspende, el alma se evade y, entonces, desea a cualquier precio, regresar, de la correspondencia triádica con objetos y estados mundanos necesariamente impuros y equívocos, a la correspondencia biunívoca, pura y carismática, donde “Dios” y el alma se iluminan mutuamente”. SLOTERDIJK, Peter. Extrañamiento del mundo. Pre-textos, Valencia, 1998. p. 96-97.
100 “Al contrario que San Francisco de Asis, Eckhart era un hombre con una fuerte tendencia mística. Sus célebres proposiciones exponen con predilección lo que significa exactamente “renunciar a todo”. Dice: “Quién quiera alcanzar la paz del alma, no lo conseguirá huyendo de las contingencias y retirándose a la soledad; hay que abandonarse a sí mismo, pues toda inquietud depende de nuestro propio querer. En efecto, ¿no ha dicho Jesús: “Quién quiera seguirme debe renunciar a sí mismo”? He ahí lo que importa. Dejad que Dios destierre poco a poco al hombre viejo que hay en vosotros y vuestra vida será santificada. Entonces, cada uno de vuestras acciones, por insignificante que sean, se convertirán en bendición, pues Dios mismo es quien la realiza. Quienes en cambio, no están llenos de Dios, sino de ellos mismos, no hacen nada bueno, no están llenos de Dios, sino de ellos mismos, no hacen nada bueno por muy grandes que puedan parecer sus acciones””. GRIMBERG, Carl. Historia Universal Daimon. 5. Los siglos del gótico. Un puente entre dos conceptos. Ediciones Daimón, Manuel Tamayo, Madrid, 1966. P. 29.
101 “Anselmo afirmaba: “Por el hecho de haber consentido Dios en hacerse hombre, ha elevado y ennoblecido la naturaleza humana. Así podemos alegrarnos de que Cristo, nuestro hermano se haya elevado por su virtud sobre los ángeles y esté sentado a la diestra del Padre”. Ello inspira a Eckhart el siguiente pensamiento: “En verdad que esta es una hermosa frase, pero no le concedo tanta importancia. Pues ¿de qué aprovecha tener un hermano tan rico si yo sigo siendo pobre? ¿Qué me aprovecha tener un hermano prudente si yo soy un hombre desprovisto de cultura?”. Desarrolla después esta noción según la cual el texto no hace alusión al nacimiento corporal de Cristo en el país de Judea, sino al nacimiento de Dios en nosotros. Ahí está el tema central de la predicación del Maestro Eckhart, al que se refiere con frecuencia. El hombre que ha vivido este milagro del nacimiento de Dios en nosotros cumple la voluntad del Señor, sin que se esfuerce para ello, incluso sin pensar en ello, con la misma naturalidad con que el sol ilumina o el rosal produce rosas. No sabrá obrar de otra manera, pues lleva a Dios en su interior. A propósito de la oración, dice Eckhart”. Quien está en verdad unido con Dios, no desea nada, ni ser liberado de nada. Puede incluso dejar de rezar. Su oración consiste en su unión con dios”. Ibid. P. 30.
102 PIJOAN, José. Historia universal de la literatura. Volumen V. Literatura primitiva. Uteha, Buenos Aires, 1940.
103 DOFOURNET, Jean. Anthologie de la poésie lyrique franaise des XII siècles. Gallimard, 1989.p. 88.

















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