viernes, 21 de noviembre de 2014

Sentido terapéutico de la filosofía sobre el dolor en las Tusculanas de Cicerón


Sentido terapéutico de la filosofía sobre el dolor en las Tusculanas de Cicerón
                                                        Iván Mauricio Lombana Villalba
                                                                                                 



                                                
                                         “The metaphor of an inner fortress sometimes used to describe the Stoics’ attitude could be misleading”[1].
                                                                                                                                          Gretchen Reydams-Schils.



1.      Abstracción de los sentimientos: omisión de la teoría de los átomos por temor a la disolución del ánimo
Exhortado por Bruto al estudio de las artes que pertenecen a la recta vía del vivir (…quae ad rectam vivendi viam pertinrent…), Cicerón sostiene al principio de sus Disputaciones Tusculanas, que la razón y la disciplina están contenidas en el estudio de la “sapiencia” que se dice filosofía (…ratio et disciplina Studio sapientiae, que philosophia dicitur, contineretur…) y alega que los romanos inventaron todo esto de manera más sabia, y que mejoraron las costumbres recibidas de los griegos, las leyes, las instituciones, y en definitiva, lo público[2]. Pero desentona con esta concepción ética, estándar, de la filosofía, y con la filosofía como saber erudito: 1) el difícil honor adquirido por las artes, desaprobada la dedicación a estas entre los romanos, junto con; 2) la tradición empírica, tanto filosófica como médica, no carente de escepticismo ante la separación del alma y el cuerpo: “Por su parte, Dicearco, en aquella discusión que, tenida en Corinto, expone en tres libros, hace hablar en el primer libro a muchos hombres doctos que disputaban. En los otros dos introduce a un tal Ferecrates, un anciano de Ftía, del que dice que es descendiente de Deucalión, disertando que nada en absoluto es el ánimo y que todo este nombre es vano y que erróneamente se dicen los términos “animales” y “animados”, y que ni en el hombre ni en el animal existe el ánimo o el ánima, y que toda aquella fuerza, con la cual hacemos o sentimos algo, está difundida igualmente en todos los cuerpos vivos y no es separable del cuerpo, dado que es nula y no es otra cosa que el cuerpo uno y simple, configurado de tal manera que, gracias a la temperación de su naturaleza, vegeta y siente” (Tusc, 20).
De entrada, conviene desconfiar de Cicerón cuando prefiere seguir la entelékheia aristotélica con la que llama al ánimo, pues descarta la teoría de Demócrito, según la cual, el ánimo está formado por un concurso fortuito de lisos y redondos corpúsculos, porque recoge la formulación teórica, pero para simplemente “omitirla”, sin siquiera examinarla (Tusc, 11). Proceder este insólito, dentro de una concepción que no valora la filosofía sin el deleite retórico, pues no concibe el pensamiento sin su conexa expresión elegante, por interés político[3]. Así dice: “En efecto, siempre he juzgado perfecta filosofía a aquella que puede hablar copiosa y ornadamente de las máximas cuestiones” (Tusc, 4). La filosofía, para el escéptico moderado, en cierto grado adquiere consistencia ya en el mero hablar, más por el disentimiento y el discrepar, que por el valor de algún razonamiento intangible e impreciso, aparte del discurso: “Indicaba que alguien propusiera de qué quería oír: yo disputaba sobre esto o sentado o paseando” (Tusc, 4). Así, el placer de la disputa precede al placer de colegir los “exempla”, que por lo restante, hereda de la tradición griega, en el sentido de no transgredir la búsqueda de lo verosímil, o la imitación de la verdad, al valorar la semejanza. La uniformidad del discurso que se conforma con la semblanza, que no con la certeza, entiende a la filosofía como arte de la disertación contra la opinión de alguien, en lo que incluso se omite y se expone de manera sucinta otro tipo de filosofía, para seguir adelante. Cabe incluso pensar que el interés de Cicerón no es enteramente filosófico sino también político[4]. Pero en otros momentos, la filosofía tradicional se diferenciaría del mero hablar y discurrir, al introducir a trechos, razones. Si pretende hincar en lo hondo, no deja de tratar este saber con oposición de motivos, estados de cosas, principios o condiciones. Exponer la ratio, no equivaldría luego al simple discutir. Se disiente y se diserta bajo una relación, un modo sometido a prueba, en oposición a la opinión lógicamente contraria. Esta sería una filosofía romana que adopta una posición estratégica en la disputa, cual combatiente; actitud que se hereda de la Grecia arcaica, y por extensión, de la sofística, y que no escatima en retórica para adornar sus razones al pretender así adquirir el estatuto de “perfecta filosofía”[5]. Y a juicio de Cicerón, la pretensión de hallar por esta técnica la posible verosimilitud pertenece a la Grecia clásica posterior: “Mas se procedía así: cuando aquel que deseaba oír había dicho cuál era su parecer, entonces yo lo contradecía. En efecto, éste es, como sabes, el método antiguo y socrático de disertar contra la opinión de otro. Pues Sócrates juzgaba que de esta manera se podía encontrar muy fácilmente qué fuera lo más verosímil. Mas para que nuestras disputas sean explicadas más cómodamente, las expondré como si el asunto se representara y no como si se narrara. Luego así nacerá el exordio” (Tusc, 4).
El acto de recopilar, equiparable al de narrar, de algún modo conduce a la filosofía en tanto una de las artes de la “recta vía del vivir”, pero como mera urdimbre o exordio, aunque racional[6]. En esto, existir se equipara a estimar la vida según una filosofía de preámbulos y un arte de la preparación, que no de conclusiones. No se define aquí qué signifique o conlleve existir, pero se acude a la ética para optar sin más por una recta vía del vivir[7]. Y acorde con Epicarmo, pensar la muerte se reduce a no estimarla, según cualquiera, sanamente: “Morir no quiero, nada estimo que yo esté muerto”, “Emori nolo, se me esse mortuum nihili aestimo”[8]. La pregunta por la liberación de la muerte refleja a un Cicerón-filósofo que no puede dejar de cavilar abstracciones, por pura concupiscencia de la cognición, esto es, al menos, por un filosofar no dogmático, ya con la conciencia de no combatir con palabras sino con razones, al punto de convertir el encanto de la trama ordenada en un modo de “explicar”. Cicerón no se avergüenza al reconocer que no sabe algo, pero aún ante el escepticismo por las especulaciones filosóficas sobre la muerte, no tiene tapujos en defender una teoría del ánima como principio eterno, lo que sorprende cuando uno de los participantes en el diálogo reconozca que se puede actuar estúpidamente, propio de alguien embotado, al decir algo contradictorio; primero que los muertos son míseros, y luego, asentir a que no hay nadie en los infiernos: “No soy tan estúpido, que diga eso”, “Non su mita hebes, ut istud dicam” (Tusc, 6). Y por último, reconoce algún tipo de problema en la expresión: “Tal vez no digo aún lo que siento”, “Non dico frotase etiam quod sentio” (Tusc, 8). Así, no resulta lícito sostener que tras la muerte no hay nada, y a la vez, apostar por la eternidad de un alma, lo que descubre una falacia filosófica, al no lograrse participar por la palabra, los sentimientos. Cicerón dejó de lado al problemático Demócrito, pero no obvia la dificultad de la frase de Epicarmo. Si bien, la doctrina sobre la liberación del miedo a la muerte surge ante la imposibilidad de responder a la cuestión de qué sea el alma, en concreto antecede a esta angustia la ansiedad de vivir ante la idea de la muerte: “¡Qué? Los que vivimos, puesto que hemos de morir, ¿no somos míseros? En efecto, ¿qué jocundidad puede haber en la vida cuando por días y noches hemos de pensar que de un momento a otro vamos a morir?” (Tusc, 8). Sin embargo, esta “ansiedad del vivir ante la muerte”, por la “cogitación” de la muerte, se ignora al contraponerle la negación de que sea un mal el hecho de morir: “Porque, dado que después de la muerte no hay mal alguno, ni siquiera la muerte es un mal, próximo a la cual hay un tiempo después de la muerte en el que  concedes que no hay mal alguno. Así, ni siquiera el hecho de que uno tenga que morir es un mal” (Tusc, 8). Entonces, se confiesa que nada hay luego de la muerte para disipar el temor, pero al abordar el problema de la permanencia del ánima, esto se olvida. Una vez más Cicerón conoce las teorías que niegan el dualismo “alma-cuerpo”, pero simplemente las enumera para concluir que sobre el tema se disiente, y luego adscribirse al platonismo. Adviértase que la frase de Epicarmo, tal y como la recoge Cicerón, no estima la muerte, y por eso habría que aferrarse y valorar la vida, lo que difiere de la indiferencia estoica ante la muerte y que no se la considere un mal: “Hay, en efecto, quienes juzgan que la muerte es la separación del ánimo lejos del cuerpo. Hay quienes piensan que no se realiza separación alguna, sino que juntamente mueren el ánimo y el cuerpo, y que el ánimo se extingue en el cuerpo. De los que piensan que el ánimo se separa, unos que se disipa al instante, otros que permanece durante largo tiempo, otros que siempre. Y bien, sobre qué sea el ánimo mismo o donde o de dónde sea, hay una magna disensión” (Tusc, 9). Por lo tanto, desde la Antigua Roma, la teoría del ánima como aspecto físico o simple efecto por resonancia o resultado de poner en movimiento el cuerpo, esto es, el alma como fuerza o tensión de lo corporal, se rechaza sin argumento por mera preferencia de un ánima en tanto unidad indivisible, para así asegurar la inmortalidad: Aristójeno, músico y también filósofo, dijo que el ánimo es una especie de tensión del cuerpo mismo; que así como en el canto e instrumentos de cuerdas se produce lo que se llama armonía, así, merced a la naturaleza y figura de todo el cuerpo, se producen varias vibraciones, como en el canto los sonidos” (Tusc, 10). Pero si bien Cicerón considera difícil optar por una sentencia con relación a lo que sea el alma, disertar sobre la cuestión sólo se encara para convencer sobre el carácter absurdo del temor a la muerte[9]. Se opta por lo anterior, no debido a un análisis del sentimiento referido a las emociones y afecciones suscitadas por la pérdida efectiva de la vida, sino transferida la angustia a la idea de la pérdida del sentido. A Cicerón le tiene sin cuidado cuál sentencia sea la verdadera, pero toma posición a favor de un ánima indivisible, porque así no habría que temer a la muerte en tanto no se sentiría ningún mal, y no considera la perdida de la vida como algo concreto que durante la existencia se pueda temer perder: “Lo que entiendo que tú prefieres, pienso que eso es más cómodo. En efecto, la razón demostrará que, cualquiera que sea la verdadera de aquellas sentencias que expuse, la muerte o no es un mal, o mejor, es un bien. Pues si el ánimo es el corazón o la sangre o el cerebro, ciertamente, puesto que es cuerpo, desaparecerá con el resto del cuerpo; si es aire, tal vez se disipará; si fuego, se extinguirá; si es la armonía de Aristójeno, se disolverá. ¿Qué diré de Dicerarco, quien dice que nada en absoluto es el ánimo? Conforme con todas estas sentencias, nada puede pertenecer a nadie después de la muerte, pues juntamente con la vida se pierde el sentido. Mas a quien no siente, nada hay que le importe en forma alguna” (Tusc, 12).
En contraste con las demás sentencias, Cicerón iguala este escepticismo con la opinión y creencia en la existencia del cielo como destino del alma: “Las sentencias de los otros dan la esperanza, si acaso esto te deleita, de que puedan los ánimos, cuando se hayan retirado de los cuerpos, llegar al cielo como a domicilio suyo” (Tusc, 12). Si desde el escepticismo supuestamente se disculpa la indiferencia por el hecho de no sentir nada el muerto, la teoría atomista de Demócrito[10] obligaba a retirar el asenso del interlocutor del diálogo a la teoría platónica. Se acomodan aquí las dos teorías para no temer a la muerte y creer en la permanencia de los ánimos después de la muerte, y no se considera que la teoría democrítea anule la esperanza platónica: “M. Luego ¿para qué necesitas de nuestra ayuda? ¿Acaso podemos superar en elocuencia a Platón? Desenrolla aquel libro suyo que trata del ánimo: nada te quedará que desear.  A. Lo hice ¡por Hércules! Y en verdad muchas veces; pero no sé de qué modo, mientras lo leo, asiento; cuando dejo el libro y yo mismo empiezo a reflexionar conmigo sobre la inmortalidad de los ánimos, todo aquel asenso se esfuma. M. ¿Qué, esto? ¿Admites o que los ánimos permanecen después de la muerte o que desaparecen con la muerte misma? A. Lo admito, de verdad. M. ¿Qué, si permanecen? A. concedo que son dichosos. M. ¿Pero si desaparecen? A. Que no son míseros porque ni siquiera existen; pues esto mismo, obligados por ti, lo concedimos un poco antes” (Tusc, 12). En adelante, la permanencia de la muerte se convierte en opinión injerta como natural y se argumenta que era un pensamiento “ínsito”, congénito, en los antiguos[11]. Aquí, Cicerón agrega que sin este pensamiento ingénito o natural -aunque también ínsito significaba lo injertado-, no se explicaría la sanción del derecho pontificio a la violación de sepulcros e insinúa que esto no tendría sentido, si no hubiera estado fijo en las mentes (nisi haereret in forum mentibus) de los antiguos que la muerte no es una aniquilación de la vida, sino que implica cierta migración hacia una conmutación de la vida. Pero por lo restante, Cicerón parece consciente de la ignorancia de los antiguos en cuestiones físicas y del hecho de ser movidos estos por causa de algunas visiones a creer que los retirados de la vida estaban vivos. Cicerón supone que con la eliminación de la idea de la muerte como una pérdida de lo que representa la vida, y que para interpretar el texto se podría denominar “la delectación de vivir”, cesaría el luto, idea esta controvertible si se advierte que, de hecho, el tiempo solo abstrae el luto. Antes que técnicas o dispositivos para  el dolor, el texto tusculano esconde un mero mecanismo de abstracción: “¿Quién hay que no llore la muerte de los suyos ante todo porque los considera privados de las comodidades de la vida? Elimina esta opinión: eliminaras el luto. En efecto, nadie se acongoja por su propia incomodidad; se duelen tal vez y se angustian. Pero aquella lúgubre lamentación y llanto acongojante deriva del hecho de que juzgamos que aquel a quien amamos está privado de las comodidades de la vida y que siente esto. Además, lo sentimos así siendo aquí a la naturaleza, sin ningún razonamiento y sin doctrina alguna” (Tusc, 15).
Así pues, Cicerón sí desprecia las opiniones ínsitas, la guía de la naturaleza, en contraposición al razonamiento doctrinal, para, por el contrario, valorar el pensamiento natural cuando atañe a la argumentación sobre la inmortalidad, hasta acomodar la frase sobre la generosidad de plantar árboles para futuras generaciones, a la pertenencia a la posteridad: “Pero el máximo argumento es que la naturaleza misma juzga tácita sobre la inmortalidad de lo ánimos, pues todos tienen cuidados, y en verdad los máximos, las cosas que sucederán después de la muerte. “Siembra árboles que al otro siglo sirvan”, como dice Estancio en los Sinefebos, ¿qué significa sino que también los siglos posteriores le pertenecen?” (Tusc, 15). El interés humano habla de la muerte incluso en términos de pertenencia y no se abre a la posteridad con generosidad y entrega. Y el sentimiento humano se vende a la idea de la posteridad, al punto de valorar la muerte con objetos para tasarla con el pensamiento indefinido de un futuro. Incluso la vida de los hijos se convierte en un importe cuya cuantía se estima por el pensamiento del expectante: “¿Qué significa la procreación de los hijos, qué la propagación de nuestro nombre, qué la adopción de hijos, qué la diligencia de los testamentos, qué los monumentos mismos de los sepulcros y epitafios, sino que nosotros pensamos también en lo futuro?” (Tusc, 15). Todo en la vida se convierte en un significante de la cogitación del futuro (Vivere est cogitare). Estos montos a pagar por la figuración sorprenden entre estoicos ejercitados en llamar aparte (Sevoco: Apartar, retirar); estrategia de cierre ante el discurso y la costumbre, por lo visto, sólo cuando conviene, y hasta la refieren al “magno ingenio” que Cicerón deduce del mecanismo de separación por el pensamiento: “Mas es de magno ingenio apartar la mente de los sentidos, y alejar el pensamiento de la costumbre”, “Magni autem est ingenii sevocare mentem a sensibus et cogitationem ab consuetudine abducere” (Tusc, 18). Pero, ¿cómo se puede discurrir de esta manera, cuando más adelante se sentencia con precisión que la separación angustia y martiriza (excrucio: atormentar)? “Nos angustia, o más bien, nos atormenta este hecho: la separación de todas aquellas cosas que son bienes en la vida”, “Illud angit vel potius excruciat, discessus ab ovnibus iis, quae sunt bona in vita” (Tusc, 38). Incluso se atreve Cicerón a burlarse de Dicearco por no admitir la existencia del ánimo, pero no advierte en cambio el problema de la abstracción de los sentimientos: “Mas a Dicearco junto con Aristójeno, contemporáneo y condiscípulo suyo, hombres doctos sin duda, omitamos; uno de los cuales parece que ni siquiera se dolió alguna vez, pues no advertía que tenía ánimo; el otro de tal manera se deleita con sus cantos, que intenta transferirlos aun a estas cosas” (Tusc, 19). Admítase que supuestamente Dicearco no sintiese, al no creer que había en él un ánimo, pues no se condolió, entendido el verbo “condolesco” por “sufrir mucho” o “condolerse (con otro)”, es decir, conmoverse apiadado; ni siquiera algún día, al menos, “al parecer” de Cicerón: “Dicaearchum vero com Aristoxeno aequali et condiscipulo suo, doctos sane homines, omittamus, quórum alter ne condoluisse quidem umquam videtur, qui animum se habere non sentiat, alter ita delectatur suis cantibus, ut eos etiam ad haec transferre conetur” (Tusc, 19). Pero en tanto para Cicerón, Aristójeno obtuvo su doctrina del alma por transferencia del modelo musical, no se pude admitir que Cicerón aísle el ánimo del cuerpo y no acepte que constituya una armonía del cuerpo: “Mas podemos conocer la armonía por las gradaciones de los sonidos, cuya varia composición también realiza muchas armonías; en cambio, qué armonía puedan realizar la situación de los miembros y la figura del cuerpo vacía de ánimo, no veo. Pero éste, aunque es erudito, como lo es, ceda estas cosas a su maestro Aristóteles; enseñe él mismo a cantar. Bien, en efecto, se prescribe con aquel proverbio de los griegos: En este arte que cada quien sabe, ejérzase” (Tusc, 19-20).
Descubrir la armonía por los intervalos, “plurales” por la composición varia, dista de la sustracción que del ánimo hace Cicerón de la figura vacía del cuerpo, por contraposición, para, por lo demás, no aceptar mezclar los modelos propios de las actividades artísticas y las filosóficas para ejemplificar la disposición virtuosa. En realidad, Cicerón teme más a la teoría física por la disgregación del ánimo, lo que le obliga a pensar el ánima como elemento más sutil que el aire mismo. Incluso no se recela que el ánimo se desperdigue, que se divida y se vuelva átomos, sino que se disipe, que se gaste, superfluo o disperso.

2.      Moralización terapéutica: liberación del ánima del deseo por intelección
El temor de la disolución del alma, incita a defender el pensamiento del ánimo como lo más alto en la esfera física, por lo que se procura un contraste con los conceptos de velocidad y calidez. El ánimo no puede ser armonía, pero sí cálido y veloz. Cicerón intuye la permanencia del ánimo por un mayor ardor que el aire, a lo que le agrega también una mayor “celeridad” (Tusc, 20). Incluso a este nivel se aprecia una comparación por medición de fuerzas (contendo), entre el ánimo y los cuatro géneros que componen las cosas. Pero en lo psicológico, se determina la dicha tras la muerte, en un lugar en el que el ánimo, si permanece incorrupto e igual a sí mismo, alcanzaría la levedad y el calor semejante al suyo, del que se alimentará, sin necesidad de moverse, equilibrados los pesos, tras “abandonar” el cuerpo, y cuando de la pasión amorosa (cupiditas) estemos desprovistos (Expers, ertis), faltos de la liviandad del deseo, y de la envidia por emulación en competencia, mientras se afirma una pasión amorosa por ver lo verdadero en una cierta capacidad de laxitud expectante y perspicaz que alude al conocimiento capaz de examinar con detenimiento: “Y como solemos ser inflamados por las teas del cuerpo a casi todos los deseos, y tanto más nos encendemos porque estamos envidiosos de los que tienen las cosas que nosotros deseamos tener, sin duda seremos dichosos cuando, abandonados los cuerpos, estemos exentos tanto de ansias como de envidias; y lo que ahora hacemos cuando estamos libres de cuidados, a saber, que queremos observar y ver algo, entonces lo haremos mucho más libremente y nos pondremos enteros a contemplar y examinar las cosas, ya que por naturaleza hay en nuestras mentes un deseo insaciable de ver lo verdadero; y los límites mismos de aquellos lugares a donde habremos llegado, al darnos un conocimiento más fácil de las cosas celestes, nos darán un deseo mayor de conocerlas” Tusc, 21).
La vida entera se moraliza por la desvalorización del deseo, despreciado en torno a “haber deseado”, al “deseo de tener” (habiturio), deseo de dominio en el trato, acaso un sentido este del suscitar acciones deseadas, de conducirse y pronunciarse con enjundia, en el que se esconde un ideal del honor y la dignidad por el mantenimiento de un orden de cosas y personas, pero en tanto la deliberación no trasciende nunca una mera estimación y apreciación. Allí donde se piensa escoger racionalmente, pudiera sólo haber deseo. De otra parte, la filosofía paterna y ancestral, encendida por el ansia de conocimiento, nacería de la contemplación de la belleza, al decir de Teofrasto: “Haec enim pulcritudo etiam in terris “patritam illam et avitam”, ut ait Theophrastus, philosophiam cognitionis cupiditate incensam excitavit” (Tusc, 21). Para Cicerón, los elementos terrenos obstruyen la buena visión, en comparación con la contemplación del ánima liberada, y bastante irónico, desprecia la filosofía natural epicúrea que se jacta de no temer a los mitos de la muerte: “Pensando en esto, suelo, en verdad, admirar muchas veces la insolencia de algunos filósofos que admiran el conocimiento de la naturaleza, y al inventor y príncipe del mismo exultantes dan gracias y lo veneran como dios; pues se dicen liberados por él de gravísimos tiranos: un terror sempiterno y un miedo diurno y nocturno. ¿De qué terror? ¿De qué miedo? ¿Qué anciana es tan delirante que tema esas cosas que vosotros, si no hubierais aprendido la física, sin duda temeríais: “Las hondas moradas Aquerusias del Orco, pálidos lugares de la muerte, nublados de tinieblas?” ¿No se avergüenza un filósofo de gloriarse en el hecho de que no teme estas cosas y de que conoció que son falsas? Por ello puede entenderse cuán agudos son por naturaleza quienes, sin doctrina, habrían creído en estas cosas” (Tusc, 23).
Cicerón punza, satírico, toda preparación filosófica ante la muerte por carecer de pudor, al gloriarse de no temer al infierno por el conocimiento de su falsedad: “No pudet philosophum in eo gloriari, quod haec non timeat et quod falsa esse cognoverit?”. Y ante el reparo de no poder conocer el ánimo separado del cuerpo, objeta que tampoco se lo entendería en el cuerpo, o que da lo mismo: “Haec reputent isti, qui negant animum sine corpore se intelligere posee: videbunt quem in ipso corpore intelligant” (Tusc, 24). Y pasa a proponer entender la intelección del ánimo por un ver el ánimo con el ánimo mismo, ver el ánimo el mismo ánimo (animo ipso animo videre), lo que asegura significa el precepto de Apolo en su interpretación: “Est alud quidem vel maximum animo ipso animum videre et nimirum hanc habet vim praeceptum Apolonis, quo monet ut se quisque noscat” Tusc, 24). Y el cuerpo resulta relegado a “animi receptáculum”, receptríz, asilo del ánimo. Y a todos los filósofos que disiden de Platón al afirmar que las ánimas son eternas al moverse por sí mismas, se les llama plebeyos: “Siente, pues, el ánimo que se mueve. Cuando esto siente, siente también que se mueve por su propia fuerza, no por una ajena, y que no puede acaecer que él sea abandonado jamás por él mismo. Con esto se demuestra su eternidad, si no tienes alguna objeción al respecto” (Tusc, 26). La preocupación filosófica por la muerte se confunde así con la de la explicación de la sensibilidad, y de la memoria, cuya proveniencia, escéptico Cicerón, no se avergüenza de confesar no saber lo que no sabe, de ignorar lo que ignora (nec me pudet, ut istos, fateri nescire quod nesciam), pero sostiene que en el ánimo no hay nada así como un recipiente, y rechaza que el ánimo reciba impresiones como la cera o que la memoria consista en vestigios de las cosas marcadas en la mente, aún determinada la “cogitación” como fuerza. Y también rechaza que la memoria esté formada de un elemento terreno y caduco, para relacionarla con la fuerza divina, por lo que otorga a la filosofía estatuto de don, invento de dioses: “sin duda me parece divina esta fuerza que realiza tantas y tan grandes cosas. ¿Qué es, en efecto, la memoria de las cosas y palabras? ¿Qué, además, la invención? A buen seguro, aquello mayor de lo cual nada puede entenderse, ni siquiera en un dios”. “Prosas haec divina mihi videtur vis, quae tot res efficiat et tantas. Quid est enim memoria rerum et verborum? Quid porro inventio? Profecto id, quo ne in deo quidem quidquam maius intelligi potest” (Tusc, 30).
Florecer, estar lleno de vida (vigeo), saber, inventar, recordar, pertenecen al orden divino, y para Cicerón también al ánimo, como antes para Eurípides la mente, a lo que se agregará la teoría de una quinta naturaleza. Para Cicerón, en el ánimo no se puede encontrar nada compuesto (nihil enim est in animis mixtum atque concretum…) y la divinidad se concibe como mente independiente y libre, segregada de toda concreción mortal (Nec vero deus ipse, qui intelligitur a nobis, alio modo intelligi potest nisi mens soluta quaedam et libera, segregata ab ovni concretione mortali), sintiendo y moviendo todo, provista ella misma de movimiento sempiterno (omnia sentiens et movens ipsaque praedita motu sempiterno) (Tusc, 30). De este modo, enfatiza en la fuerza del ánimo, y no en la posibilidad de ver su forma o semblante (facie), lo que ni siquiera resulta inquirible (Qua facie quidem sit aut ubi habitet ne quaerendum quidem est) (Tusc, 31). No obstante, establecida la cabeza como morada de la fuerza de la mente, que a su vez se reconoce (agnosco) por la memoria, la invención, y la celeridad, así como por la pulcritud virtuosa, por analogía con Dios, al que no se ve pero se reconocería en sus obras, Cicerón hace del alma un objeto de conocimiento: “Entonces ¿en qué lugar está? Creo de verdad que en la cabeza y puedo aducir razones por qué lo creo. Pero en otra ocasión, dónde está el ánimo: ciertamente está en ti. ¿Qué naturaleza tiene? Una propia, pienso, y peculiar suya. Pero hazla ígnea, hazla aérea: nada tiene que ver con aquello de que tratamos. Sólo atiende a esto: que así como conoces a Dios, aunque ignores su morada y su faz, así tu ánimo debe serte conocido aunque ignores su morada y su forma” (Tusc, 32). De tal manera, Cicerón apela a una analogía ficticia, persiste en que el ánimo es indivisible y define la muerte por la separación (discesus, secretio, diremptus). En todo caso, estas enmarañadas explicaciones asocian la experiencia del sufrimiento al de la muerte, no por temor a la misma, sino por el placer de la argumentación filosófica sobre la eternidad del ánima, para lo que se trae a cuento la libre contumacia de Sócrates ante el dictamen de su muerte[12].
Y a esta contumacia libre derivada de la grandeza del ánimo, se le opone, al salir (excedo) del cuerpo, el curso del ánimo de los contaminados con los vicios y consagrados a lo libidinoso o que cometieron fraudes, etc, y que por lo mismo se excluyen y asilan (seclusum) del concilio de los dioses. La digresión de la muerte se traduce en un asunto de exceder o sobrepujar el ánimo, contumaz y libre, la corrupción corporal. El cuerpo como obstáculo del ánimo en el regreso hacia la divinidad hace pensar la existencia de dos vías en la vida: “Así, en efecto, pensaba y así disertó: que son dos vías y doble el curso de los ánimos cuando se retiran del cuerpo, pues que los que se contaminaron con los vicios humanos y se entregaron enteros a las pasiones, cegados por las cuales o se enfangaron en los vicios domésticos, y en las afrentas o cometieron fraudes inexpiables haciendo violencia contra su república, tienen un camino desviado, alejado del concilio de los dioses. Que, en cambio, para los que se conservaron íntegros y castos y tuvieron un contacto mínimo con sus cuerpos y siempre se aparataron de ellos e imitaron en sus cuerpos humanos la vida de los dioses, se abre el regreso fácil hacia aquellos de los cuales precedieron” (Tus, 33)
Relacionado el delito con la reparación, pero establecido el fraude como un delito sin expiación posible, Cicerón admite un exceso en el conocimiento semejante al de los límites de la visión, que extrañamente mezcla con el placer de morir. El placer de la filosofía, se identificaría con el perder el conocimiento por el conocimiento. En este punto, Cicerón se solaza en contradicciones, irresoluto (como se le dificultaba decidir entre Pompeyo y Cesar),  no sin lirismo: “Y así, recuerda (Sócrates) que, igual que los cisnes que fueron dedicados a Apolo no sin causa sino porque parece que de él tienen la adivinación, por la cual previendo qué bien hay en la muerte, mueren con canto y placer, así deben hacer todos los buenos y doctos. Y en verdad nadie podría dudar de esto, si no nos acaeciera, cuando diligentemente pensamos sobre el ánimo, lo mismo que muchas veces les adviene a los que miran con persistencia al sol moribundo, a saber, que pierden totalmente la vista” (Tusc, 33).  Y esta abstracción del conocimiento mismo embotado por exceso, y al decir de Cicerón, del mismo modo que pierde la vista el que mira el sol moribundo; la “acies mentis”, la penetración mental, la fuerza de la mente, la línea de la mente o la punta de la mente, al intuirse, no puede nunca debilitarse, o se embotaría (hebesco), por lo que el discurso se acarrearía adversamente, vacilante y dubitante en la circunspección. Lo importante aquí no está ya en ninguna cogitación dubitante, sino en el estorbo de la mente, no para sí, sino por pérdida de fuerza, debilitada, sin punta, embotada. El discurso sobre el ánimo se pierde en la inmensidad: “Así, la agudeza de la mente, mirándose a sí misma, algunas veces se embota, y, por esta causa, perdemos la diligencia del contemplar. Y así, dudoso, perplejo, vacilante, temeroso de muchas adversidades, como en una balsa en el inmenso mar, boga nuestro discurso” (Tusc, 34). “Commentatio” de la muerte, la vida filosófica ejemplificada en Catón se alegra de encontrar una causa justa para morir, como liberado por el dios, en tanto se discierne la muerte al disociar el ánimo del cuerpo (Secerner autem a corpore animum ecquid aliud est quam mori discere), llamado aparte (Sevoco), retirado el ánimo de todo negocio, al punto de trastocar los términos y llamar a la vida muerte, por lamentable (nam haec quidem vita mors est, quam lamentari possem, si liberet) (Tusc, 34). En lo restante del libro I, comienza Cicerón a considerar el dolor a partir de la doctrina de Panecio. Poco a poco, el tema de la muerte pierde importancia y cede a un dolor no considerado argumento sino sólo en tanto cuestión filosófica. El dolor no es un asunto a tratar temáticamente, a narrar o conceptualizar en el estoicismo clásico. Y bien que, nada se hace necesario, o conveniente, presumir demasiado, “etsi nihil nimis oportet confidere”, relacionado el escepticismo aquí con el desconfiar (diffido), Panesio disiente de su Platón: “Afirma, en efecto, lo cual nadie niega, que lo que es nacido muere, pero que nacen los ánimos como lo declara la semejanza de aquellos que son procreados, la cual aparece también en los genios, no sólo en los cuerpos. Mas aduce otra razón: que nada hay que se duela sin que pueda también estar enfermo; mas que lo que cae en un morbo, también desaparecerá; pero los ánimos se duelen, luego también desaparecen(Tusc, 36). Panecio identifica al dolor como constituyente del ánimo, y por lo mismo, signo de la disipación. Por esta razón, Cicerón se ve obligado a acudir a la figura de las partes de la mente, y a una parte vacía o falta de (vacivus) turbiedad, referida esta al movimiento. “Estas cosas pueden refutarse: son, en efecto, propias de quien ignora que, cuando se habla de la eternidad de los ánimos, se habla de la mente, que siempre está libre de todo movimiento turbio, y no de aquellas partes en las cuales se hallan las aflicciones, las iras y los deseos, las que éste, contra quien estas cosas se dicen, piensa que están remotas y separadas de la mente” (Tusc, 36).
Trata entonces Cicerón a Panecio de ignorante, al no pensar (puto) con Platón que padecer acritudes por dificultad, iras y deseos, reside en torno a partes retiradas (semotas) y separadas; asiladas, guardadas aparte (disclusas), como el Hades. Los sentimientos son cerrados, acabados (de “Claudo”: Cerrar; separadamente, antepuesto el prefijo “dis”, para restañarlo a distancia, por omisión de la “parte” mental). Cicerón abstrae al prescindir de los sentimientos. Por así decirlo, en retiro intelectual, ignora que “quita” a los sentimientos de la parte mental, y disculpa la abstracción en tanto una determinada figura corporal embota o aguza la mente, en una especie de genética de la figura: “Por otra parte, la semejanza aparece más en los animales, cuyas almas están desprovistas de razón. En cambio, la semejanza de los hombres se manifiesta en la figura de sus cuerpos, e importa mucho en cuál cuerpo estén colocados los ánimos mismos; pues del cuerpo se originan muchas cosas que aguzan la mente, muchas que la embotan” (Tusc, 37). Después, pasa a localizar los ánimos en el cuerpo, para no entrar en la discusión de la similitud y evitar problemas metafísicos que pudieran comprometer una analogía entre el nacimiento del cuerpo y el nacimiento de los ánimos. Y antes de tematizar o conceptualizar el dolor, supedita su consideración a que en caso de desaparecer los ánimos, no implicaría un mal la muerte, carente de sentido el cuerpo: “Fac enim sic animum interire, ut corpus: num igitur aliquis dolor aut omnino post mortem sensus in corpore est?” (Tusc, 37). Entonces, vuelve y se contradice, al negar un lugar a los ánimos cuando antes los ubicaba en el cuerpo, y no asume el problema del dolor sino que examina de nuevo si en la muerte hay dolor, lo que niega, y sin embargo, sí concede una muerte placentera. ¿Por qué no se puede equiparar la apreciación del placer a la del dolor en el momento de morir? Incluso se define la muerte como separación de los ánimos, pero se califica de exiguo creer que tal separación fuese dolorosa, sin sospechar que el somero pensamiento de la muerte como separación dualista de un elemento que anime al cuerpo, no ligado con los sentimientos, también resulte insulso: “Así pues, ni siquiera en el ánimo permanece la sensibilidad, pues él mismo en ninguna parte está. ¿Dónde, pues, está el mal, puesto que no hay una tercera cosa? ¿Acaso en el hecho de que la separación misma del ánimo lejos del cuerpo no se hace sin dolor? Aunque crea que así es ¡cuan exiguo es ello! Pero juzgo que es falso, y sucede, por lo común, sin nuestro conocimiento; algunas veces aun con placer. Además, todo conocimiento, como quiera que sea, es leve, pues sucede en un instante” (Tusc, 38).

3.      Angustia: De sentir dolor, constituyente del ánimo y signo de disipación a la ansiedad cruel del “tormento” (o dolor penoso, por “carecer”)
La adjetivación de una procedencia, de una partida que implica privación, “faltar”; un singular “desde este”, “desde tal”, sirve de raíz a la angustia detallada por el ablativo de “cruciatus”. Abstraído el filósofo del dolor, Cicerón determina su fuente en la “separación” de un “este”. El echarse a perder deshonroso en el jugar con (Illudo) la angustia, y esta ansiedad propia de la opresión, la estrechez, la dificultad, la brevedad y el apuro ante lo escaso; la concisión y el respectivo sentir de verse apocado, de estar en tal brevedad, no de la vida, sino de la posesión de los bienes en la vida, conduce al martirio, al tormento. En otras palabras, el tormento, la angustia, descubre a alguien que recrea obstinadamente el dolor o teme la pérdida de “algo” o “alguien”. Y también, en el encruelecerse filosófico, la toma de distancia frente al sentir dolor puede dar pie a la burla o al desprecio frente a otras concepciones del dolor. En definitiva, al sentido de la carencia, le precede el de la pura repentina separación de algo singular. Y toda separación, salida, división o retiro, implicaría también un refugiarse ante el temor, y por consiguiente, involucra como efecto otra búsqueda, y por resultado, otro irremplazable “éste” que queda como bien al que aferrarse. Tras la sombra de lo desaparecido, se atisba la necesidad de otra disposición libre ante la futura omisión imprevista de la nueva enajenación ante algo. Y ese es el punto: a toda enajenación la precede la inadvertencia de una exigencia filosófica de separación frente a cualquier bien, so pena de incurrir en incuria o indolencia. Así pues, angustia y apatía no son excluyentes. Si nos atormenta la separación de los bienes en la vida, el mal se convierte para Cicerón en discurso neto de filosofías que solo entran en necedades, reflexiones inútiles o principios vacíos, valoración esta discutible: “Illud angit vel potius excruciat, discessus ab ómnibus iis, quae sunt bona in vita. Vide ne a malis dici verius possit” (Tusc, 38). Cicerón concede ir contra el no tener derecho de llorar la vida de los hombres, pero no estima necesario deplorarla para la discusión de si habrá miseria tras la muerte, tras lo cual se afirma que la muerte nos aleja de los males, no de los bienes. Esta filosofía vana repercutiría tanto que invita incluso al suicidio, extremada la impertinencia de Cicerón al hablar mal incluso de los Cirenaicos: “Observa que se puede decir, con más verdad, de los males. ¿Por qué habría yo de llorar ahora la vida de los hombres? Con verdad y con derecho puedo. Pero ¿qué necesidad hay, si trato de que no juzguemos que nosotros seremos míseros después de la muerte, de hacer de la vida, deplorándola, aun más mísera? Hicimos esto en ese libro en el que nos consolamos a nosotros mismos cuanto pudimos. Así pues, si buscamos la verdad, la muerte nos aleja de los males, no de los bienes. Y por cierto tan copiosamente es disputado esto por Hegesias el cirenaico, que se dice que el rey Ptolomeo le prohibió que hablara de esto en las escuelas, porque muchos, oídas estas cosas, se daban ellos mismo la muerte” (Tus, 38).
Pero si más allá de lo anecdótico cometían el suicidio al escuchar que la muerte libera de los males, seguro se estimaba una condición mísera, aunque la vida no lo fuera. Pareciera que Cicerón observa una cierta invitación del platonismo a morir y admite, moderadamente, incomodidades en la vida: “Hay, por cierto, un epigrama de Calímaco para Cleombroto de Ambracia, de quien dice que, aunque nada adverso le había acaecido, desde un muro se arrojó al mar después de haber leído el libro de Platón. Mas de aquel que dije, Hegesias, hay un libro, Apokarterón, en el cual cierta persona que, por inedia, se estaba separando de la vida, es revocada por sus amigos; respondiendo a los cuales, enumera las incomodidades de la vida humana. Yo podría hacer lo mismo, aunque menos que aquel que juzga que a nadie en absoluto le conviene vivir” (Tusc, 38). El aconsejador de la muerte escribió sobre “el que se deja morir de hambre”, en relación a la incomodidad del vivir, y a la imposibilidad de alcanzar el bien o el placer. Pero Cicerón sólo analiza lo pertinente a la discusión aludida, ahora sobre la pérdida del sentido de los males (hoc autem tempore sensum amisit malorum). Algo de la filosofía cirenaica se mezcla en la actitud escéptica, aunque Cicerón rechaza el apasionamiento napolitano y griego, que celebraba la recuperación de Pompeyo, aunque políticamente oportuno: “Ineptum sane negotium et Graeculum, sed tamen fortulabantur”. Y porque juzga que Pompeyo solo experimentaría calamidades con la prolongación de su vida; la propagación de la vida únicamente traería males: “Qui si mortem tum obisset, in amplissimis fortunas occidisset, is propagatione vital quot, quantas, quam incredibiles hausit calamitates!”. “Si éste se hubiera encontrado entonces con la muerte, habría perecido en medio de amplísimas fortunas. Con la prolongación de su vida, ¡cuántas, cuán grandes, cuán increíbles calamidades tragó” (Tusc, 40). Pompeyo extraería o consumió calamidades de la propagación de su vida; absorbió o incluso devoró calamidades. Raro el uso premeditado de “haurio”. Pero aparte de si se equivoca Cicerón en sus consideraciones metafísicas, “suelto”, espeto de la desaparición de los males por la muerte y no de los bienes, pues sí señala que el común de los mortales no piensa que le vayan a acaecer “estas” calamidades. Y recuerda que los asuntos humanos carecen de certeza: “Estas desventuras son ahuyentadas con la muerte aun si no sucedieron, porque empero pueden suceder. Pero los hombres no piensan que estas cosas les puedan suceder. Cada uno espera para sí la fortuna de Metelo, como si, o fueran más los afortunados que los infelices, o hubiera alguna certeza en las cosas humanas, o fuera más prudente esperar que temer” (Tusc, 40).
Filosofía del temor esta, frente al pensamiento común, que sin embargo no se distancia mucho del pensar de Cicerón cuando admite, sin advertirlo, que la muerte es nula, y que obviamente el muerto “carece” de la vida, por lo que ya no carecería de nada. Cicerón comienza a precisar sentidos del dolor, el tema de la disputa tusculana II: “Pero concédase esto mismo: que los hombres son privados de las cosas buenas con la muerte. ¿Luego también que los muertos carecen de las comodidades de la vida y que esto es mísero? Ciertamente es necesario que así digan. ¿Acaso aquel que no existe puede carecer de alguna cosa? En efecto, es triste el nombre mismo “carecer”, porque encierra este sentido: tuvo, no tiene, echa de menos, requiere, necesita. Éstas, opino, son las incomodidades del carente: carece de ojos, le es odiosa la ceguera; de hijos, la privación. Esto vale en los vivos; en cambio ninguno de los muertos carece no ya de las comodidades de la vida, sino ni siquiera de la vida misma. Hablo de los muertos, los cuales son nulos. Nosotros, que existimos, ¿carecemos acaso de cuernos o de plumas? ¿Alguien diría esto? Ciertamente nadie. ¿Por qué así? Porque si no tienes aquello que no te es apto ni por su uso ni por su naturaleza, no estarías carente aunque sientas que no lo tienes” (Tusc, 40). Para Cicerón, el dolor del carecer no constituía un mal si no que resultaría necesario. En la muerte no hay sentido, y la filosofía sólo insiste al ejercitar el examen del asunto, a tenor de sacudida, por lo que cabría pensar que oscurece su discurso en lugar de afirmar proposiciones dogmáticas, para rebatirlas. Y a esta altura, Cicerón ha olvidado sus argumentos anteriores contra la muerte del ánima. Prefiere acomodarse en una concepción metafísica que admitir la contradicción, que abandona para pasar al análisis del significado de “carecer”: “Se ha de insistir una y otra vez en este argumento, una vez confirmado aquello de lo cual, si los ánimos son mortales, no podemos dudar, a saber, que es tan grande la destrucción en la muerte, que ni siquiera queda la menor sospecha de sentido. Así pues, perfectamente establecido y fijado esto, se ha de esclarecer aquello, es decir, que se sepa qué es “carecer”, para que no quede algún error en la palabra. “Carecer”, pues, significa esto: necesitar de aquello que quisieras tener. En efecto, en “carecer” está implícito el “querer”, salvo cuando se dice con otra noción de la palabra, como a propósito de la fiebre. En efecto, también se dice con otro sentido “carecer”, cuando no tienes algo y sientes que no lo tienes aunque fácilmente soportes esto. No se dice “carecer” a propósito de un mal: pues ni tendríamos que dolernos de ellos; se dice esto: carecer de un bien, lo cual sí es un mal. Pero ni siquiera el vivo carece de un bien, si no lo necesita” (Tusc, 41).
El mal consistiría en la mera carencia del bien, pero no se lo dice sin evitar tanto rodeo[13]. En el querer está carecer, salir hacia lo que se quisiera que hubiera. Y también en el sentido de “patior”, padecer, sufrir; consentir o tolerar sentir lo que no se tiene. Por lo demás: “Carecer” es propio del que siente, pero no hay sentido en un muerto, luego ni siquiera el “carecer” se da en un muerto”. “Carere enim sentientis est, nec sensus in mortuo: ne carer quidem igitur in mortuo est” (Tusc, 41). Por lo que para lo que aquí atañe, “inest enim velle in carendo” y “carere enim sentientis est”. Querer, preferir, sentir, implican carecer, como la angustia requiere el tormento (miedo al dolor) de un “eso” separado, y en últimas, de un miedo a carecer. La filosofía misma se definiría aquí por la abstracción en el esfuerzo, en el obrar: “Quamquam quid opus est in hoc philosophari, cum rem non gamno opere philosophia egere videamus”. Pero de esto no se saca ninguna obra. Nadie puede ser mísero aniquilado, “quitado” el sentido: “nec enim potest esse miser quisquam sensu perempto”. La muerte se simplifica en la pérdida del sentido. No obstante, esta afirmación de no poder ser nadie mísero en la muerte corresponde a la especulación de la necia filosofía. Se descubre la filosofía abstracta al pensar en el sentido tras la muerte y aceptar que no hay sentido en ella; la depresión ante la muerte depende de la contracción tocante a los ánimos, por temor: “Quamquam hoc quidem nimis saepe, sed eo, quod in hoc inest ovnis animi contractio ex metu mortis”. “Aunque muy a menudo digo esto, pero lo hago por el hecho de que en esto radica toda depresión del ánimo por el miedo de la muerte”. Angustia, miedo, temor; de esto se habla continuamente sin tema fijo cuando aparentemente se trata de la muerte o del dolor. Y la imposibilidad del pensamiento de la muerte toma la forma de un sentido de pertenencia, de lo que no se experimenta, en contraste con el valor del que ya no teme morir. Los hombres del pasado adquieren el estatuto de la ficción (“inter Hippocentaurum qui numquam fuerit, et regem Agamemnonem nihil interesse”), sin existencia ya, cual si nunca hubieran sido. Nunca fueron. Lo que ya no es, se halla entre lo que nunca fue, o por lo menos, tiene el mismo estatuto. La conciencia de la pertenencia en vida, aunque no se exista luego, ofrece un motivo por el que se juzga propicio intentar hasta sacrificar la vida por virtud, lo que nos conduce de vuelta al párrafo inicial de la primera Tusculana, que encierra el sentido público de la filosofía romana: “Y así, la muerte que por los azares inciertos a diario amenaza y por la brevedad de la vida nunca puede estar lejos, no impide al sabio que, para todo tiempo, mire por el Estado y los suyos, de tal manera que juzga que la posteridad misma, de la cual no tendrá conocimiento, le pertenece. Por lo cual también el que juzga que el ánimo es mortal, puede intentar cosas eternas, no por afán de gloria, que no ha de sentir, sino por virtud, a la cual, aunque tú no lo busques, necesariamente ha de seguir la gloria” (Tusc, 42).  Ya que la vida es nada, por lo menos, mientras dure, habría que abrazar la virtud, al punto de morir. Muerte por inanición en el desprendimiento de la vida, suicidio por virtud ante la brevedad de la vida.

4.      La filosofía ubérrima de la aflicción, la dificultad, el miedo y el deseo.
De la preocupación por el sufrir, se pasa al alivio de las aflicciones, a una disminución de los miedos, y pasiones. Se trataría de una Filosofía copiosa, feraz, que se constituye por transitar de pensar el temor a sufrir, a discurrir sobre la disminución del dolor. En el “simulacro” de la muerte no habría pues sentido alguno (cum in eius simulacro videas esse nullum sensum) y en consecuencia, la filosofía no versaría en un morir antes de tiempo, por inepcias de ancianas (Pellantur ergo ízate ineptiae paene aniles, ante tempos mori miserum esse), delirio este a alejar, y por lo menos habría que obviar quejarse, lamentarse, pues se evoca la muerte repetidamente, querida: “Entonces, ¿qué razón hay para que te quejes si la reclama cuando quiere?” (Qui est igitur quod querare, si repetit, cum vult?) (Tusc, 43). La naturaleza exige de una forma acerba, “acerbius”, lo que da. Pero se confunde el deleite de la vida con el de las cosas: “Las mismas personas juzgan que si muere un niño pequeño, deben sufrir esto con ánimo equitativo, pero si en la cuna, ni siquiera han de quejarse. Y sin embargo, la naturaleza exigió a éste. En forma bastante acerba, lo que le había dado. “Aún no había gustado – dicen – la suavidad de la vida; éste, en cambio, ya esperaba cosas magnas, de las que había empezado a disfrutar.” Pero, en verdad, en las demás cosas se juzga mejor alcanzar parte que ninguna: ¿por qué de otro modo cuando se trata de la vida? Sin embargo no dice mal Calímaco: que Príamo lagrimó muchas más veces que Troilo (Hijo de Priamo, muerto por Aquiles). En cambio, es alabada la fortuna de los que mueren a edad avanzada” (Tusc, 43).
Casi se personaliza la muerte, para formular la aceptación “por naturaleza”, y estima Cicerón irrelevante el tiempo, que la vida sea más o menos larga. Filosofía del desprecio del tiempo, y de las cosas humanas y de los pensamientos molices; propicios a la sensibilidad blanda y tarda: “Desdeñemos, pues, todas las inepcias (en efecto ¿qué nombre más le pondría a esta levedad?) y, toda la fuerza del bien vivir pongámosla en el vigor y grandeza de ánimo, y en el desdén y desprecio de todas las cosas humanas, y en toda virtud. Pues ahora, en verdad, nos afeminamos con pensamientos muy muelles de modo que si llega la muerte antes de que hayamos alcanzado las promesas de los Caldeos, nos consideramos despojados de ciertos magnos bienes, burlados y defraudados” (Tusc, 44). Filosofía esta del desprecio (contemptio) y del menosprecio (despicientia), pues a la contemplación pareciera asistirle un mirar de arriba a abajo, propio del desdén, que más que aceptación, rehúsa. Filosofía inexpugnable, sin predicción, que advierte como se agolpa la angustia momentáneamente en  ánimo suspenso, a causa de la espera temerosa, de la sospecha y el deseo (Quod si exspectando et desiderando pendemos animi, cruciamur, angimur, pro di inmortales!), al punto de adjetivar la muerte “jocunda” por exacción (confectio) de cuidados restantes. No se confecciona ninguna reliquia del cuidado tras la muerte, extenuada la vida y terminada la meditación (cura), la solicitud, la ansiedad y angustia (sollicitudo) por lo amado. Se supone pues un “que” de la muerte neutra, igual y ecuánime para todos por comparación, para abrazar un “cómo” o “para qué” morir. Se allana toda muerte respecto de lo que concurre, laudable (laudabilis). Y ponderar (laudo), alabar, pone por testigo lo renombrado, incluso en el extremo de la oración fúnebre (laudatio). La muerte excluye cualquier preparación, y sólo se entiende por conclusión consumir la vida activamente. Pero a pesar de todo lo anterior, Cicerón insiste en tener en cuenta la vuelta a las regiones que habitan los que han salido de la vida, por lo que desearía morir muchas veces si pudiera así encontrar a Orfeo, a Museo y a Homero (Equidem saepe emori, si fieri posset, vellem, u tea, quae dico, mihi liceret invenire). Se mezclan así los argumentos: Primero no se teme a la muerte, porque no sea nada y no se sienta, y luego si se es mísero en la muerte, no tendría fin (mors si est misera, finis esse nullus potest); por lo que no habría preocupación. La primera opción obedece al temor de no existir y la segunda al de sufrir tras la muerte. Unos argumentos son de carácter psicológico, como el de si las legiones marcharían alegres al lugar de donde sabrían que no vuelven, mientras otras inquieren lo metafísico: afirmar que si la muerte es mísera, no puede haber ningún fin.
Pero la virtud ante la muerte contrasta con el ateísmo cirenaico al que no le interesa orgullo alguno en la muerte, no ceñido a un modo elevado, ni a humillación: “Admitamos que los espartanos eran fuertes y duros: tiene una magna fuerza la disciplina de sus Estado. ¿Qué? ¿No admiramos a Teodoro el cirenaico, filósofo no innoble? Como el rey Lisímaco lo amenazara con la cruz: “Te lo pido – dijo-, amenaza a esos tus purpurados con esas cosas horribles. A Teodoro, en verdad, nada le importa pudrirse en la tierra o en lo alto” (Tusc, 48). Sin embargo, no conviene confundir el desprecio de la amenaza de humillación con una indiferencia absoluta. Si en la primera disputa tusculana prima el temor al sufrimiento tras la muerte, equiparado a sentir, pues se traduce sentir por sufrir, igual, el problema de la sensibilidad en la muerte, y la preocupación por la muerte en tanto “no existir” se reduce a la preocupación por sufrir. Cicerón no sigue ya a los cirenaicos, sino que los cita para su provecho, de nuevo. No obstante, a parte de las disquisiciones filosóficas, se nota el empeño por hacer sufrir al enemigo en su agonía, esto es, hacerlo sentir: “El Tiestes de Enio desea, en sus imprecaciones, conversos sin duda brillantes, ante todo que Atreo perezca en el naufragio: duro esto en verdad, pues tal destrucción no ocurre sin grave sufrimiento. Aquello, vano: Él, fijo en cima de rocas ásperas, eviscerado…” (Tusc, 50). De ahí que en esta filosofía se sostenga la importancia de la instrucción sobre la sensibilidad y el cuidado de las cosas. Delicadeza y exquisitez esta de la erudición y la enseñanza, o arte que se extrae de la sensibilidad ante el dolor y el sentido profuso del sufrimiento para la buena vida, de hasta dónde y por cuánto tiempo cuidar de cada cosa. Y corresponde a la única doctrina que se sostiene frente a la disposición escéptica radical, si no se quiere ser culpable por omisión, como Pélope con su hijo. Pero a Cicerón le cuesta dejar de argumentar contra la común opinión de un muerto que sufre o que descansa: “Ves en qué error tan grande se hallan estas cosas; que es el puerto del cuerpo y que el muerto descansa en el sepulcro, piensa por una magna culpa de Pélope quien no instruyó a su hijo ni le enseñó hasta qué punto debe tomarse en cuenta cada cosa” (Tusc, 50). De la noción del dolor por carencia en la vida se pasa a admitir que al muerto nada le pertenece, para responder entonces a con qué ánimo se afronta la muerte: “Más cuánto se haya de conceder a la costumbre y a la tradición, procúrenlo los vivos, pero de tal manera que entiendan que nada pertenece a los muertos. Pero, a buen seguro, entonces la muerte es afrontada con ánimo muy equitativo, cuando la vida se apaga puede consolarse con sus méritos. Nadie que haya cumplido la obra perfecta de la perfecta virtud, ha vivido demasiado poco. A mí mismo muchas circunstancias me fueron tempestivas para la muerte. ¡Ojalá hubiera podido encontrarla! Nada, en efecto, se adquiría ya, los deberes de mi vida estaban colmados, me quedaban las guerras con la fortuna. Por lo cual, si la razón misma no logra que podamos desatender la muerte, al menos que la vida transcurrida logre que nos convenzamos de que hemos vivido lo suficiente y aun demasiado. En efecto, aunque falte el sentido, sin embargo, aunque no sientan, los muertos no carecen de sus propios bienes de alabanza y gloria; pues si bien la gloria nada tiene en sí para ser deseada, sin embargo, como una sombra, sigue a la virtud” (Tusc, 51).  

Ir al encuentro de (oppeto) la muerte con ánimo ecuánime, se relaciona con lo laudable para que sirva de consolación. Definida la vida por la posibilidad de ir al encuentro, se conserva igual ánimo hasta el último instante, Cicerón se deja llevar por las consideraciones sobre los muertos. Pero contra la antigua “filoautía”, contra el amor de sí, se simula indiferencia ante la muerte al sufrir con resignación; sin mediación racional, y se establece una forma de sufrir, un ardid del dolor, a manera de simulacro, porque reconoce una raíz tormentosa del dolor ante la muerte: “Mas, en verdad, yo en pocas palabras, como me parecía, te había respondido lo que era suficiente. En efecto, habías concedido que los muertos no se hallan en mal alguno. Pero me esforcé en decir muchas cosas por esta causa, porque en el duelo y el luto ésta es la máxima consolación. En efecto, debemos sufrir con resignación un dolor que es nuestro y es experimentado por nuestra culpa, para que no parezca que nos amamos a nosotros mismos. Con un dolor intolerable nos atormenta aquella sospecha, a saber, si opinamos que aquellos de quienes estamos privados están con algún sentido en esos males en los que vulgarmente son imaginados. Esta opinión quise arrancarla de raíz de mí mismo, y tal vez por ello fui bastante extenso” (Tusc, 52-53).
La filosofía que mide el alcance del verbo para dar cuenta de lo que se ve, se resigna sin responder ante la pregunta por la muerte. No se comprende la muerte y se tiende a decir más respecto del anhelo, esto es, del sentimiento por deseo, del dolor por necesidad desprendida del querer, incluso algo concreto al modo de una súplica o petición, en el sentido de todo lo que abarca “Desiderium”. Pues desear también puede convertirse en un “echar de menos” (desidero), tanto como también toca en suerte medir fuerzas a la hora de hablar del luto, solícitamente frente al dolor. Así se compara el dolor del deseo insatisfecho y la muerte cuando se aplica el lenguaje del dolor al problema de la muerte. Las más de las veces, el lenguaje del dolor tiene que ser plural, para que no parezca que nos asomamos nosotros mismos (ne nosmet pisos amare videamur). La consolación no se establece contra el dolor sino contra el amor de sí y los propios deseos. Emprender desde la susceptibilidad del dolor, sufrir el dolor, precisa sostenerse  y protegerse en función de la fortaleza que se posee. La aceptación del dolor con modestia y moderación no se desliga de su percepción y a lo sumo se modifica la textura del sufrimiento. En público, se divulga y se lleva el dolor de forma osada, feroz, intrépida y soberbia. No solo se duele alguien, sino que también grita su dolor. De ahí que no se desestime un epílogo al modo férreo de susceptibilidad al dolor y se ejemplifica que lo mejor para el hombre sea morir. Después de haber descalificado la muerte a destiempo se la considera favorable: “En primer lugar son mencionados Cleobis y Bitón, hijos de una sacerdotisa argiva. Conocida es la fábula: en efecto, como el rito prescribiera que ella fuera transportada en carro al sacrificio que se celebraba cada año y en un día determinado, bastante lejos de la ciudad al santuario, y como demoraban las bestias de tiro, entonces los jóvenes aquellos que acabo de nombrar, depuesto el vestido, ungieron sus cuerpos con óleo; se acercaron al yugo. Así, transportada la sacerdotisa al santuario, como el carro había sido conducido por sus hijos, se dice que suplicó a la diosa que les diera, por su piedad, el premio más grande que podía ser dado al hombre por un dios; que, después de cenar con su madre, los adolescentes se dieron al sueño: por la mañana fueron encontrados muertos” (Tusc, 53). 
Así pues, un modo preciso de dolerse o de sentir ante la muerte contrasta con la acción de sufrir y morir a secas: “Las célebres muertes afrontadas por la patria suelen parecer a los retóricos no sólo gloriosas, sino también dichosas. Se remontan a Erecteo, cuyas hijas también arrostraron con ansia la muerte por la vida de sus conciudadanos…” (Repetunt ab Erechtheo, cuius etiam filiae cupide mortem expetiverunt) (Tusc, 55)Habría pues quien pide la muere y cae sobre ella, y que en la reclamación toma, por lo que primaría el efectuar por sobre el decir, aunque yerren los hombres con mentes ignaras. Y por las mismas razones se contradice Cicerón con lo dicho atrás, donde afirmaba que el sueño era una imagen de la muerte: “Aunque así sea esto, sin embargo debemos emplear una magna elocuencia y de tal manera, que si fuésemos a arengar desde un lugar superior, para que los hombres o empiecen a desear la muerte o, al menos, desistan de temerla. Pues si aquel día supremo no trae la extinción sino la conmutación del lugar, ¿qué cosa más deseable? Pero si aniquila y destruye del todo, ¿qué cosa mejor que adormecerse en medio de los trabajos de la vida, y así, cerrados los ojos, sumergirse en un sueño sempiterno? Si esto es así, es mejor el discurso de Enio que el de Solón. En efecto, éste nuestro dice: Nadie me honre con lágrimas ni mis funerales con llanto haga. En cambio, aquel sabio: No de lágrimas falte mi muerte; a los amigos dejemos la pena: con gemido celebren mis exequias” (Tusc, 56). Filosofía solapada una, del silencio, en conflicto con otra del grito con fuerza ante el dolor. Pero en Cicerón el lirismo de la fuerza con el que termina la tusculana I, sólo sirve para postular la divina providencia, y hasta la muerte estaría situada en el orden predispuesto por los dioses: “En efecto, no hemos sido engendrados y creados temeraria y fortuitamente, sino que ha habido, a buen seguro, una cierta fuerza que mira por el género humano, y que no lo hubiera engendrado o alimentado para que, después de haber soportado todos los trabajos, cayera entonces en el Mal sempiterno de la muerte. Considerémosla, más bien, como un puerto y refugio preparado para nosotros” (Tusc, 56). La tarea de la filosofía se identificaría pues con el desear la muerte que obedece a la fuerza, pero afortunadamente también en tratar con preferencia lo que alivia el dolor: “…tratemos estas cosas y de preferencia las que tienen el alivio de las aflicciones, miedos, deseos, que es el fruto ubérrimo de toda la filosofía”. “…agamus haec et ea potissimum quae levationem habeant aegritudinum, fortidinum, cupiditatum, qui ovni e philosophia est fructus uberrimus” (Tusc, 56). Habrá que beber la fuerza de la filosofía para la disminución del temor, la dificultad, la aflicción y el deseo.

5.      Filosofía de la ansiedad como capacidad de refutación sin pertinacia
Abre Cicerón el libro segundo de las Disputas Tusculanas, con otra consideración sobre la filosofía. Mientras para Noptólemo, conviene filosofar en pocas cosas, para Cicerón filosofar tiene visos ineludibles, sobre todo cuando no hay nada más qué hacer, y la elección de concentrar la atención en un objeto de la filosofía supone haber discurrido sobre muchas cosas más. Y tras haber vez comenzado, la actividad reflexiva conduciría a nuevos deseos de filosofar. El placer moderado de filosofar hasta cierto punto se contrapone a una filosofía imperiosa en la que la filosofía se vuelve cada vez más especulativa por selección de temas. Ridículo que la filosofía distraiga al desocupado y luego se vuelva obligatoria y afición ansiosa. Pareciera que el escepticismo sólo resulta posible luego del conocimiento y no excluye el saber para nada sino sólo la suspensión del juicio: “En verdad Neoptólemo dice en Enio que para él es necesario filosofar, pero en pocas cosas, pues no le place hacerlo eternamente. En cambio, Bruto, yo juzgo en verdad que para mí es necesario filosofar, pues ¿qué cosa mejor puedo hacer, sobre todo cuando no hago nada? Pero no en pocas cosas como aquél. En efecto, es difícil que en la filosofía sean conocidas pocas cosas a aquel para quien no lo sean o las más o todas. Pues no pueden elegirse pocas si no es de entre muchas, y el que ha percibido pocas, él mismo perseguirá las demás con el mismo empeño” (Tusc, 57). Dificultad de la filosofía para el filósofo secuaz, adepto, pero propia de una actividad definida por la liberación del miedo, de cualquier situación angustiosa en la siega de la vida, al grado de acabar de ejecutar la procuración y la comprensión temerosa de la muerte, como si no hubiera otra experiencia de ella que su significado medroso: “Pero, no obstante, en la vida ocupada y, como era entonces la de Neoptólemo, en la militar, aun estas pocas cosas con frecuencia aprovechan mucho y dan frutos, si no tan grandes cuales pueden percibirse de toda la filosofía, sin embargo sí tales que con ellos nos liberamos a veces, en alguna medida, o del deseo, o de la aflicción o del miedo. Por ejemplo, de aquella disputa que hace poco tuve en Túsculo, me parecía que se había originado un magno desprecio de la muerte, el cual vale, no poco, para liberar al ánimo del miedo; pues el que teme lo que no puede evitarse, ése de ningún modo puede vivir con su ánimo quieto. Pero el que no teme a la muerte, no sólo porque necesariamente tiene que morir, sino también porque nada tiene la muerte que deba regirse, ése se ha proporcionado una magna garantía para la vida dichosa” (Tusc, 57).
Filosofía, por lo demás, desaprobada por el juicio de la multitud o de los que sólo alaban lo que pueden seguir y que sin embargo en desprecio, “contemptio”, de la muerte, invita a imitar la incapacidad del vulgo para señalar de lo que no se puede hablar o filosofar. La filosofía comienza a “problematizar”, y ya estructurado el sentir y lo emocional, también se repudia el dolor y se rehúsa todo discurso directo sobre este para inscribirlo en el ámbito ético. Para Cicerón, poco importa la controversia y la disensión, y no teme ser redargüido. Y a la secuaz adopción partidaria de la filosofía antepone un límite al reconocer una adjudicación de la filosofía, esto es, una entrega, siempre por añadidura; una adicción, una asimilación del habla que se impone: “…y toleremos que nosotros mismos seamos redargüidos y refutados. Esto lo sufren con ánimo intranquilo los que, por así decir, están adictos y consagrados a algunas sentencias ciertas y fijas y constreñidos por una necesidad tal que se ven obligados a defender, por razones de constancia, aun lo que no suelen probar. Nosotros, que seguimos lo probable y no podemos avanzar más allá de lo que se nos presenta como verosímil, estamos preparados tanto para refutar sin pertinacia como para ser refutados sin iracundia” (Tusc, 59). Refutación no obstinada del escepticismo ciceroniano, plácido en disertar en sentidos contrarios en máxima ejercitación, y mero “desdecir” (maxima dicendi exercitatio), adecuado a la disputa y no a la narración. Filosofía de la disertación, de la disquisición, avergonzada de tanto verificar y examinar, pero en últimas referente a un orden, a una disposición, distribución o establecimiento de lo público, que sólo intenta modificaciones del vivir conforme a arreglos, de lo que se desprende cierto género de la “ayuda”, equiparado el dolor al miedo; la intensidad de la sensibilidad absorbida por lo emocional; y con un sentido de la curación de la molestia del dolor: “A. No puede decirse cuánto fui deleitado por tu disputa de ayer, o más bien, ayudado; pues aunque estoy consciente de que yo nunca fui demasiado codicioso de la vida, no obstante a veces se presentaba a mi ánimo cierto miedo y dolor, pensando que alguna vez llegará el fin de esta luz y la pérdida de todas las comodidades de la vida. Pero, créeme, de tal manera me he liberado de este género de molestia, que pienso que de nada debemos preocuparnos menos” (Tusc, 60-61). De una filosofía del dolor, característica de Aristipo, se desprende una filosofía del ansia que trata el miedo al dolor y a la muerte, para despreciar al dolor y a la muerte como conceptos filosóficos. Es más, en las Tusculanas, una filosofía conceptual se ve suplantada por una que trata de curar el dolor y anular el temor a la muerte, por lo que se altera la experiencia por desprecio del dolor como ley de vida, concentrada la filosofía en sus efectos terapéuticos y en la fortaleza del individuo[14].
Filosofía como desprecio de una ciencia del dolor y del sentimiento. En el ámbito de la fuerza, de alguna manera se fijan las oraciones contra la muerte o sobre el dolor y se arraigan de manera insidiosa en el ámbito público. En consecuencia, los discursos se detienen y se calman. Se trata de arte y disciplina en la vida, más que de saber de ella, lo que remite a una doctrina en un contexto en el que ya el dolor se relacionaba antes con un mal, preocupados en refutar para la discusión qué constituya el sumo mal (Qua re ne sit sane summum malum dolor, malum certe est), con el propósito de apartar o sacudir (diicio) la admonición del terror ante el dolor (Videsne igitur quantum breviter admonitus de dolores terrore deieceris?) “¿Ves, pues, cuánto del terror al dolor has dejado, aunque has sido brevemente advertido?” (Tusc, 63). En este esquema de la vida impuesto a la sensibilidad, prima la exigencia de la receptividad, pues la filosofía no admitiría resistencia, lo que pareciese contravenir la disputa. Pero disputa no referiría al ánimo. No hay un ánimo de disputa y esta se articularía sólo por el juego con el lenguaje. (Experiar equidem, sed magna res est, animoque mihi opus est non repugnante). “Lo intentaré de verdad, pero es una magna empresa,  y necesito un ánimo que no se resista”) (Tusc, 63). En últimas, reluce en el pensamiento de Cicerón, la exigencia de un ánimo no repugnante a la filosofía y de su condicionamiento por la razón: (Habebis id quidem. Ut enim heri feci, sic nunc rationem quo ea me cumque ducet sequar) “Tendrás esto en verdad. Pues como hice ayer, así ahora seguiré a la razón adonde quiera que ella me conduzca” (Tusc, 63).   Determinación del haber equiparable a la razón; racionalización de la vida que favorece a la palabra por sobre la sensibilidad y creencias religiosas y metafísicas a propósito del dolor y la muerte por utilidad política. Cicerón usa sus habilidades escépticas, pero sólo para sostener un estoicismo romanizado en interés de la dominación de las creencias religiosas. En esto, la filosofía del dolor y la capacidad argumentativa sin pertinacia se entrelazan en función del bien público y la acción en la vida.   



Bibliografía

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Schmitt, Charles (1972). Cicero Scepticus. A Studi Of the Influence of the Academica in the Renaissance. Martinus NIjhoff, The Hague.





[1] “Or as Pierre Hadot has aptly put it, the inner fortress is not an ivory tower”. (Reydams-Schils, 98).  
[2] Difiere el uso consuetudinario, lo que siempre ha sido, del deber y la ley: “En De legibus II, 23 Cicerón señala que desea proponer algunas leyes que ni se hallan “en nuestra república, ni se hallaron nunca”, mas no por ello las inventa, se limita a poner por escrito las costumbres de los antepasados, pues en aquellos bienaventurados tiempos las costumbres valían como leyes. Por tal motivo, cabría añadir, entonces no había leyes y viceversa, como en el presente han desaparecido las “buenas costumbres” hacen falta leyes que las suplanten, lo que no quita para que entre unas y otras haya perfecta continuidad: ordenan lo mismo. Cicerón pasa por alto que una costumbre, en la medida en que lo siga siendo, ni ordena ni deja de ordenar; se sigue sin esa conciencia de coerción que él siente tan vivamente”. (Mas, 50). “Nam mores et insituta vital resque domesticas ac familiares nos profecto et melius tuemur et lautius, remvero publicam nostri mayores certe melioribus temperaverunt et institutos et legibus”. (Tusc, 1).
[3] “Pero el entregar a las letras sus pensamientos alguien que no pueda ni disponerlos ni ilustrarlos ni atraer al lector con alguna delectación es propio del hombre que abusa en forma intemperante tanto del ocio como de las letras”. (Tusc, 3).
[4] “Cicerón, decía, hereda el ideal catoniano del vir bonus dicendi peritus: es importante la índole y la disposición moral del individuo, pero si hay que tomar parte en la vida política (lejos de toda moralización de la retórica en función de valores tradicionales) también es necesario atender a las técnicas de persuasión. Y en función de esta participación activa, y a ser posible con éxito, Cicerón plantea una combinación de filosofía y retórica, porque la filosofía entendida al modo de los griegos, esa “sofisticada doctrina de allende los mares y ajena a nosotros” (De orat, III), es en el mejor de los casos un consuelo o un sustituto de la actividad política”. (Mas, 150).
[5] “Se han entrenado ahora en la única lucha que les faltaba; (…) tan hábiles llegaron a ser en la lucha con las palabras y en refutar siempre lo que se diga, igual si es falso que verdadero”. (Platón, 2).
[6] Más que hacer de Cicerón un ecléctico, las obras consolatorias exigirían la forma ecléctica. “Además no debe perderse de vista la función eminentemente práctica de la Consolatio que exigía hacer uso de todos los recursos posibles para aliviar al consolado”. (Lillo, 65).
[7] “On the other hand, few skeptics have gone to such an extreme and most, including the Cicero who speaks out at the end of the Lucullus, have advocated a sort of probabilism. Although various arguments are presented in the work to illustrate the fallibility of normal modes of human knowledge and of rational procedure, the basic position favored by Cicero lies in the direction of Carneades’ probabilism, particularly in matters of practical philosophy”. (Schmitt, 149).
[8] Traduce Julio Pimentel Álvarez: “Morir no quiero, mas nada me importa que yo esté muerto”. (Tusc, 8).
[9] “Por lo cual, si, aunque no se diserte sobre esas cosas, podemos liberarnos del miedo de la muerte, tratemos esto. Pero si esto no es posible a menos que esta cuestión de los ánimos sea explicada, tratemos ahora, si te parece, esto; aquello más adelante”. (Tusc, 12).
[10] “En efecto, a Demócrito, aquel varón magno en verdad, pero que considera al ánimo formado, por un concurso fortuito, de lisos y redondos corpúsculos, omitámoslo. En efecto, nada hay, de acuerdo con ésos, que no realice la multitud de los átomos”. (Tusc, 11).
[11] “Y así, en aquellos antiguos que Enio llama casci estaba ínsito sobre todo aquello: que en la muerte hay sentido y que con el retiro de la vida el hombre no se destruye al grado de que desaparezca totalmente”. (Tusc, 13).
[12] (Tusc, 33). “From Cicero we can infer that Stoic philosophers were in the practice of attaching Socrates’ name to some of their central ethical theses”. (Long, 17).
[13] “Comment ne pas voir que les contraintes sociales son la principale cause de nos duleurs? Se demande Cicéron lorsqu’il s’entretent dans les Tusculanes sur le bonheur du sage. Il faut par exemple distinguer entre le deuil et le devoir du deuil: les gémissements, les larmes, “tout cela, on le fait parce qu’on s’y croit tenu”. C’est l’idée que l’on doit montrer aux autres son chagrín qui obligue à des manifestations outrancières de la douleur. “Le príncipe mauvais du chagrín ne relève point de la nature, mais de notre libre choix et d’une opinión trompeuse” (voluntario iudicio et opiniones errore). Le mal provient d’une erreur de la pensé. Tant la sociéte – ici la civilisation – pervertit notre nature”. (Moatti, 172).
[14] “M. Desde luego en nada es eso admirable, pues la filosofía efectúa esto: cura a los ánimos, retira las inquietudes inanes, libera de los deseos, expulsa los temores. Pero esta fuerza suya no puede lo mismo ante todos. Vale mucho cuando ha abrazado a una naturaleza idónea. En efecto, “a los fuertes” no sólo “la fortuna los ayuda”, como se dice en un viejo proverbio, sino mucho más la razón, la cual confirma con algunos preceptos, por así decir, el vigor de la fortaleza. A ti, sin duda, la naturaleza te engendró particularmente excelso y alto y despreciador de las cosas humanas. Y así, en un ánimo fuerte, con facilidad se asentó el discurso tenido en contra de la muerte. Pero ¿piensas acaso que estas mismas cosas valen ante aquellos mismos, salvo muy pocos, por quienes fueron descubiertas, discutidas y escritas? En efecto, ¿cuántos filósofos se encuentran que sean tan morigerados, tan constituidos en su ánimo y en su vida como postula la razón, que consideren su disciplina no como ostentación de ciencia, sino como ley de vida, que se obtemperen a sí mismos y obedezcan a sus principios?” (Tusc, 61)