Sentido terapéutico de
la filosofía sobre el dolor en las Tusculanas de Cicerón
Iván Mauricio Lombana Villalba
“The metaphor of an inner fortress sometimes
used to describe the Stoics’ attitude could be misleading”[1].
Gretchen Reydams-Schils.
1.
Abstracción de los sentimientos: omisión de la teoría
de los átomos por temor a la disolución del ánimo
Exhortado por Bruto al estudio de las artes que
pertenecen a la recta vía del vivir (…quae
ad rectam vivendi viam pertinrent…), Cicerón sostiene al principio de sus Disputaciones Tusculanas, que la razón y la disciplina están contenidas
en el estudio de la “sapiencia” que se dice filosofía (…ratio et disciplina Studio sapientiae, que philosophia dicitur,
contineretur…) y alega que los romanos inventaron todo esto de manera más
sabia, y que mejoraron las costumbres recibidas de los griegos, las leyes, las
instituciones, y en definitiva, lo público”[2]. Pero
desentona con esta concepción ética, estándar, de la filosofía, y con la
filosofía como saber erudito: 1) el difícil honor adquirido por las artes,
desaprobada la dedicación a estas entre los romanos, junto con; 2) la tradición
empírica, tanto filosófica como médica, no carente de escepticismo ante la
separación del alma y el cuerpo: “Por su
parte, Dicearco, en aquella discusión que, tenida en Corinto, expone en tres
libros, hace hablar en el primer libro a muchos hombres doctos que disputaban.
En los otros dos introduce a un tal Ferecrates, un anciano de Ftía, del que
dice que es descendiente de Deucalión, disertando que nada en absoluto es el
ánimo y que todo este nombre es vano y que erróneamente se dicen los términos
“animales” y “animados”, y que ni en el hombre ni en el animal existe el ánimo
o el ánima, y que toda aquella fuerza, con la cual hacemos o sentimos algo,
está difundida igualmente en todos los cuerpos vivos y no es separable del
cuerpo, dado que es nula y no es otra cosa que el cuerpo uno y simple,
configurado de tal manera que, gracias a la temperación de su naturaleza,
vegeta y siente” (Tusc, 20).
De entrada, conviene desconfiar de Cicerón cuando
prefiere seguir la entelékheia
aristotélica con la que llama al ánimo, pues descarta la teoría de Demócrito,
según la cual, el ánimo está formado por un concurso fortuito de lisos y
redondos corpúsculos, porque recoge la formulación teórica, pero para simplemente
“omitirla”, sin siquiera examinarla (Tusc, 11). Proceder este insólito, dentro
de una concepción que no valora la filosofía sin el deleite retórico, pues no
concibe el pensamiento sin su conexa expresión elegante, por interés político[3].
Así dice: “En efecto, siempre he juzgado
perfecta filosofía a aquella que puede hablar copiosa y ornadamente de las
máximas cuestiones” (Tusc, 4). La
filosofía, para el escéptico moderado, en cierto grado adquiere consistencia ya
en el mero hablar, más por el disentimiento y el discrepar, que por el valor de
algún razonamiento intangible e impreciso, aparte del discurso: “Indicaba que alguien propusiera de qué
quería oír: yo disputaba sobre esto o sentado o paseando” (Tusc, 4). Así, el placer de la disputa precede
al placer de colegir los “exempla”,
que por lo restante, hereda de la tradición griega, en el sentido de no
transgredir la búsqueda de lo verosímil, o la imitación de la verdad, al
valorar la semejanza. La uniformidad del discurso que se conforma con la
semblanza, que no con la certeza, entiende a la filosofía como arte de la
disertación contra la opinión de alguien, en lo que incluso se omite y se
expone de manera sucinta otro tipo de filosofía, para seguir adelante. Cabe
incluso pensar que el interés de Cicerón no es enteramente filosófico sino
también político[4].
Pero en otros momentos, la filosofía tradicional se diferenciaría del mero
hablar y discurrir, al introducir a trechos, razones. Si pretende hincar en lo
hondo, no deja de tratar este saber con oposición de motivos, estados de cosas,
principios o condiciones. Exponer la ratio,
no equivaldría luego al simple discutir. Se disiente y se diserta bajo una
relación, un modo sometido a prueba, en oposición a la opinión lógicamente contraria.
Esta sería una filosofía romana que adopta una posición estratégica en la
disputa, cual combatiente; actitud que se hereda de la Grecia arcaica, y por
extensión, de la sofística, y que no escatima en retórica para adornar sus
razones al pretender así adquirir el estatuto de “perfecta filosofía”[5].
Y a juicio de Cicerón, la pretensión de hallar por esta técnica la posible verosimilitud
pertenece a la Grecia clásica posterior: “Mas
se procedía así: cuando aquel que deseaba oír había dicho cuál era su parecer,
entonces yo lo contradecía. En efecto, éste es, como sabes, el método antiguo y
socrático de disertar contra la opinión de otro. Pues Sócrates juzgaba que de
esta manera se podía encontrar muy fácilmente qué fuera lo más verosímil. Mas para
que nuestras disputas sean explicadas más cómodamente, las expondré como si el
asunto se representara y no como si se narrara. Luego así nacerá el exordio” (Tusc,
4).
El acto de recopilar, equiparable al de narrar, de
algún modo conduce a la filosofía en tanto una de las artes de la “recta vía
del vivir”, pero como mera urdimbre o exordio, aunque racional[6].
En esto, existir se equipara a estimar la vida según una filosofía de
preámbulos y un arte de la preparación, que no de conclusiones. No se define
aquí qué signifique o conlleve existir, pero se acude a la ética para optar sin
más por una recta vía del vivir[7].
Y acorde con Epicarmo, pensar la muerte se reduce a no estimarla, según cualquiera,
sanamente: “Morir no quiero, nada estimo
que yo esté muerto”, “Emori nolo, se
me esse mortuum nihili aestimo”[8]. La
pregunta por la liberación de la muerte refleja a un Cicerón-filósofo que no
puede dejar de cavilar abstracciones, por pura concupiscencia de la cognición,
esto es, al menos, por un filosofar no dogmático, ya con la conciencia de no
combatir con palabras sino con razones, al punto de convertir el encanto de la
trama ordenada en un modo de “explicar”. Cicerón no se avergüenza al reconocer
que no sabe algo, pero aún ante el escepticismo por las especulaciones
filosóficas sobre la muerte, no tiene tapujos en defender una teoría del ánima
como principio eterno, lo que sorprende cuando uno de los participantes en el
diálogo reconozca que se puede actuar estúpidamente, propio de alguien embotado,
al decir algo contradictorio; primero que los muertos son míseros, y luego,
asentir a que no hay nadie en los infiernos: “No soy tan estúpido, que diga eso”, “Non su mita hebes, ut istud dicam” (Tusc, 6). Y por último,
reconoce algún tipo de problema en la expresión: “Tal vez no digo aún lo que siento”, “Non dico frotase etiam quod sentio” (Tusc, 8). Así, no resulta lícito sostener que tras la muerte no hay nada, y
a la vez, apostar por la eternidad de un alma, lo que descubre una falacia
filosófica, al no lograrse participar por la palabra, los sentimientos. Cicerón
dejó de lado al problemático Demócrito, pero no obvia la dificultad de la frase
de Epicarmo. Si bien, la doctrina sobre la liberación del miedo a la muerte
surge ante la imposibilidad de responder a la cuestión de qué sea el alma, en
concreto antecede a esta angustia la ansiedad de vivir ante la idea de la
muerte: “¡Qué? Los que vivimos, puesto
que hemos de morir, ¿no somos míseros? En efecto, ¿qué jocundidad puede haber
en la vida cuando por días y noches hemos de pensar que de un momento a otro
vamos a morir?” (Tusc, 8). Sin
embargo, esta “ansiedad del vivir ante la muerte”, por la “cogitación” de la
muerte, se ignora al contraponerle la negación de que sea un mal el hecho de morir:
“Porque, dado que después de la muerte no
hay mal alguno, ni siquiera la muerte es un mal, próximo a la cual hay un
tiempo después de la muerte en el que
concedes que no hay mal alguno. Así, ni siquiera el hecho de que uno
tenga que morir es un mal” (Tusc, 8).
Entonces, se confiesa que nada hay luego de la muerte para disipar el
temor, pero al abordar el problema de la permanencia del ánima, esto se olvida.
Una vez más Cicerón conoce las teorías que niegan el dualismo “alma-cuerpo”, pero
simplemente las enumera para concluir que sobre el tema se disiente, y luego
adscribirse al platonismo. Adviértase que la frase de Epicarmo, tal y como la
recoge Cicerón, no estima la muerte, y por eso habría que aferrarse y valorar
la vida, lo que difiere de la indiferencia estoica ante la muerte y que no se
la considere un mal: “Hay, en efecto,
quienes juzgan que la muerte es la separación del ánimo lejos del cuerpo. Hay
quienes piensan que no se realiza separación alguna, sino que juntamente mueren
el ánimo y el cuerpo, y que el ánimo se extingue en el cuerpo. De los que
piensan que el ánimo se separa, unos que se disipa al instante, otros que
permanece durante largo tiempo, otros que siempre. Y bien, sobre qué sea el
ánimo mismo o donde o de dónde sea, hay una magna disensión” (Tusc, 9). Por lo tanto, desde la Antigua Roma , la
teoría del ánima como aspecto físico o simple efecto por resonancia o resultado
de poner en movimiento el cuerpo, esto es, el alma como fuerza o tensión de lo
corporal, se rechaza sin argumento por mera preferencia de un ánima en tanto
unidad indivisible, para así asegurar la inmortalidad: Aristójeno, músico y también filósofo, dijo que el ánimo es una especie
de tensión del cuerpo mismo; que así como en el canto e instrumentos de cuerdas
se produce lo que se llama armonía, así, merced a la naturaleza y figura de
todo el cuerpo, se producen varias vibraciones, como en el canto los sonidos”
(Tusc, 10). Pero si bien Cicerón
considera difícil optar por una sentencia con relación a lo que sea el alma,
disertar sobre la cuestión sólo se encara para convencer sobre el carácter
absurdo del temor a la muerte[9].
Se opta por lo anterior, no debido a un análisis del sentimiento referido a las
emociones y afecciones suscitadas por la pérdida efectiva de la vida, sino
transferida la angustia a la idea de la pérdida del sentido. A Cicerón le tiene
sin cuidado cuál sentencia sea la verdadera, pero toma posición a favor de un
ánima indivisible, porque así no habría que temer a la muerte en tanto no se
sentiría ningún mal, y no considera la perdida de la vida como algo concreto
que durante la existencia se pueda temer perder: “Lo que entiendo que tú prefieres, pienso que eso es más cómodo. En
efecto, la razón demostrará que, cualquiera que sea la verdadera de aquellas
sentencias que expuse, la muerte o no es un mal, o mejor, es un bien. Pues si
el ánimo es el corazón o la sangre o el cerebro, ciertamente, puesto que es
cuerpo, desaparecerá con el resto del cuerpo; si es aire, tal vez se disipará;
si fuego, se extinguirá; si es la armonía de Aristójeno, se disolverá. ¿Qué
diré de Dicerarco, quien dice que nada en absoluto es el ánimo? Conforme con
todas estas sentencias, nada puede pertenecer a nadie después de la muerte,
pues juntamente con la vida se pierde el sentido. Mas a quien no siente, nada
hay que le importe en forma alguna” (Tusc, 12).
En contraste con las demás sentencias, Cicerón iguala
este escepticismo con la opinión y creencia en la existencia del cielo como
destino del alma: “Las sentencias de los
otros dan la esperanza, si acaso esto te deleita, de que puedan los ánimos,
cuando se hayan retirado de los cuerpos, llegar al cielo como a domicilio suyo”
(Tusc, 12). Si desde el escepticismo supuestamente se disculpa la
indiferencia por el hecho de no sentir nada el muerto, la teoría atomista de
Demócrito[10]
obligaba a retirar el asenso del interlocutor del diálogo a la teoría
platónica. Se acomodan aquí las dos teorías para no temer a la muerte y creer
en la permanencia de los ánimos después de la muerte, y no se considera que la
teoría democrítea anule la esperanza platónica: “M. Luego ¿para qué necesitas de nuestra ayuda? ¿Acaso podemos superar
en elocuencia a Platón? Desenrolla aquel libro suyo que trata del ánimo: nada
te quedará que desear. A. Lo hice ¡por
Hércules! Y en verdad muchas veces; pero no sé de qué modo, mientras lo leo,
asiento; cuando dejo el libro y yo mismo empiezo a reflexionar conmigo sobre la
inmortalidad de los ánimos, todo aquel asenso se esfuma. M. ¿Qué, esto?
¿Admites o que los ánimos permanecen después de la muerte o que desaparecen con
la muerte misma? A. Lo admito, de verdad. M. ¿Qué, si permanecen? A. concedo
que son dichosos. M. ¿Pero si desaparecen? A. Que no son míseros porque ni
siquiera existen; pues esto mismo, obligados por ti, lo concedimos un poco
antes” (Tusc, 12). En adelante,
la permanencia de la muerte se convierte en opinión injerta como natural y se
argumenta que era un pensamiento “ínsito”, congénito, en los antiguos[11]. Aquí, Cicerón agrega que sin este
pensamiento ingénito o natural -aunque también ínsito significaba lo injertado-,
no se explicaría la sanción del derecho pontificio a la violación de sepulcros e
insinúa que esto no tendría sentido, si no hubiera estado fijo en las mentes (nisi haereret in forum mentibus) de los
antiguos que la muerte no es una aniquilación de la vida, sino que implica
cierta migración hacia una conmutación de la vida. Pero por lo restante,
Cicerón parece consciente de la ignorancia de los antiguos en cuestiones
físicas y del hecho de ser movidos estos por causa de algunas visiones a creer
que los retirados de la vida estaban vivos. Cicerón supone que con la
eliminación de la idea de la muerte como una pérdida de lo que representa la
vida, y que para interpretar el texto se podría denominar “la delectación de
vivir”, cesaría el luto, idea esta controvertible si se advierte que, de hecho,
el tiempo solo abstrae el luto. Antes que técnicas o dispositivos para el dolor, el texto tusculano esconde un mero
mecanismo de abstracción: “¿Quién hay que
no llore la muerte de los suyos ante todo porque los considera privados de las
comodidades de la vida? Elimina esta opinión: eliminaras el luto. En efecto,
nadie se acongoja por su propia incomodidad; se duelen tal vez y se angustian.
Pero aquella lúgubre lamentación y llanto acongojante deriva del hecho de que
juzgamos que aquel a quien amamos está privado de las comodidades de la vida y
que siente esto. Además, lo sentimos así siendo aquí a la naturaleza, sin
ningún razonamiento y sin doctrina alguna” (Tusc, 15).
Así pues, Cicerón sí desprecia las opiniones ínsitas,
la guía de la naturaleza, en contraposición al razonamiento doctrinal, para, por
el contrario, valorar el pensamiento natural cuando atañe a la argumentación
sobre la inmortalidad, hasta acomodar la frase sobre la generosidad de plantar
árboles para futuras generaciones, a la pertenencia a la posteridad: “Pero el máximo argumento es que la
naturaleza misma juzga tácita sobre la inmortalidad de lo ánimos, pues todos
tienen cuidados, y en verdad los máximos, las cosas que sucederán después de la
muerte. “Siembra árboles que al otro siglo sirvan”, como dice Estancio en los
Sinefebos, ¿qué significa sino que también los siglos posteriores le
pertenecen?” (Tusc, 15). El
interés humano habla de la muerte incluso en términos de pertenencia y no se
abre a la posteridad con generosidad y entrega. Y el sentimiento humano se
vende a la idea de la posteridad, al punto de valorar la muerte con objetos para
tasarla con el pensamiento indefinido de un futuro. Incluso la vida de los
hijos se convierte en un importe cuya cuantía se estima por el pensamiento del expectante:
“¿Qué significa la procreación de los
hijos, qué la propagación de nuestro nombre, qué la adopción de hijos, qué la
diligencia de los testamentos, qué los monumentos mismos de los sepulcros y
epitafios, sino que nosotros pensamos también en lo futuro?” (Tusc, 15). Todo en la vida se convierte en un
significante de la cogitación del futuro (Vivere
est cogitare). Estos montos a pagar por la figuración sorprenden entre
estoicos ejercitados en llamar aparte (Sevoco:
Apartar, retirar); estrategia de cierre ante el discurso y la costumbre, por lo
visto, sólo cuando conviene, y hasta la refieren al “magno ingenio” que Cicerón
deduce del mecanismo de separación por el pensamiento: “Mas es de magno ingenio apartar la mente de los sentidos, y alejar el
pensamiento de la costumbre”, “Magni autem est ingenii sevocare mentem a
sensibus et cogitationem ab consuetudine abducere” (Tusc, 18). Pero, ¿cómo se puede discurrir de esta
manera, cuando más adelante se sentencia con precisión que la separación
angustia y martiriza (excrucio:
atormentar)? “Nos angustia, o más bien,
nos atormenta este hecho: la separación de todas aquellas cosas que son bienes
en la vida”, “Illud angit vel potius excruciat, discessus ab ovnibus iis, quae
sunt bona in vita” (Tusc, 38). Incluso
se atreve Cicerón a burlarse de Dicearco por no admitir la existencia del
ánimo, pero no advierte en cambio el problema de la abstracción de los
sentimientos: “Mas a Dicearco junto con
Aristójeno, contemporáneo y condiscípulo suyo, hombres doctos sin duda,
omitamos; uno de los cuales parece que ni siquiera se dolió alguna vez, pues no
advertía que tenía ánimo; el otro de tal manera se deleita con sus cantos, que
intenta transferirlos aun a estas cosas” (Tusc, 19). Admítase que supuestamente Dicearco no sintiese, al no creer que
había en él un ánimo, pues no se condolió, entendido el verbo “condolesco” por “sufrir mucho” o
“condolerse (con otro)”, es decir, conmoverse apiadado; ni siquiera algún día,
al menos, “al parecer” de Cicerón: “Dicaearchum
vero com Aristoxeno aequali et condiscipulo suo, doctos sane homines,
omittamus, quórum alter ne condoluisse quidem umquam videtur, qui animum se
habere non sentiat, alter ita delectatur suis cantibus, ut eos etiam ad haec transferre
conetur” (Tusc, 19). Pero en
tanto para Cicerón, Aristójeno obtuvo su doctrina del alma por transferencia
del modelo musical, no se pude admitir que Cicerón aísle el ánimo del cuerpo y
no acepte que constituya una armonía del cuerpo: “Mas podemos conocer la armonía por las gradaciones de los sonidos,
cuya varia composición también realiza muchas armonías; en cambio, qué armonía
puedan realizar la situación de los miembros y la figura del cuerpo vacía de
ánimo, no veo. Pero éste, aunque es erudito, como lo es, ceda estas cosas a su
maestro Aristóteles; enseñe él mismo a cantar. Bien, en efecto, se prescribe
con aquel proverbio de los griegos: En este arte que cada quien sabe, ejérzase”
(Tusc, 19-20).
Descubrir la armonía por los intervalos, “plurales”
por la composición varia, dista de la sustracción que del ánimo hace Cicerón de
la figura vacía del cuerpo, por contraposición, para, por lo demás, no aceptar
mezclar los modelos propios de las actividades artísticas y las filosóficas
para ejemplificar la disposición virtuosa. En realidad, Cicerón teme más a la
teoría física por la disgregación del ánimo, lo que le obliga a pensar el ánima
como elemento más sutil que el aire mismo. Incluso no se recela que el ánimo se
desperdigue, que se divida y se vuelva átomos, sino que se disipe, que se
gaste, superfluo o disperso.
2.
Moralización terapéutica: liberación del ánima del
deseo por intelección
El temor de la disolución del alma, incita a defender el
pensamiento del ánimo como lo más alto en la esfera física, por lo que se
procura un contraste con los conceptos de velocidad y calidez. El ánimo no
puede ser armonía, pero sí cálido y veloz.
Cicerón intuye la permanencia del ánimo por un mayor ardor que el aire, a
lo que le agrega también una mayor “celeridad” (Tusc, 20). Incluso a este nivel
se aprecia una comparación por medición de fuerzas (contendo), entre el ánimo y los cuatro géneros que componen las
cosas. Pero en lo psicológico, se determina la dicha tras la muerte, en un
lugar en el que el ánimo, si permanece incorrupto e igual a sí mismo,
alcanzaría la levedad y el calor semejante al suyo, del que se alimentará, sin
necesidad de moverse, equilibrados los pesos, tras “abandonar” el cuerpo, y
cuando de la pasión amorosa (cupiditas)
estemos desprovistos (Expers, ertis),
faltos de la liviandad del deseo, y de la envidia por emulación en competencia,
mientras se afirma una pasión amorosa por ver lo verdadero en una cierta
capacidad de laxitud expectante y perspicaz que alude al conocimiento capaz de
examinar con detenimiento: “Y como
solemos ser inflamados por las teas del cuerpo a casi todos los deseos, y tanto
más nos encendemos porque estamos envidiosos de los que tienen las cosas que
nosotros deseamos tener, sin duda seremos dichosos cuando, abandonados los
cuerpos, estemos exentos tanto de ansias como de envidias; y lo que ahora
hacemos cuando estamos libres de cuidados, a saber, que queremos observar y ver
algo, entonces lo haremos mucho más libremente y nos pondremos enteros a
contemplar y examinar las cosas, ya que por naturaleza hay en nuestras mentes
un deseo insaciable de ver lo verdadero; y los límites mismos de aquellos
lugares a donde habremos llegado, al darnos un conocimiento más fácil de las
cosas celestes, nos darán un deseo mayor de conocerlas” Tusc, 21).
La vida entera se moraliza por la desvalorización del
deseo, despreciado en torno a “haber deseado”, al “deseo de tener” (habiturio), deseo de dominio en el
trato, acaso un sentido este del suscitar acciones deseadas, de conducirse y
pronunciarse con enjundia, en el que se esconde un ideal del honor y la
dignidad por el mantenimiento de un orden de cosas y personas, pero en tanto la
deliberación no trasciende nunca una mera estimación y apreciación. Allí donde
se piensa escoger racionalmente, pudiera sólo haber deseo. De otra parte, la
filosofía paterna y ancestral, encendida por el ansia de conocimiento, nacería
de la contemplación de la belleza, al decir de Teofrasto: “Haec enim pulcritudo etiam in terris “patritam illam et avitam”, ut
ait Theophrastus, philosophiam cognitionis cupiditate incensam excitavit”
(Tusc, 21). Para Cicerón, los
elementos terrenos obstruyen la buena visión, en comparación con la
contemplación del ánima liberada, y bastante irónico, desprecia la filosofía
natural epicúrea que se jacta de no temer a los mitos de la muerte: “Pensando en esto, suelo, en verdad, admirar
muchas veces la insolencia de algunos filósofos que admiran el conocimiento de
la naturaleza, y al inventor y príncipe del mismo exultantes dan gracias y lo
veneran como dios; pues se dicen liberados por él de gravísimos tiranos: un
terror sempiterno y un miedo diurno y nocturno. ¿De qué terror? ¿De qué miedo?
¿Qué anciana es tan delirante que tema esas cosas que vosotros, si no hubierais
aprendido la física, sin duda temeríais: “Las hondas moradas Aquerusias del
Orco, pálidos lugares de la muerte, nublados de tinieblas?” ¿No se avergüenza
un filósofo de gloriarse en el hecho de que no teme estas cosas y de que
conoció que son falsas? Por ello puede entenderse cuán agudos son por
naturaleza quienes, sin doctrina, habrían creído en estas cosas” (Tusc, 23).
Cicerón punza, satírico, toda preparación filosófica
ante la muerte por carecer de pudor, al gloriarse de no temer al infierno por
el conocimiento de su falsedad: “No pudet
philosophum in eo gloriari, quod haec non timeat et quod falsa esse
cognoverit?”. Y ante el reparo de no poder conocer el ánimo separado del
cuerpo, objeta que tampoco se lo entendería en el cuerpo, o que da lo mismo: “Haec reputent isti, qui negant animum sine
corpore se intelligere posee: videbunt quem in ipso corpore intelligant” (Tusc,
24). Y pasa a proponer entender la
intelección del ánimo por un ver el ánimo con el ánimo mismo, ver el ánimo el
mismo ánimo (animo ipso animo videre),
lo que asegura significa el precepto de Apolo en su interpretación: “Est alud quidem vel maximum animo ipso
animum videre et nimirum hanc habet vim praeceptum Apolonis, quo monet ut se
quisque noscat” Tusc, 24). Y el
cuerpo resulta relegado a “animi
receptáculum”, receptríz, asilo del ánimo. Y a todos los filósofos que
disiden de Platón al afirmar que las ánimas son eternas al moverse por sí
mismas, se les llama plebeyos: “Siente,
pues, el ánimo que se mueve. Cuando esto siente, siente también que se mueve
por su propia fuerza, no por una ajena, y que no puede acaecer que él sea
abandonado jamás por él mismo. Con esto se demuestra su eternidad, si no tienes
alguna objeción al respecto” (Tusc, 26).
La preocupación filosófica por la muerte se confunde así con la de la
explicación de la sensibilidad, y de la memoria, cuya proveniencia, escéptico
Cicerón, no se avergüenza de confesar no saber lo que no sabe, de ignorar lo
que ignora (nec me pudet, ut istos,
fateri nescire quod nesciam), pero sostiene que en el ánimo no hay nada así
como un recipiente, y rechaza que el ánimo reciba impresiones como la cera o
que la memoria consista en vestigios de las cosas marcadas en la mente, aún
determinada la “cogitación” como fuerza. Y también rechaza que la memoria esté
formada de un elemento terreno y caduco, para relacionarla con la fuerza divina,
por lo que otorga a la filosofía estatuto de don, invento de dioses: “sin duda me parece divina esta fuerza que realiza
tantas y tan grandes cosas. ¿Qué es, en efecto, la memoria de las cosas y
palabras? ¿Qué, además, la invención? A buen seguro, aquello mayor de lo cual
nada puede entenderse, ni siquiera en un dios”. “Prosas haec divina mihi
videtur vis, quae tot res efficiat et tantas. Quid est enim memoria rerum et
verborum? Quid porro inventio? Profecto id, quo ne in deo quidem quidquam maius
intelligi potest” (Tusc,
30).
Florecer,
estar lleno de vida (vigeo), saber,
inventar, recordar, pertenecen al orden divino, y para Cicerón también al
ánimo, como antes para Eurípides la mente, a lo que se agregará la teoría de
una quinta naturaleza. Para Cicerón, en el ánimo no se puede encontrar nada
compuesto (nihil enim est in animis
mixtum atque concretum…) y la divinidad se concibe como mente independiente
y libre, segregada de toda concreción mortal (Nec vero deus ipse, qui intelligitur a nobis, alio modo intelligi
potest nisi mens soluta quaedam et libera, segregata ab ovni concretione mortali),
sintiendo y moviendo todo, provista ella misma de movimiento sempiterno (omnia sentiens et movens ipsaque praedita
motu sempiterno) (Tusc, 30). De este
modo, enfatiza en la fuerza del ánimo, y no en la posibilidad de ver su
forma o semblante (facie), lo que ni
siquiera resulta inquirible (Qua facie
quidem sit aut ubi habitet ne quaerendum quidem est) (Tusc, 31). No
obstante, establecida la cabeza como morada de la fuerza de la mente, que a su
vez se reconoce (agnosco) por la
memoria, la invención, y la celeridad, así como por la pulcritud virtuosa, por
analogía con Dios, al que no se ve pero se reconocería en sus obras, Cicerón
hace del alma un objeto de conocimiento: “Entonces
¿en qué lugar está? Creo de verdad que en la cabeza y puedo aducir razones por
qué lo creo. Pero en otra ocasión, dónde está el ánimo: ciertamente está en ti.
¿Qué naturaleza tiene? Una propia, pienso, y peculiar suya. Pero hazla ígnea,
hazla aérea: nada tiene que ver con aquello de que tratamos. Sólo atiende a
esto: que así como conoces a Dios, aunque ignores su morada y su faz, así tu
ánimo debe serte conocido aunque ignores su morada y su forma” (Tusc, 32). De tal manera, Cicerón apela a una
analogía ficticia, persiste en que el ánimo es indivisible y define la muerte
por la separación (discesus, secretio,
diremptus). En todo caso, estas
enmarañadas explicaciones asocian la experiencia del sufrimiento al de la
muerte, no por temor a la misma, sino por el placer de la argumentación
filosófica sobre la eternidad del ánima, para lo que se trae a cuento la libre
contumacia de Sócrates ante el dictamen de su muerte[12].
Y a
esta contumacia libre derivada de la grandeza del ánimo, se le opone, al salir
(excedo) del cuerpo, el curso del
ánimo de los contaminados con los vicios y consagrados a lo libidinoso o que
cometieron fraudes, etc, y que por lo mismo se excluyen y asilan (seclusum) del concilio de los dioses. La
digresión de la muerte se traduce en un asunto de exceder o sobrepujar el ánimo,
contumaz y libre, la corrupción corporal. El cuerpo como obstáculo del ánimo en
el regreso hacia la divinidad hace pensar la existencia de dos vías en la vida:
“Así, en efecto, pensaba y así disertó:
que son dos vías y doble el curso de los ánimos cuando se retiran del cuerpo,
pues que los que se contaminaron con los vicios humanos y se entregaron enteros
a las pasiones, cegados por las cuales o se enfangaron en los vicios
domésticos, y en las afrentas o cometieron fraudes inexpiables haciendo
violencia contra su república, tienen un camino desviado, alejado del concilio
de los dioses. Que, en cambio, para los que se conservaron íntegros y castos y
tuvieron un contacto mínimo con sus cuerpos y siempre se aparataron de ellos e
imitaron en sus cuerpos humanos la vida de los dioses, se abre el regreso fácil
hacia aquellos de los cuales precedieron” (Tus, 33).
Relacionado
el delito con la reparación, pero establecido el fraude como un delito sin
expiación posible, Cicerón admite un exceso en el conocimiento semejante al de
los límites de la visión, que extrañamente mezcla con el placer de morir. El
placer de la filosofía, se identificaría con el perder el conocimiento por el
conocimiento. En este punto, Cicerón se solaza en contradicciones, irresoluto
(como se le dificultaba decidir entre Pompeyo y Cesar), no sin lirismo: “Y así, recuerda (Sócrates) que, igual que los cisnes que fueron
dedicados a Apolo no sin causa sino porque parece que de él tienen la
adivinación, por la cual previendo qué bien hay en la muerte, mueren con canto
y placer, así deben hacer todos los buenos y doctos. Y en verdad nadie podría
dudar de esto, si no nos acaeciera, cuando diligentemente pensamos sobre el
ánimo, lo mismo que muchas veces les adviene a los que miran con persistencia
al sol moribundo, a saber, que pierden totalmente la vista” (Tusc, 33). Y esta abstracción del conocimiento mismo
embotado por exceso, y al decir de Cicerón, del mismo modo que pierde la vista
el que mira el sol moribundo; la “acies
mentis”, la penetración mental, la fuerza de la mente, la línea de la mente
o la punta de la mente, al intuirse, no puede nunca debilitarse, o se embotaría
(hebesco), por lo que el discurso se
acarrearía adversamente, vacilante y dubitante en la circunspección. Lo
importante aquí no está ya en ninguna cogitación dubitante, sino en el estorbo
de la mente, no para sí, sino por pérdida de fuerza, debilitada, sin punta,
embotada. El discurso sobre el ánimo se pierde en la inmensidad: “Así, la agudeza de la mente, mirándose a sí
misma, algunas veces se embota, y, por esta causa, perdemos la diligencia del
contemplar. Y así, dudoso, perplejo, vacilante, temeroso de muchas
adversidades, como en una balsa en el inmenso mar, boga nuestro discurso” (Tusc,
34). “Commentatio” de la muerte, la vida filosófica ejemplificada en
Catón se alegra de encontrar una causa justa para morir, como liberado por el
dios, en tanto se discierne la muerte al disociar el ánimo del cuerpo (Secerner autem a corpore animum ecquid aliud
est quam mori discere), llamado aparte (Sevoco),
retirado el ánimo de todo negocio, al punto de trastocar los términos y llamar
a la vida muerte, por lamentable (nam
haec quidem vita mors est, quam lamentari possem, si liberet) (Tusc, 34). En
lo restante del libro I, comienza Cicerón a considerar el dolor a partir de la
doctrina de Panecio. Poco a poco, el tema de la muerte pierde importancia y
cede a un dolor no considerado argumento sino sólo en tanto cuestión
filosófica. El dolor no es un asunto a tratar temáticamente, a narrar o
conceptualizar en el estoicismo clásico. Y bien que, nada se hace necesario, o
conveniente, presumir demasiado, “etsi
nihil nimis oportet confidere”, relacionado el escepticismo aquí con el
desconfiar (diffido), Panesio
disiente de su Platón: “Afirma, en
efecto, lo cual nadie niega, que lo que es nacido muere, pero que nacen los
ánimos como lo declara la semejanza de aquellos que son procreados, la cual
aparece también en los genios, no sólo en los cuerpos. Mas aduce otra razón:
que nada hay que se duela sin que pueda también estar enfermo; mas que lo que
cae en un morbo, también desaparecerá; pero los ánimos se duelen, luego
también desaparecen” (Tusc, 36). Panecio
identifica al dolor como constituyente del ánimo, y por lo mismo, signo de la
disipación. Por esta razón, Cicerón se ve obligado a acudir a la figura de las
partes de la mente, y a una parte vacía o falta de (vacivus) turbiedad, referida esta al movimiento. “Estas cosas pueden refutarse: son, en
efecto, propias de quien ignora que, cuando se habla de la eternidad de los
ánimos, se habla de la mente, que siempre está libre de todo movimiento turbio,
y no de aquellas partes en las cuales se hallan las aflicciones, las iras y los
deseos, las que éste, contra quien estas cosas se dicen, piensa que están
remotas y separadas de la mente” (Tusc, 36).
Trata
entonces Cicerón a Panecio de ignorante, al no pensar (puto) con Platón que padecer acritudes por dificultad, iras y
deseos, reside en torno a partes retiradas (semotas)
y separadas; asiladas, guardadas aparte (disclusas),
como el Hades. Los sentimientos son cerrados, acabados (de “Claudo”: Cerrar; separadamente, antepuesto el prefijo “dis”, para restañarlo a distancia, por
omisión de la “parte” mental). Cicerón abstrae al prescindir de los
sentimientos. Por así decirlo, en retiro intelectual, ignora que “quita” a los
sentimientos de la parte mental, y disculpa la abstracción en tanto una
determinada figura corporal embota o aguza la mente, en una especie de genética
de la figura: “Por otra parte, la
semejanza aparece más en los animales, cuyas almas están desprovistas de razón.
En cambio, la semejanza de los hombres se manifiesta en la figura de sus
cuerpos, e importa mucho en cuál cuerpo estén colocados los ánimos mismos; pues
del cuerpo se originan muchas cosas que aguzan la mente, muchas que la embotan”
(Tusc, 37). Después, pasa a localizar los ánimos en el cuerpo, para no
entrar en la discusión de la similitud y evitar problemas metafísicos que
pudieran comprometer una analogía entre el nacimiento del cuerpo y el
nacimiento de los ánimos. Y antes de tematizar o conceptualizar el dolor, supedita
su consideración a que en caso de desaparecer los ánimos, no implicaría un mal
la muerte, carente de sentido el cuerpo: “Fac
enim sic animum interire, ut corpus: num igitur aliquis dolor aut omnino post
mortem sensus in corpore est?” (Tusc, 37). Entonces, vuelve y se contradice, al negar un lugar a los ánimos
cuando antes los ubicaba en el cuerpo, y no asume el problema del dolor sino
que examina de nuevo si en la muerte hay dolor, lo que niega, y sin embargo, sí
concede una muerte placentera. ¿Por qué no se puede equiparar la apreciación
del placer a la del dolor en el momento de morir? Incluso se define la muerte
como separación de los ánimos, pero se califica de exiguo creer que tal
separación fuese dolorosa, sin sospechar que el somero pensamiento de la muerte
como separación dualista de un elemento que anime al cuerpo, no ligado con los
sentimientos, también resulte insulso: “Así
pues, ni siquiera en el ánimo permanece la sensibilidad, pues él mismo en
ninguna parte está. ¿Dónde, pues, está el mal, puesto que no hay una tercera
cosa? ¿Acaso en el hecho de que la separación misma del ánimo lejos del cuerpo
no se hace sin dolor? Aunque crea que así es ¡cuan exiguo es ello! Pero juzgo
que es falso, y sucede, por lo común, sin nuestro conocimiento; algunas veces
aun con placer. Además, todo conocimiento, como quiera que sea, es leve, pues
sucede en un instante” (Tusc, 38).
3. Angustia:
De sentir dolor, constituyente del ánimo y signo de disipación a la ansiedad
cruel del “tormento” (o dolor penoso, por “carecer”)
La
adjetivación de una procedencia, de una partida que implica privación, “faltar”;
un singular “desde este”, “desde tal”, sirve de raíz a la angustia detallada
por el ablativo de “cruciatus”. Abstraído
el filósofo del dolor, Cicerón determina su fuente en la “separación” de un
“este”. El echarse a perder deshonroso en el jugar con (Illudo) la angustia, y esta ansiedad propia de la opresión, la
estrechez, la dificultad, la brevedad y el apuro ante lo escaso; la concisión y
el respectivo sentir de verse apocado, de estar en tal brevedad, no de la vida,
sino de la posesión de los bienes en la vida, conduce al martirio, al tormento.
En otras palabras, el tormento, la angustia, descubre a alguien que recrea
obstinadamente el dolor o teme la pérdida de “algo” o “alguien”. Y también, en
el encruelecerse filosófico, la toma de distancia frente al sentir dolor puede
dar pie a la burla o al desprecio frente a otras concepciones del dolor. En
definitiva, al sentido de la carencia, le precede el de la pura repentina
separación de algo singular. Y toda separación, salida, división o retiro,
implicaría también un refugiarse ante el temor, y por consiguiente, involucra
como efecto otra búsqueda, y por resultado, otro irremplazable “éste” que queda
como bien al que aferrarse. Tras la sombra de lo desaparecido, se atisba la
necesidad de otra disposición libre ante la futura omisión imprevista de la
nueva enajenación ante algo. Y ese es el punto: a toda enajenación la precede
la inadvertencia de una exigencia filosófica de separación frente a cualquier
bien, so pena de incurrir en incuria o indolencia. Así pues, angustia y apatía
no son excluyentes. Si nos atormenta la separación de los bienes en la vida, el
mal se convierte para Cicerón en discurso neto de filosofías que solo entran en
necedades, reflexiones inútiles o principios vacíos, valoración esta
discutible: “Illud angit vel potius
excruciat, discessus ab ómnibus iis, quae sunt bona in vita. Vide ne a malis
dici verius possit” (Tusc, 38). Cicerón
concede ir contra el no tener derecho de llorar la vida de los hombres, pero no
estima necesario deplorarla para la discusión de si habrá miseria tras la
muerte, tras lo cual se afirma que la muerte nos aleja de los males, no de los
bienes. Esta filosofía vana repercutiría tanto que invita incluso al suicidio,
extremada la impertinencia de Cicerón al hablar mal incluso de los Cirenaicos: “Observa que se puede decir, con más verdad,
de los males. ¿Por qué habría yo de llorar ahora la vida de los hombres? Con
verdad y con derecho puedo. Pero ¿qué necesidad hay, si trato de que no
juzguemos que nosotros seremos míseros después de la muerte, de hacer de la
vida, deplorándola, aun más mísera? Hicimos esto en ese libro en el que nos
consolamos a nosotros mismos cuanto pudimos. Así pues, si buscamos la verdad,
la muerte nos aleja de los males, no de los bienes. Y por cierto tan
copiosamente es disputado esto por Hegesias el cirenaico, que se dice que el
rey Ptolomeo le prohibió que hablara de esto en las escuelas, porque muchos,
oídas estas cosas, se daban ellos mismo la muerte” (Tus, 38).
Pero
si más allá de lo anecdótico cometían el suicidio al escuchar que la muerte
libera de los males, seguro se estimaba una condición mísera, aunque la vida no
lo fuera. Pareciera que Cicerón observa una cierta invitación del platonismo a
morir y admite, moderadamente, incomodidades en la vida: “Hay, por cierto, un epigrama de Calímaco para Cleombroto de Ambracia,
de quien dice que, aunque nada adverso le había acaecido, desde un muro se
arrojó al mar después de haber leído el libro de Platón. Mas de aquel que dije,
Hegesias, hay un libro, Apokarterón, en el cual cierta persona que, por inedia,
se estaba separando de la vida, es revocada por sus amigos; respondiendo a los
cuales, enumera las incomodidades de la vida humana. Yo podría hacer lo mismo,
aunque menos que aquel que juzga que a nadie en absoluto le conviene vivir” (Tusc,
38). El aconsejador de la muerte
escribió sobre “el que se deja morir de hambre”, en relación a la incomodidad
del vivir, y a la imposibilidad de alcanzar el bien o el placer. Pero Cicerón
sólo analiza lo pertinente a la discusión aludida, ahora sobre la pérdida del
sentido de los males (hoc autem tempore
sensum amisit malorum). Algo de la filosofía cirenaica se mezcla en la
actitud escéptica, aunque Cicerón rechaza el apasionamiento napolitano y
griego, que celebraba la recuperación de Pompeyo, aunque políticamente
oportuno: “Ineptum sane negotium et
Graeculum, sed tamen fortulabantur”. Y porque juzga que Pompeyo solo
experimentaría calamidades con la prolongación de su vida; la propagación de la
vida únicamente traería males: “Qui si
mortem tum obisset, in amplissimis fortunas occidisset, is propagatione vital
quot, quantas, quam incredibiles hausit calamitates!”. “Si éste se hubiera
encontrado entonces con la muerte, habría perecido en medio de amplísimas
fortunas. Con la prolongación de su vida, ¡cuántas, cuán grandes, cuán
increíbles calamidades tragó” (Tusc, 40).
Pompeyo extraería o consumió calamidades de la propagación de su vida; absorbió
o incluso devoró calamidades. Raro el uso premeditado de “haurio”. Pero aparte de si se equivoca Cicerón en sus
consideraciones metafísicas, “suelto”, espeto de la desaparición de los males
por la muerte y no de los bienes, pues sí señala que el común de los mortales
no piensa que le vayan a acaecer “estas” calamidades. Y recuerda que los
asuntos humanos carecen de certeza: “Estas
desventuras son ahuyentadas con la muerte aun si no sucedieron, porque empero
pueden suceder. Pero los hombres no piensan que estas cosas les puedan suceder.
Cada uno espera para sí la fortuna de Metelo, como si, o fueran más los
afortunados que los infelices, o hubiera alguna certeza en las cosas humanas, o
fuera más prudente esperar que temer” (Tusc, 40).
Filosofía
del temor esta, frente al pensamiento común, que sin embargo no se distancia
mucho del pensar de Cicerón cuando admite, sin advertirlo, que la muerte es
nula, y que obviamente el muerto “carece” de la vida, por lo que ya no
carecería de nada. Cicerón comienza a precisar sentidos del dolor, el tema de
la disputa tusculana II: “Pero concédase
esto mismo: que los hombres son privados de las cosas buenas con la muerte. ¿Luego
también que los muertos carecen de las comodidades de la vida y que esto es
mísero? Ciertamente es necesario que así digan. ¿Acaso aquel que no existe
puede carecer de alguna cosa? En efecto, es triste el nombre mismo “carecer”,
porque encierra este sentido: tuvo, no tiene, echa de menos, requiere,
necesita. Éstas, opino, son las incomodidades del carente: carece de ojos, le
es odiosa la ceguera; de hijos, la privación. Esto vale en los vivos; en cambio
ninguno de los muertos carece no ya de las comodidades de la vida, sino ni
siquiera de la vida misma. Hablo de los muertos, los cuales son nulos.
Nosotros, que existimos, ¿carecemos acaso de cuernos o de plumas? ¿Alguien
diría esto? Ciertamente nadie. ¿Por qué así? Porque si no tienes aquello que no
te es apto ni por su uso ni por su naturaleza, no estarías carente aunque
sientas que no lo tienes” (Tusc, 40).
Para Cicerón, el dolor del carecer no constituía un mal si no que resultaría
necesario. En la muerte no hay sentido, y la filosofía sólo insiste al
ejercitar el examen del asunto, a tenor de sacudida, por lo que cabría pensar
que oscurece su discurso en lugar de afirmar proposiciones dogmáticas, para
rebatirlas. Y a esta altura, Cicerón ha olvidado sus argumentos anteriores
contra la muerte del ánima. Prefiere acomodarse en una concepción metafísica
que admitir la contradicción, que abandona para pasar al análisis del
significado de “carecer”: “Se ha de
insistir una y otra vez en este argumento, una vez confirmado aquello de lo
cual, si los ánimos son mortales, no podemos dudar, a saber, que es tan grande
la destrucción en la muerte, que ni siquiera queda la menor sospecha de
sentido. Así pues, perfectamente establecido y fijado esto, se ha de esclarecer
aquello, es decir, que se sepa qué es “carecer”, para que no quede algún error
en la palabra. “Carecer”, pues, significa esto: necesitar de aquello que
quisieras tener. En efecto, en “carecer” está implícito el “querer”, salvo
cuando se dice con otra noción de la palabra, como a propósito de la fiebre. En
efecto, también se dice con otro sentido “carecer”, cuando no tienes algo y
sientes que no lo tienes aunque fácilmente soportes esto. No se dice “carecer”
a propósito de un mal: pues ni tendríamos que dolernos de ellos; se dice esto:
carecer de un bien, lo cual sí es un mal. Pero ni siquiera el vivo carece de un
bien, si no lo necesita” (Tusc, 41).
El mal
consistiría en la mera carencia del bien, pero no se lo dice sin evitar tanto
rodeo[13].
En el querer está carecer, salir hacia lo que se quisiera que hubiera. Y también
en el sentido de “patior”, padecer,
sufrir; consentir o tolerar sentir lo que no se tiene. Por lo demás: “Carecer” es propio del que siente, pero no
hay sentido en un muerto, luego ni siquiera el “carecer” se da en un muerto”. “Carere
enim sentientis est, nec sensus in mortuo: ne carer quidem igitur in mortuo
est” (Tusc, 41). Por lo que para lo que
aquí atañe, “inest enim velle in carendo”
y “carere enim sentientis est”.
Querer, preferir, sentir, implican carecer, como la angustia requiere el
tormento (miedo al dolor) de un “eso” separado, y en últimas, de un miedo a
carecer. La filosofía misma se definiría aquí por la abstracción en el
esfuerzo, en el obrar: “Quamquam quid
opus est in hoc philosophari, cum rem non gamno opere philosophia egere
videamus”. Pero de esto no se saca ninguna obra. Nadie puede ser mísero
aniquilado, “quitado” el sentido: “nec
enim potest esse miser quisquam sensu perempto”. La muerte se simplifica en
la pérdida del sentido. No obstante, esta afirmación de no poder ser nadie
mísero en la muerte corresponde a la especulación de la necia filosofía. Se
descubre la filosofía abstracta al pensar en el sentido tras la muerte y
aceptar que no hay sentido en ella; la depresión ante la muerte depende de la
contracción tocante a los ánimos, por temor: “Quamquam hoc quidem nimis saepe, sed eo, quod in hoc inest ovnis animi
contractio ex metu mortis”. “Aunque muy a menudo digo esto, pero lo hago por el
hecho de que en esto radica toda depresión del ánimo por el miedo de la muerte”.
Angustia, miedo, temor; de esto se habla continuamente sin tema fijo cuando
aparentemente se trata de la muerte o del dolor. Y la imposibilidad del
pensamiento de la muerte toma la forma de un sentido de pertenencia, de lo que
no se experimenta, en contraste con el valor del que ya no teme morir. Los
hombres del pasado adquieren el estatuto de la ficción (“inter Hippocentaurum qui numquam fuerit, et regem Agamemnonem nihil
interesse”), sin existencia ya, cual si nunca hubieran sido. Nunca fueron.
Lo que ya no es, se halla entre lo que nunca fue, o por lo menos, tiene el
mismo estatuto. La conciencia de la pertenencia en vida, aunque no se exista
luego, ofrece un motivo por el que se juzga propicio intentar hasta sacrificar
la vida por virtud, lo que nos conduce de vuelta al párrafo inicial de la
primera Tusculana, que encierra el
sentido público de la filosofía romana: “Y
así, la muerte que por los azares inciertos a diario amenaza y por la brevedad
de la vida nunca puede estar lejos, no impide al sabio que, para todo tiempo,
mire por el Estado y los suyos, de tal manera que juzga que la posteridad
misma, de la cual no tendrá conocimiento, le pertenece. Por lo cual también el
que juzga que el ánimo es mortal, puede intentar cosas eternas, no por afán de
gloria, que no ha de sentir, sino por virtud, a la cual, aunque tú no lo
busques, necesariamente ha de seguir la gloria” (Tusc, 42). Ya que la vida es nada, por lo menos, mientras
dure, habría que abrazar la virtud, al punto de morir. Muerte por inanición en
el desprendimiento de la vida, suicidio por virtud ante la brevedad de la vida.
4. La
filosofía ubérrima de la aflicción, la dificultad, el miedo y el deseo.
De la
preocupación por el sufrir, se pasa al alivio de las aflicciones, a una
disminución de los miedos, y pasiones. Se trataría de una Filosofía copiosa,
feraz, que se constituye por transitar de pensar el temor a sufrir, a discurrir
sobre la disminución del dolor. En el “simulacro” de la muerte no habría pues
sentido alguno (cum in eius simulacro
videas esse nullum sensum) y en consecuencia, la filosofía no versaría en
un morir antes de tiempo, por inepcias de ancianas (Pellantur ergo ízate ineptiae paene aniles, ante tempos mori miserum
esse), delirio este a alejar, y por lo menos habría que obviar quejarse,
lamentarse, pues se evoca la muerte repetidamente, querida: “Entonces,
¿qué razón hay para que te quejes si la reclama cuando quiere?” (Qui est igitur
quod querare, si repetit, cum vult?) (Tusc, 43). La
naturaleza exige de una forma acerba, “acerbius”,
lo que da. Pero se confunde el deleite de la vida con el de las cosas: “Las mismas personas juzgan que si muere un
niño pequeño, deben sufrir esto con ánimo equitativo, pero si en la cuna, ni
siquiera han de quejarse. Y sin embargo, la naturaleza exigió a éste. En forma
bastante acerba, lo que le había dado. “Aún no había gustado – dicen – la
suavidad de la vida; éste, en cambio, ya esperaba cosas magnas, de las que
había empezado a disfrutar.” Pero, en verdad, en las demás cosas se juzga mejor
alcanzar parte que ninguna: ¿por qué de otro modo cuando se trata de la vida?
Sin embargo no dice mal Calímaco: que Príamo lagrimó muchas más veces que
Troilo (Hijo de Priamo, muerto por Aquiles). En cambio, es alabada la fortuna
de los que mueren a edad avanzada” (Tusc, 43).
Casi
se personaliza la muerte, para formular la aceptación “por naturaleza”, y
estima Cicerón irrelevante el tiempo, que la vida sea más o menos larga.
Filosofía del desprecio del tiempo, y de las cosas humanas y de los pensamientos
molices; propicios a la sensibilidad blanda y tarda: “Desdeñemos, pues, todas las inepcias (en efecto ¿qué nombre más le
pondría a esta levedad?) y, toda la fuerza del bien vivir pongámosla en el
vigor y grandeza de ánimo, y en el desdén y desprecio de todas las cosas
humanas, y en toda virtud. Pues ahora, en verdad, nos afeminamos con
pensamientos muy muelles de modo que si llega la muerte antes de que hayamos
alcanzado las promesas de los Caldeos, nos consideramos despojados de ciertos
magnos bienes, burlados y defraudados” (Tusc, 44). Filosofía esta del desprecio (contemptio)
y del menosprecio (despicientia),
pues a la contemplación pareciera asistirle un mirar de arriba a abajo, propio
del desdén, que más que aceptación, rehúsa. Filosofía inexpugnable, sin
predicción, que advierte como se agolpa la angustia momentáneamente en ánimo suspenso, a causa de la espera
temerosa, de la sospecha y el deseo (Quod
si exspectando et desiderando pendemos animi, cruciamur, angimur, pro di
inmortales!), al punto de adjetivar la muerte “jocunda” por exacción (confectio) de cuidados restantes. No se
confecciona ninguna reliquia del cuidado tras la muerte, extenuada la vida y
terminada la meditación (cura), la
solicitud, la ansiedad y angustia (sollicitudo)
por lo amado. Se supone pues un “que” de la muerte neutra, igual y ecuánime
para todos por comparación, para abrazar un “cómo” o “para qué” morir. Se
allana toda muerte respecto de lo que concurre, laudable (laudabilis). Y ponderar (laudo),
alabar, pone por testigo lo renombrado, incluso en el extremo de la oración
fúnebre (laudatio). La muerte excluye
cualquier preparación, y sólo se entiende por conclusión consumir la vida
activamente. Pero a pesar de todo lo anterior, Cicerón insiste en tener en
cuenta la vuelta a las regiones que habitan los que han salido de la vida, por
lo que desearía morir muchas veces si pudiera así encontrar a Orfeo, a Museo y
a Homero (Equidem saepe emori, si fieri
posset, vellem, u tea, quae dico, mihi liceret invenire). Se mezclan así los
argumentos: Primero no se teme a la muerte, porque no sea nada y no se sienta,
y luego si se es mísero en la muerte, no tendría fin (mors si est misera, finis esse nullus potest); por lo que no habría
preocupación. La primera opción obedece al temor de no existir y la segunda al
de sufrir tras la muerte. Unos argumentos son de carácter psicológico, como el
de si las legiones marcharían alegres al lugar de donde sabrían que no vuelven,
mientras otras inquieren lo metafísico: afirmar que si la muerte es mísera, no
puede haber ningún fin.
Pero
la virtud ante la muerte contrasta con el ateísmo cirenaico al que no le
interesa orgullo alguno en la muerte, no ceñido a un modo elevado, ni a
humillación: “Admitamos que los
espartanos eran fuertes y duros: tiene una magna fuerza la disciplina de sus
Estado. ¿Qué? ¿No admiramos a Teodoro el cirenaico, filósofo no innoble? Como
el rey Lisímaco lo amenazara con la cruz: “Te lo pido – dijo-, amenaza a esos
tus purpurados con esas cosas horribles. A Teodoro, en verdad, nada le importa
pudrirse en la tierra o en lo alto” (Tusc, 48). Sin embargo, no conviene confundir el desprecio de la amenaza de
humillación con una indiferencia absoluta. Si en la primera disputa tusculana
prima el temor al sufrimiento tras la muerte, equiparado a sentir, pues se traduce
sentir por sufrir, igual, el problema de la sensibilidad en la muerte, y la
preocupación por la muerte en tanto “no existir” se reduce a la preocupación
por sufrir. Cicerón no sigue ya a los cirenaicos, sino que los cita para su
provecho, de nuevo. No obstante, a parte de las disquisiciones filosóficas, se
nota el empeño por hacer sufrir al enemigo en su agonía, esto es, hacerlo
sentir: “El Tiestes de Enio desea, en sus
imprecaciones, conversos sin duda brillantes, ante todo que Atreo perezca en el
naufragio: duro esto en verdad, pues tal destrucción no ocurre sin grave
sufrimiento. Aquello, vano: Él, fijo en cima de rocas ásperas, eviscerado…” (Tusc,
50). De ahí que en esta filosofía se sostenga
la importancia de la instrucción sobre la sensibilidad y el cuidado de las
cosas. Delicadeza y exquisitez esta de la erudición y la enseñanza, o arte que
se extrae de la sensibilidad ante el dolor y el sentido profuso del sufrimiento
para la buena vida, de hasta dónde y por cuánto tiempo cuidar de cada cosa. Y
corresponde a la única doctrina que se sostiene frente a la disposición
escéptica radical, si no se quiere ser culpable por omisión, como Pélope con su
hijo. Pero a Cicerón le cuesta dejar de argumentar contra la común opinión de
un muerto que sufre o que descansa: “Ves
en qué error tan grande se hallan estas cosas; que es el puerto del cuerpo y
que el muerto descansa en el sepulcro, piensa por una magna culpa de Pélope
quien no instruyó a su hijo ni le enseñó hasta qué punto debe tomarse en cuenta
cada cosa” (Tusc, 50). De la noción del dolor por carencia en la vida se
pasa a admitir que al muerto nada le pertenece, para responder entonces a con
qué ánimo se afronta la muerte: “Más
cuánto se haya de conceder a la costumbre y a la tradición, procúrenlo los
vivos, pero de tal manera que entiendan que nada pertenece a los muertos. Pero,
a buen seguro, entonces la muerte es afrontada con ánimo muy equitativo, cuando
la vida se apaga puede consolarse con sus méritos. Nadie que haya cumplido la
obra perfecta de la perfecta virtud, ha vivido demasiado poco. A mí mismo
muchas circunstancias me fueron tempestivas para la muerte. ¡Ojalá hubiera
podido encontrarla! Nada, en efecto, se adquiría ya, los deberes de mi vida
estaban colmados, me quedaban las guerras con la fortuna. Por lo cual, si la
razón misma no logra que podamos desatender la muerte, al menos que la vida
transcurrida logre que nos convenzamos de que hemos vivido lo suficiente y aun
demasiado. En efecto, aunque falte el sentido, sin embargo, aunque no sientan,
los muertos no carecen de sus propios bienes de alabanza y gloria; pues si bien
la gloria nada tiene en sí para ser deseada, sin embargo, como una sombra,
sigue a la virtud” (Tusc, 51).
Ir al
encuentro de (oppeto) la muerte con
ánimo ecuánime, se relaciona con lo laudable para que sirva de consolación.
Definida la vida por la posibilidad de ir al encuentro, se conserva igual ánimo
hasta el último instante, Cicerón se deja llevar por las consideraciones sobre
los muertos. Pero contra la antigua “filoautía”,
contra el amor de sí, se simula indiferencia ante la muerte al sufrir con
resignación; sin mediación racional, y se establece una forma de sufrir, un
ardid del dolor, a manera de simulacro, porque reconoce una raíz tormentosa del
dolor ante la muerte: “Mas, en verdad, yo
en pocas palabras, como me parecía, te había respondido lo que era suficiente.
En efecto, habías concedido que los muertos no se hallan en mal alguno. Pero me
esforcé en decir muchas cosas por esta causa, porque en el duelo y el luto ésta
es la máxima consolación. En efecto, debemos sufrir con resignación un dolor
que es nuestro y es experimentado por nuestra culpa, para que no parezca que
nos amamos a nosotros mismos. Con un dolor intolerable nos atormenta aquella
sospecha, a saber, si opinamos que aquellos de quienes estamos privados están
con algún sentido en esos males en los que vulgarmente son imaginados. Esta
opinión quise arrancarla de raíz de mí mismo, y tal vez por ello fui bastante
extenso” (Tusc, 52-53).
La
filosofía que mide el alcance del verbo para dar cuenta de lo que se ve, se
resigna sin responder ante la pregunta por la muerte. No se comprende la muerte
y se tiende a decir más respecto del anhelo, esto es, del sentimiento por
deseo, del dolor por necesidad desprendida del querer, incluso algo concreto al
modo de una súplica o petición, en el sentido de todo lo que abarca “Desiderium”. Pues desear también puede
convertirse en un “echar de menos” (desidero),
tanto como también toca en suerte medir fuerzas a la hora de hablar del luto,
solícitamente frente al dolor. Así se compara el dolor del deseo insatisfecho y
la muerte cuando se aplica el lenguaje del dolor al problema de la muerte. Las
más de las veces, el lenguaje del dolor tiene que ser plural, para que no
parezca que nos asomamos nosotros mismos (ne
nosmet pisos amare videamur). La
consolación no se establece contra el dolor sino contra el amor de sí y los
propios deseos. Emprender desde la susceptibilidad del dolor, sufrir el dolor,
precisa sostenerse y protegerse en
función de la fortaleza que se posee. La aceptación del dolor con modestia y
moderación no se desliga de su percepción y a lo sumo se modifica la textura
del sufrimiento. En público, se divulga y se lleva el dolor de forma osada,
feroz, intrépida y soberbia. No solo se duele alguien, sino que también grita
su dolor. De ahí que no se desestime un epílogo al modo férreo de
susceptibilidad al dolor y se ejemplifica que lo mejor para el hombre sea morir.
Después de haber descalificado la muerte a destiempo se la considera favorable:
“En primer lugar son mencionados Cleobis
y Bitón, hijos de una sacerdotisa argiva. Conocida es la fábula: en efecto, como
el rito prescribiera que ella fuera transportada en carro al sacrificio que se
celebraba cada año y en un día determinado, bastante lejos de la ciudad al
santuario, y como demoraban las bestias de tiro, entonces los jóvenes aquellos
que acabo de nombrar, depuesto el vestido, ungieron sus cuerpos con óleo; se
acercaron al yugo. Así, transportada la sacerdotisa al santuario, como el carro
había sido conducido por sus hijos, se dice que suplicó a la diosa que les
diera, por su piedad, el premio más grande que podía ser dado al hombre por un
dios; que, después de cenar con su madre, los adolescentes se dieron al sueño:
por la mañana fueron encontrados muertos” (Tusc, 53).
Así
pues, un modo preciso de dolerse o de sentir ante la muerte contrasta con la
acción de sufrir y morir a secas: “Las
célebres muertes afrontadas por la patria suelen parecer a los retóricos no
sólo gloriosas, sino también dichosas. Se remontan a Erecteo, cuyas hijas
también arrostraron con ansia la muerte por la vida de sus conciudadanos…” (Repetunt ab
Erechtheo, cuius etiam filiae cupide mortem expetiverunt) (Tusc, 55). Habría
pues quien pide la muere y cae sobre ella, y que en la reclamación toma, por lo
que primaría el efectuar por sobre el decir, aunque yerren los hombres con
mentes ignaras. Y por las mismas razones se contradice Cicerón con lo dicho
atrás, donde afirmaba que el sueño era una imagen de la muerte: “Aunque así sea esto, sin embargo debemos
emplear una magna elocuencia y de tal manera, que si fuésemos a arengar desde
un lugar superior, para que los hombres o empiecen a desear la muerte o, al
menos, desistan de temerla. Pues si aquel día supremo no trae la extinción sino
la conmutación del lugar, ¿qué cosa más deseable? Pero si aniquila y destruye
del todo, ¿qué cosa mejor que adormecerse en medio de los trabajos de la vida,
y así, cerrados los ojos, sumergirse en un sueño sempiterno? Si esto es así, es
mejor el discurso de Enio que el de Solón. En efecto, éste nuestro dice: Nadie
me honre con lágrimas ni mis funerales con llanto haga. En cambio, aquel sabio:
No de lágrimas falte mi muerte; a los amigos dejemos la pena: con gemido
celebren mis exequias” (Tusc, 56). Filosofía
solapada una, del silencio, en conflicto con otra del grito con fuerza ante el
dolor. Pero en Cicerón el lirismo de la fuerza con el que termina la tusculana
I, sólo sirve para postular la divina providencia, y hasta la muerte estaría
situada en el orden predispuesto por los dioses: “En efecto, no hemos sido engendrados y creados temeraria y
fortuitamente, sino que ha habido, a buen seguro, una cierta fuerza que mira
por el género humano, y que no lo hubiera engendrado o alimentado para que,
después de haber soportado todos los trabajos, cayera entonces en el Mal
sempiterno de la muerte. Considerémosla, más bien, como un puerto y refugio
preparado para nosotros” (Tusc, 56).
La tarea de la filosofía se identificaría pues con el desear la muerte que
obedece a la fuerza, pero afortunadamente también en tratar con preferencia lo
que alivia el dolor: “…tratemos estas
cosas y de preferencia las que tienen el alivio de las aflicciones, miedos,
deseos, que es el fruto ubérrimo de toda la filosofía”. “…agamus
haec et ea potissimum quae levationem habeant aegritudinum, fortidinum,
cupiditatum, qui ovni e philosophia est fructus uberrimus” (Tusc, 56). Habrá
que beber la fuerza de la filosofía para la disminución del temor, la dificultad,
la aflicción y el deseo.
5. Filosofía de la ansiedad como
capacidad de refutación sin pertinacia
Abre
Cicerón el libro segundo de las Disputas
Tusculanas, con otra consideración sobre la filosofía. Mientras para
Noptólemo, conviene filosofar en pocas cosas, para Cicerón filosofar tiene
visos ineludibles, sobre todo cuando no hay nada más qué hacer, y la elección
de concentrar la atención en un objeto de la filosofía supone haber discurrido
sobre muchas cosas más. Y tras haber vez comenzado, la actividad reflexiva
conduciría a nuevos deseos de filosofar. El placer moderado de filosofar hasta
cierto punto se contrapone a una filosofía imperiosa en la que la filosofía se
vuelve cada vez más especulativa por selección de temas. Ridículo que la
filosofía distraiga al desocupado y luego se vuelva obligatoria y afición
ansiosa. Pareciera que el escepticismo sólo resulta posible luego del
conocimiento y no excluye el saber para nada sino sólo la suspensión del
juicio: “En verdad Neoptólemo dice en
Enio que para él es necesario filosofar, pero en pocas cosas, pues no le place
hacerlo eternamente. En cambio, Bruto, yo juzgo en verdad que para mí es
necesario filosofar, pues ¿qué cosa mejor puedo hacer, sobre todo cuando no
hago nada? Pero no en pocas cosas como aquél. En efecto, es difícil que en la
filosofía sean conocidas pocas cosas a aquel para quien no lo sean o las más o
todas. Pues no pueden elegirse pocas si no es de entre muchas, y el que ha
percibido pocas, él mismo perseguirá las demás con el mismo empeño” (Tusc,
57). Dificultad de la filosofía para
el filósofo secuaz, adepto, pero propia de una actividad definida por la
liberación del miedo, de cualquier situación angustiosa en la siega de la vida,
al grado de acabar de ejecutar la procuración y la comprensión temerosa de la
muerte, como si no hubiera otra experiencia de ella que su significado medroso:
“Pero, no obstante, en la vida ocupada y,
como era entonces la de Neoptólemo, en la militar, aun estas pocas cosas con
frecuencia aprovechan mucho y dan frutos, si no tan grandes cuales pueden
percibirse de toda la filosofía, sin embargo sí tales que con ellos nos
liberamos a veces, en alguna medida, o del deseo, o de la aflicción o del
miedo. Por ejemplo, de aquella disputa que hace poco tuve en Túsculo, me
parecía que se había originado un magno desprecio de la muerte, el cual vale,
no poco, para liberar al ánimo del miedo; pues el que teme lo que no puede
evitarse, ése de ningún modo puede vivir con su ánimo quieto. Pero el que no
teme a la muerte, no sólo porque necesariamente tiene que morir, sino también
porque nada tiene la muerte que deba regirse, ése se ha proporcionado una magna
garantía para la vida dichosa” (Tusc, 57).
Filosofía,
por lo demás, desaprobada por el juicio de la multitud o de los que sólo alaban
lo que pueden seguir y que sin embargo en desprecio, “contemptio”, de la muerte, invita a imitar la incapacidad del
vulgo para señalar de lo que no se puede hablar o filosofar. La filosofía
comienza a “problematizar”, y ya estructurado el sentir y lo emocional, también
se repudia el dolor y se rehúsa todo discurso directo sobre este para
inscribirlo en el ámbito ético. Para Cicerón, poco importa la controversia y la
disensión, y no teme ser redargüido. Y a la secuaz adopción partidaria de la
filosofía antepone un límite al reconocer una adjudicación de la filosofía,
esto es, una entrega, siempre por añadidura; una adicción, una asimilación del
habla que se impone: “…y toleremos que
nosotros mismos seamos redargüidos y refutados. Esto lo sufren con ánimo
intranquilo los que, por así decir, están adictos y consagrados a algunas
sentencias ciertas y fijas y constreñidos por una necesidad tal que se ven
obligados a defender, por razones de constancia, aun lo que no suelen probar.
Nosotros, que seguimos lo probable y no podemos avanzar más allá de lo que se
nos presenta como verosímil, estamos preparados tanto para refutar sin
pertinacia como para ser refutados sin iracundia” (Tusc, 59). Refutación no
obstinada del escepticismo ciceroniano, plácido en disertar en sentidos
contrarios en máxima ejercitación, y mero “desdecir” (maxima dicendi exercitatio), adecuado a la disputa y no a la
narración. Filosofía de la disertación, de la disquisición, avergonzada de
tanto verificar y examinar, pero en últimas referente a un orden, a una
disposición, distribución o establecimiento de lo público, que sólo intenta
modificaciones del vivir conforme a arreglos, de lo que se desprende cierto
género de la “ayuda”, equiparado el dolor al miedo; la intensidad de la sensibilidad
absorbida por lo emocional; y con un sentido de la curación de la molestia del
dolor: “A. No puede decirse cuánto fui
deleitado por tu disputa de ayer, o más bien, ayudado; pues aunque estoy
consciente de que yo nunca fui demasiado codicioso de la vida, no obstante a
veces se presentaba a mi ánimo cierto miedo y dolor, pensando que alguna vez
llegará el fin de esta luz y la pérdida de todas las comodidades de la vida.
Pero, créeme, de tal manera me he liberado de este género de molestia, que pienso
que de nada debemos preocuparnos menos” (Tusc, 60-61). De una filosofía del dolor, característica de Aristipo, se
desprende una filosofía del ansia que trata el miedo al dolor y a la muerte, para
despreciar al dolor y a la muerte como conceptos filosóficos. Es más, en las Tusculanas, una filosofía conceptual se
ve suplantada por una que trata de curar el dolor y anular el temor a la
muerte, por lo que se altera la experiencia por desprecio del dolor como ley de
vida, concentrada la filosofía en sus efectos terapéuticos y en la fortaleza
del individuo[14].
Filosofía
como desprecio de una ciencia del dolor y del sentimiento. En el ámbito de la
fuerza, de alguna manera se fijan las oraciones contra la muerte o sobre el
dolor y se arraigan de manera insidiosa en el ámbito público. En consecuencia, los
discursos se detienen y se calman. Se trata de arte y disciplina en la vida,
más que de saber de ella, lo que remite a una doctrina en un contexto en el que
ya el dolor se relacionaba antes con un mal, preocupados en refutar para la
discusión qué constituya el sumo mal (Qua
re ne sit sane summum malum dolor, malum certe est), con el propósito de
apartar o sacudir (diicio) la
admonición del terror ante el dolor (Videsne
igitur quantum breviter admonitus de dolores terrore deieceris?) “¿Ves, pues, cuánto del terror al dolor has
dejado, aunque has sido brevemente advertido?” (Tusc, 63). En este esquema
de la vida impuesto a la sensibilidad, prima la exigencia de la receptividad,
pues la filosofía no admitiría resistencia, lo que pareciese contravenir la
disputa. Pero disputa no referiría al ánimo. No hay un ánimo de disputa y esta
se articularía sólo por el juego con el lenguaje. (Experiar equidem, sed magna res est, animoque mihi opus est non
repugnante). “Lo intentaré de verdad,
pero es una magna empresa, y necesito un
ánimo que no se resista”) (Tusc, 63).
En últimas, reluce en el pensamiento de Cicerón, la exigencia de un ánimo no
repugnante a la filosofía y de su condicionamiento por la razón: (Habebis id quidem. Ut enim heri feci, sic
nunc rationem quo ea me cumque ducet sequar) “Tendrás esto en verdad. Pues como hice ayer, así ahora seguiré a la
razón adonde quiera que ella me conduzca” (Tusc, 63). Determinación del haber
equiparable a la razón; racionalización de la vida que favorece a la palabra
por sobre la sensibilidad y creencias religiosas y metafísicas a propósito del
dolor y la muerte por utilidad política. Cicerón usa sus habilidades
escépticas, pero sólo para sostener un estoicismo romanizado en interés de la
dominación de las creencias religiosas. En esto, la filosofía del dolor y la
capacidad argumentativa sin pertinacia se entrelazan en función del bien
público y la acción en la vida.
Bibliografía
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DISPVTATIOVM). Versión de Julio Pimentel Álvarez. Universidad Nacional Autónoma
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2002.
Reydams-Schils, Gretchen (2005). The Roman Stoics. Self, Responsibility, and
Affection. The University of Chicago Press.
Schmitt, Charles (1972). Cicero Scepticus. A Studi Of the Influence
of the Academica in the Renaissance. Martinus NIjhoff, The Hague.
[1] “Or as Pierre
Hadot has aptly put it, the inner fortress is not an ivory tower”. (Reydams-Schils,
98).
[2] Difiere el uso
consuetudinario, lo que siempre ha sido, del deber y la ley: “En De legibus II, 23 Cicerón señala que
desea proponer algunas leyes que ni se hallan “en nuestra república, ni se hallaron
nunca”, mas no por ello las inventa, se limita a poner por escrito las
costumbres de los antepasados, pues en aquellos bienaventurados tiempos las
costumbres valían como leyes. Por tal motivo, cabría añadir, entonces no había
leyes y viceversa, como en el presente han desaparecido las “buenas costumbres”
hacen falta leyes que las suplanten, lo que no quita para que entre unas y
otras haya perfecta continuidad: ordenan lo mismo. Cicerón pasa por alto que
una costumbre, en la medida en que lo siga siendo, ni ordena ni deja de
ordenar; se sigue sin esa conciencia de coerción que él siente tan vivamente”.
(Mas, 50). “Nam mores et insituta vital
resque domesticas ac familiares nos profecto et melius tuemur et lautius,
remvero publicam nostri mayores certe melioribus temperaverunt et institutos et
legibus”. (Tusc, 1).
[3] “Pero el
entregar a las letras sus pensamientos alguien que no pueda ni disponerlos ni
ilustrarlos ni atraer al lector con alguna delectación es propio del hombre que
abusa en forma intemperante tanto del ocio como de las letras”. (Tusc, 3).
[4] “Cicerón, decía, hereda el ideal
catoniano del vir bonus dicendi peritus:
es importante la índole y la disposición moral del individuo, pero si hay que
tomar parte en la vida política (lejos de toda moralización de la retórica en
función de valores tradicionales) también es necesario atender a las técnicas
de persuasión. Y en función de esta participación activa, y a ser posible con
éxito, Cicerón plantea una combinación de filosofía y retórica, porque la
filosofía entendida al modo de los griegos, esa “sofisticada doctrina de
allende los mares y ajena a nosotros” (De orat, III), es en el mejor de los
casos un consuelo o un sustituto de la actividad política”. (Mas, 150).
[5] “Se
han entrenado ahora en la única lucha que les faltaba; (…) tan hábiles llegaron
a ser en la lucha con las palabras y en refutar siempre lo que se diga, igual
si es falso que verdadero”. (Platón, 2).
[6] Más que hacer de Cicerón un ecléctico,
las obras consolatorias exigirían la forma ecléctica. “Además no debe perderse de vista la función eminentemente práctica de
la Consolatio que exigía hacer uso de todos los recursos posibles para aliviar
al consolado”. (Lillo, 65).
[7] “On the other hand, few skeptics have gone to such an extreme
and most, including the Cicero who speaks out at the end of the Lucullus, have
advocated a sort of probabilism. Although various arguments are presented in
the work to illustrate the fallibility of normal modes of human knowledge and
of rational procedure, the basic position favored by Cicero lies in the
direction of Carneades’ probabilism, particularly in matters of practical
philosophy”. (Schmitt, 149).
[8] Traduce Julio Pimentel Álvarez: “Morir
no quiero, mas nada me importa que yo esté muerto”. (Tusc, 8).
[9] “Por lo cual, si, aunque no se diserte sobre esas cosas, podemos
liberarnos del miedo de la muerte, tratemos esto. Pero si esto no es posible a
menos que esta cuestión de los ánimos sea explicada, tratemos ahora, si te
parece, esto; aquello más adelante”. (Tusc, 12).
[10] “En efecto, a Demócrito, aquel varón magno en verdad, pero que considera
al ánimo formado, por un concurso fortuito, de lisos y redondos corpúsculos,
omitámoslo. En efecto, nada hay, de acuerdo con ésos, que no realice la
multitud de los átomos”. (Tusc, 11).
[11] “Y así, en aquellos antiguos que Enio llama casci
estaba ínsito sobre todo aquello: que en la muerte hay sentido y que con el
retiro de la vida el hombre no se destruye al grado de que desaparezca
totalmente”. (Tusc, 13).
[12] (Tusc,
33). “From Cicero we can infer that Stoic philosophers were in the practice of
attaching Socrates’ name to some of their central ethical theses”. (Long, 17).
[13] “Comment ne pas
voir que les contraintes sociales son la principale cause de nos duleurs? Se
demande Cicéron lorsqu’il s’entretent dans les Tusculanes sur le bonheur du
sage. Il faut par exemple distinguer entre le deuil et le devoir du deuil: les
gémissements, les larmes, “tout cela, on le fait parce qu’on s’y croit tenu”.
C’est l’idée que l’on doit montrer aux autres son chagrín qui obligue à des
manifestations outrancières de la douleur. “Le príncipe mauvais du chagrín ne
relève point de la nature, mais de notre libre choix et d’une opinión
trompeuse” (voluntario iudicio et opiniones errore). Le mal provient d’une
erreur de la pensé. Tant la sociéte – ici la civilisation – pervertit notre
nature”. (Moatti, 172).
[14] “M. Desde luego en nada es eso admirable, pues la filosofía efectúa
esto: cura a los ánimos, retira las inquietudes inanes, libera de los deseos,
expulsa los temores. Pero esta fuerza suya no puede lo mismo ante todos. Vale
mucho cuando ha abrazado a una naturaleza idónea. En efecto, “a los fuertes” no
sólo “la fortuna los ayuda”, como se dice en un viejo proverbio, sino mucho más
la razón, la cual confirma con algunos preceptos, por así decir, el vigor de la
fortaleza. A ti, sin duda, la naturaleza te engendró particularmente excelso y
alto y despreciador de las cosas humanas. Y así, en un ánimo fuerte, con
facilidad se asentó el discurso tenido en contra de la muerte. Pero ¿piensas
acaso que estas mismas cosas valen ante aquellos mismos, salvo muy pocos, por
quienes fueron descubiertas, discutidas y escritas? En efecto, ¿cuántos
filósofos se encuentran que sean tan morigerados, tan constituidos en su ánimo
y en su vida como postula la razón, que consideren su disciplina no como
ostentación de ciencia, sino como ley de vida, que se obtemperen a sí mismos y
obedezcan a sus principios?” (Tusc, 61)