“Escritos como El médico, El tío Vania,
Ionych, Un cuento terrible, Ivanov, La gaviota, etcétera, muestran los excelsos
entrecruzamientos de un médico preocupado por sus pacientes y un escritor que
convierte escenas médicas en literatura. Su éxito como escritor provenía de la
observación de los enfermos, del estudio clínico y del análisis que hacía de
los discursos de sus pacientes. Como testigo de la conducta humana, sobre todo
cuando ésta se alteraba por la patología, Chéjov convertía estas experiencias
en letras. Y no sólo eso: su literatura podría ser escuela médica, al menos en
lo que se refiere a la relación médico paciente o en lo que hoy llamamos
bioética”[1].
[1] KRAUS, Arnoldo. Plaza y Janés. Enfermar o sanar. El
arte del dolor. Plaza Janés, Randon House Mondadori, 2003. p. 69.
Revoltijo de cosas viejas, pero no caducas
Al
inicio de La sala número seis, el
narrador refiere que el pabellón está rodeado de cardos, ortigas y cáñamo
silvestre, y que la yerba cubre los escalones de la entrada, lo que contrasta
con el techo oxidado y el yeso erosionado para otorgarle un aspecto
particularmente triste y repulsivo, según la traducción de Laín Entralgo. Esta
referencia al campo colindante en la parte de atrás y la comparación del
aspecto lúgubre del hospital con la cárcel relaciona también al enfermo y al
criminal, a la vez que descalifica al paciente conforme con su sufrimiento y
por cierta vuelta a lo agreste. Habrá que considerar que la proximidad del
campo no convierte al pabellón en un sitio sórdido, sin ningún tipo de reproche
moral hacia la naturaleza, aunque reine lo sombrío, y que Chejov meditó muy
bien los adjetivos para determinar el lugar, pues a lo lúgubre, afín a la
mentalidad depresiva de los internos, asocia la repugnancia, es decir, precisa
una referencia a algún tipo de asquerosidad o suciedad más propia de la
civilización que del ámbito del bosque colindante.
Chejov
señala la proximidad de la locura, anticipada sin mencionarla aún, y una
particularidad congénita al lugar que bien se logra reconocer luego cercana en los
delirantes o alicaídos pacientes, más que meros excéntricos[1],
antes de que se aceptara un ritmo frenético plenamente difundido de la
existencia. El narrador nos invita a seguir al lugar más como un recurso para
ponernos en su lugar que en el de los pacientes, por lo menos no todavía, para
detenerse en la ropa vieja: “Todos estos
harapos están amontonados, arrugados, revueltos, medio podridos, y de ellos
emana un olor pestilente”[2],
en clara analogía con los especímenes que allí habitan. Es el olor el que
repele, no la vista, pero el escenario no repugna tanto como el loquero Nikita
tumbado con una pipa entre los dientes, cara dura, soldado aficionado a la bebida y con el convencimiento obtuso de
la imperiosa necesidad de las obligaciones. Después de señalar lo agreste en
los cardos, y la repulsión del “aspecto” triste y lúgubre de la sala 6 y del
olor de la ropa vieja, Chejov nos entrega la imagen de una persona igualmente
repulsiva: “Pertenece al género de
personas simples, cumplidoras de su deber y obtusas que ponen por encima de
todo el orden y que por eso están convencidas de que hay que emplear los
puños”. En este lerdo, Chejov descubre cierta necedad de la creencia moral degradada
en el orden, por lo que no se trata de criticar la normatividad, sino la
dependencia de una organización o distribución de las cosas, clasificación que
alcanza a las personas también, y que va más allá de la simple jerarquía. De
entrada queda ligado el aspecto repulsivo de la tristeza, asociada la
repugnancia y lo lúgubre, el estatuto criminal del enfermo y la descalificación
del sufrimiento como vuelta a lo agreste.
Así pues, Chejov comienza con el guardia en
el zaguán, no con los enfermos en la habitación más espaciosa con lo que la
descripción moral o psicológica de Nikita empata con la de los enfermos, solo
distintos por la división en la asignación de espacios. Adviértase que el lugar
del hosco Nikita es más estrecho, incómodo, aunque luego regresará a su cálido
hogar, y espanta el aspecto y el color, el azul sucio de las paredes, el techo
ennegrecido por el humo de la estufa, los barrotes de hierro la ventana, el suelo también gris y abundante en
astillas, con lo que combina de nuevo Chejov la exposición a un ámbito
amenazante, en la naturaleza las espinas de los cardos, en la sala las
astillas, junto al el efecto insoportable del penetrante mal olor: “Apesta a col agria, a humo de la mecha de
la lámpara, a chinches y a amoníaco, y este olor nauseabundo os produce en el
primer momento la impresión de haber entrado en una jaula de fieras”[3]. De tal suerte, la repulsión del olor adopta
la figura de un recinto que contiene la ferocidad animal peligrosa y
amenazante.
La impresión equivocada del lugar obedece a
la analogía con lo salvaje; pues, y mientras el olor resulta insoportable se
rechaza la sala 6, pero encubierta su peligrosidad por reacción ante el hedor,
lo que forja en el lector seguridad al comenzar a familiarizarse con la
descripción, como tampoco el avieso Nikita resulta tan agresivo. Por supuesto,
extraña que las camas estén sujetas al suelo y la descripción de los “locos”
envueltos en batas azules con gorros de dormir, más graciosos que temerarios,
en tanto la lentitud con que de dibujan los detalles del retrato, sin mucha
historia, genera impaciencia en la medida en que avanzan las páginas. Hasta ahora, Chejov elude cualquier
interpretación de la locura, para comenzar a ofrecer indicaciones de lo que el
narrador ve y relata, como alguien que entra al zaguán y la sala, lo que combina
con la conducta y pensamiento de sus locos, porque se encuentran sentados o
tumbados. Chejov no ofrece de buenas a primeras el cuadro clínico de los locos
y clasifica su diagnóstico en alternancia con la atención puesta en
características físicas y situación social previas al escueto pensamiento o la
conducta. Antes de la disposición anímica o la afectación de los locos, Chejov ha
indicado la postura a la que obliga el lugar y la condición, en todo sentido,
secundarias desde la reflexión del narrador ofuscado y sobrecogido. En la
medida en que el narrador nos dice que nos pongamos en su lugar y entremos al
lugar, nos queda imposible ver lo que él ve y no nos resta más que imaginarlo,
pero nos comparte sus juicios cargados de inquietud y que rayan también en la perturbación.
Que los locos estén sentados o tumbados alude a la acomodación y a una postura,
de ninguna manera a la disposición interior o a hábito alguno. Arrellanados
conforme al aspecto deprimente del lugar, independientemente de sus ánimos,
todos comparten una posición tendida y
situación de abandono, tirados como la ropa vieja del lugar.
Asimismo, nos dice el narrador que en total
son cinco locos, y que entre ellos hay un noble, pero no anuncia inmediatamente
de quién se trata, con lo que establece una división frente a los trabajadores,
manera de subrayar una distancia social por la colocación según la actividad
que se realiza más que por la clase demarcada con antelación. Pasa entonces
Chejov de la postura a la ubicación. El primero “conforme se entra”, adolece claramente de depresión: “…es un hombre alto y flaco, de bigote
rojizo y brillante y ojos llorosos; está sentado, con la cabeza apoyada en las
manos y la mirada fija en el vacío. Pasa los días y las noches sumido en la
tristeza, meneando la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente; en muy
contadas ocasiones interviene en la conversación y de ordinario no contesta a
las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando le dan”.
Sin embargo, no sólo este tísico derrumbado y
abatido, del que llama la atención que no pierda la sonrisa, aunque sólo
exprese consternación y pesadumbre, tiene problemas con el lenguaje al guardar
silencio y repeler las preguntas. En contraste, el viejo judío Moiseika de barbita
en punta, oscuro y crespo conserva su carácter alegre porque canta a media voz y
ríe suavemente, pero que se la pase yendo y viniendo de ventana a ventana,
adivina su intranquilidad, una de otro tipo, no asimilable a la del depresivo
silencioso, relacionada, seguramente, con las premuras de la actividad
comercial definida por la celeridad. El narrador no tiene reparos en tildar a
Moiseika de imbécil que perdió la razón al perder en un incendio su negocio de
sombreros. Moiseca tiene el privilegio de salir, aunque se convirtió en el
motivo de risas. Llena su estómago gracias a las limosnas y Nikita le arrebata
el dinero, no sin aparentar su enojo y amenazándole de no dejarlo volver a
salir, pero su ceñudo semblante lo podemos figurar fingido y bien sabemos que
le conviene dejar ir a la calle al apurado judío para volverse a apoderar de
las ganancias. Constituye un claro juicio moral esta negativa de Nikita a la
que está obligado por las apariencias, opuesto al cambio del judío que se
volvió un hombre atento y servicial con sus compañeros al extremo de “apresurarse”
a dar de comer a su compañero paralítico, no por consideraciones de índole
humanitaria o un sentimiento moral de compasión, sino por imitación de Iván
Dmítrich Grómov, el noble que se había anticipado había entre los locos, por lo
que se marca la separación clásica entre el trabajador, el comerciante y la
nobleza, por la conducta, en vez de por la actividad laboral o la ostentación
de riqueza, pues se desempeñaba como subalterno, “ujier del juzgado y
secretario provincial”, es decir, en un escritorio. Gromov goza de una
sensibilidad extrema y de manía persecutoria, acaso relacionada con su antigua
labor. Como su particularidad postural, este no se sienta, sino que se tumba o
camina igual de un lado a otro como el judío, según varíen sus sentimientos
entre la agitación o el desaliento, proceder lejano al desgaire del depresivo y
excesiva racionalidad e hiperactividad peculiar del comerciante. La causa del
temor de Iván Dmítrich Grómov yace en la incertidumbre propia del pensamiento
de lo indeterminado, patologizado por el narrador no tanto el pensamiento como
el modo de conducirse: “O permanece
tumbado en la cama, hecho un ovillo, o va de un rincón a otro como si hiciese
un paseo higiénico; rara vez se queda sentado. Siempre se muestra excitado,
inquieto, en una tensión como si esperase algo confuso e indefinido”[4].
Sin
duda, a los internados se le obliga, confinados en estos lugares, a una
Filosofía de la resignación, aunque en cierto grado hacen frente a imposiciones
y exigencias, y en últimas, de cierta forma responden a sus vicisitudes, aunque
Iván Dmítrich Grómov vive hecho un ovillo y un insignificante rumor lo hace
pensar que vienen por él, sumido en pensamientos indeterminados que inmovilizan
o impelen a actuar abruptamente sin motivo. Chejov se muestra sutil:
“A
mí me agrada su cara ancha de grandes pómulos, siempre pálida y desgraciada,
espejo de un alma atormentada por la lucha y un miedo que nunca le abandona.
Sus muecas son extrañas y morbosas, pero sus finos rasgos, que el profundo y
sincero sufrimiento ha dejado en su semblante, denotan inteligencia, y en sus
ojos se advierte un brillo cariñoso y sano”.
El narrador nos condujo del estupor por
semejante lugar a una minuciosa diferencia entre formas de pensar, no tanto a
partir de experiencias del sufrimiento como previas a todo juicio reflexivo
sobre la propia existencia y que señalan más una sensibilidad congénita. Aparte
de recalcar la reputación del cortés Iván Dmítrich y de señalar la causa de su
tormento en la constante lucha y no en la pérdida de los bienes materiales o en
problemática cotidiana alguna, a pesar de compartir con el depresivo una mismo
foco en lo indeterminado, pero sin identificarse con la sumisión en la tristeza
ni con la mirada de vacio del depresivo, permanece obstinado, renuente,
intransigente en su recogimiento; replegado, pero listo a reclamar y protestar.
Su locura se manifiesta por la tensión y las
muecas, deteniéndose de repente en su nerviosa marcha nocturna a observar a los
demás en un gesto de ir a decir algo para luego arrepentirse, con lo que señala
Chejov formas de expresión de la locura no equiparables, en tanto Ivan Dmitrich
piensa más de lo que dice o merecen conocer los demás, aunque de ninguna manera
los desprecia, sino que su pensamientos poseen una hondura que no despierta el
interés común[5].
Por lo tanto, los problemas con el lenguaje de Iván Dmítrich no tienen que ver
con no querer o rechazar hablar en el trato con los demás, pues no se desestima
la repercusión de las palabras, sino la incompatibilidad de su pensamiento con
el de la sociedad. También el judío contesta con su silbido, pero carente de un
pensamiento elaborado. Sin embargo, no se contiene y le gana el deseo de
compartir sus pensamientos y no modula sus palabras sino que la pasión conduce
su discurso: “Pero pronto el deseo de
hablar se hace más fuerte y da rienda suelta a la lengua; habla con calor,
apasionadamente. Su discurso es desordenado, febril como un delirio; no siempre
se comprende lo que dice, mas, aun así, en él se percibe, en las palabras y en
la voz, algo extraordinariamente bondadoso. Cuando habla uno ve en él al loco y
al hombre. Es difícil llevar al papel sus desvaríos. Habla de la vileza humana,
de la violencia que pisotea la justicia, de la hermosa vida que con el tiempo
reinará e la tierra, de los barrotes y de las ventanas, que a cada instante le
recuerdan la cerrazón y crueldad de los opresores. Resulta un desordenado
revoltijo de cosas viejas, pero no caducas”. Adviértase que los discursos
de Iván Dmítrich redundan en la incoherencia y se los toma como desvaríos por
su falta de orden al exponerlos, difícil de seguir. De la denuncia de la
violencia social y a opresión derivada según él de la idiotez y la crueldad,
por la falta de costumbre _ más por tratarse de críticas reiteradas que
extrañas-, se sigue un juicio negativo y no se valora lo que dice aunque se lo
aprecie. La expresión: “revoltijo de cosas viejas pero no caducas”, indica que
la crítica social no se asimila por su reiteración. Con esto, Chejov termina su
introducción y sigue a un segundo numeral en donde profundiza sobre la vida y
el carácter de Iván Dmítrich Grómov.
Admite Chejov que el pensamiento tiene un
orden similar al de las cosas, y el revoltijo de ropa se equipara a lo que
encierra la cabeza de Iván Dmitrich que reacciona ante la maldad, por lo que el
narrador le da la razón al enjuiciar la crueldad con la que se caracteriza a a
humanidad. Además de la injusticia que todos sufrieron y que los desquició,
Iván Dmitrich soporta la angustia de la incomunicación a la que la confina su
singular pensamiento, no sobre la condición humana o un aspecto de ella sobre
la cual arremete en su integridad, sino a propósito del sufrimiento en relación
con la crueldad en el trato.
Al morir el padre de tisis del padre y su
hermano, Iván Dmitrich pasó de una vida holgada a dictar clases mal pagas y
hacer copias, lo que lo sumió en el desánimo y perdió la salud, más tras la
muerte de su madre. Se lo describe como alguien débil y enfermizo al que un
vino lo mareaba, propicio a la histeria y la irritabilidad, lo que le impedía
intimar y hacer amigos aunque buscara la sociedad. “De la gente de la ciudad hablaba siempre con desprecio, diciendo que
su torpe ignorancia y su soporífera vida de animales eran algo infame y
repulsivo. Hablaba con voz de tenor, alta y oscura en la que los únicos
elementos que contribuían a darle variedad eran la violencia, la grosera
corrupción y la hipocresía”[6]. Entonces, la denuncia de la crueldad humana no
obsta para el desdén moralista, y la violencia no carece de ambigüedad por
hallarla estimulante. Consternado, Iván Dmitrich denunciaba que los honrados
sufrieran su pobreza y los miserables gozaran de bienestar, que los periódicos
no tuvieran una orientación honesta y la falta de cohesión de los intelectuales,
inclinado a la educación y se agrega que no estuvo enamorado, aun sí despertaba
cariño haciendo caso omiso de sus rigidez moral.
¿Por qué Chejov incluye la rara observación
de Iván Dmítrich, que no se había enamorado y en cambio se sumía, imbuido, en
la lectura, “tumbado” lo que califica de costumbre morbosa? Si en la primera
parte había diferenciado dos formas de tormento, por el miedo y por la lucha, y
en la segunda partes señalaba a la lectura como un objeto de apego que encausa la
ansiedad, se pasa ahora de la reacción y crítica de Iván Dmitrich a la
intimidación de una impetuosa y brutal humanidad en la forma de vida citadina,
a una “impresión particular y extraña” que tuvo Iván Dmítrich al toparse con
dos presos encadenados. Una vez más se señala que no se trataba de sentimientos
de piedad y tampoco de la desazón que despierta la contemplación del
sufrimiento. En esta ocasión, tras el encuentro con un policía casi amigo que
lo acompañó unos pasos, no se podía desprender de la inquietud al pensar que
también él podía estar en la misma situación. En este punto se puede presumir
que Chejov no quiere denunciar la ineficiencia del sistema de justicia, sino la
insensibilidad de las personas que tratan con el sufrimiento habitualmente y
que prevalece la preocupación propia ante su contemplación.
“Quienes en razón de su cargo deben tratar con los sufrimientos ajenos,
por ejemplo, los jueces, los policías y los médicos, con el tiempo, por la
fuerza de la costumbre, se insensibilizan hasta el extremo que, aunque lo
quisieran, no pueden mirar a sus clientes más que de un modo formal; por otra
parte, no se diferencian en nada del mujik que, en el corral, degüella carneros
y becerros sin reparar en la sangre. Con esa actitud formal e insensible hacia
la persona, para desposeer a un inocente de todos sus derechos y bienes y
condenarlo a presidio, el juez no necesita más que una cosa: tiempo”[7].
Chejov denuncia una percepción formal del
sufrimiento y por consiguiente cualquier tipo de arte o estética racional del
dolor, si bien advierte que en su cuento escudriña modos variables de sufrir y
distintos tipos de dolor, incluso en una sola persona. Por ahora, más que
inquirir filosóficamente por el sufrimiento, Chejov nos ofrece un narrador que
vincula la racionalidad y la violencia en la conveniencia social. Mejor dicho,
la sociedad enmarca al individuo en una serie de juicios, en un arte razonable que
lo inserta en una violencia que se avizora ineludible en tanto excluye el
perdón, categorizados los sentimientos a favor de la justicia: “¿Y no era ridículo pensar en la justicia
cuando cualquier proceder violento era acogido por la sociedad como razonable y
conveniente, y cualquier acto de piedad, por ejemplo, una sentencia
absolutoria, provocaba una verdadera explosión de vengativos sentimientos de
descontento?”[8].
La
paranoia de Iván Dmítrich obedece al alto grado de la racionalidad de sus ideas
y a la comprensión del mecanismo de violencia en la valoración social. Al fin y
al cabo, inclementes, deducimos que habían destruido la vida de su padre.
Chejov caracteriza estas ideas de “penosas” y su origen radica en pensar que
hay razón y verdad en ellas o de lo contario no se las hubiera concebido. “Por la mañana, Iván Dmítrich se levantó
horrorizado, con la frente cubierta de un sudor frío y convencido ya de que en
cualquier momento podían llevárselo preso. Si las penosas ideas de la víspera
tardaban tanto en abandonarle –pensaba-, era porque en ellas había cierta dosis
de verdad. En efecto, no podían venirle a la cabeza sin razón alguna”[9].
Luego,
en su manía persecutoria, también Iván Dmítrich silva para dar muestras de
indiferencia y se desvelaba pero fingía roncar para que la dueña no sospechara
que no dormía, lo que quería decir que le remordía la conciencia. En lugar de
estos absurdos indicios, la lógica enseña lo absurdo de tal psicopatía, pero
Iván Dmítrich, por el contrario, se ve obligado a dar espaldas a la razón y
hundirse en el sentimiento agobiante. “Iván
Dmítrich, viendo la inutilidad de sus intentos, acabó por abandonarlos, dejó de
razonar y se entregó por entero a la desesperación y al miedo”[10].
Por un momento, prefiere ceder a la angustia que a la razón; la psicopatía
cuestiona la lógica para actuar. Así, alterna el narrador que Iván Dmítich se
vea obligado a aparentar y adoptar una expresión de indiferencia en medio de su
manía persecutoria, y a la vez abandona el razonamiento, desmoralizado y
consumido en el sentimiento doloroso. Si antes inquietaba la excesiva
racionalidad, ahora suspende el juicio y contrasta una locura del pensamiento
de la pura desesperación como sentimiento. A diferencia de Chesterton[11],
una nueva forma de locura se concibe por la falta de razón y la reacción contra
la sociedad en este Iván Dmítrich esquivo y hastiado del trabajo, que
desconfiaba de sus compañeros, que “empezó
a rehuir a la gente” y “trataba de
permanecer a solas” aunque aún era la manía de dar razón la que lo aislaba
y sumergía en la paranoia y el temor, en tanto cierta racionalidad lo mantiene
todavía en sus cabales.
“Cosa extraña: nunca, en ningún otro tiempo había sido su pensamiento
tan lúcido ni su inventiva tan grande como ahora, cuando cada día discurría mil
motivos distintos para sentir serios temores por su libertad y su honor. En
cambio, disminuyó sensiblemente su interés por el mundo exterior, de manera
particular por los libros, y la memoria empezó a hacerle traición”[12].
Se
descubre a esta altura la inteligencia del narrador, que no habla de la
indiferencia en general, como un sentimiento identificable y común, para
preferir incluir diversas constituciones de la misma, antes por el gesto que fingía
ante los demás con hipocresía, entretanto, en Iván Dmítrich se combina la
pérdida de sensibilidad con el desinterés por el mundo, e incluso anula su más
íntimo apego, su amor por los libros. En su paranoia cree que lo incriminan por
la noticia de un crimen, se esconde en el sótano y en esas, aterrorizado, sale
a correr por la calle, en lo que “Iván
Dmítrich creyó que la violencia de todo el mundo se había reunido tras él,
tratando de darle alcance”. La aglomeración de pensamientos en la cabeza de
Iván Dmítrich lo conduce a un punto en que su conducta se trastoca y una vez
internado se vuelve simple y repetitiva, inversa a la complejidad de sus
pensamientos que le impiden actuar.
En esto concuerda con los perfiles que ofrece
Chesterton de la locura por exceso de racionalidad. Chesterton relaciona la
locura con la economía de nuestras fuerzas medida racionalmente hasta el
extremo.
“El hombre feliz es el que hace mayor número de cosas inútiles. Porque
el enfermo no puede gastar en ociosidades sus pobres fuerzas. Los locos son
precisamente los que nunca podrán entender ese sinnúmero de pequeños actos
descuidados y aparentemente inmotivados que hacemos los cuerdos; porque los
locos, como los deterministas, suelen ver demasiada causalidad o motivación en
todas las cosas El loco tiende a ver un significado oculto o subversivo en
todas nuestras ociosidades; creerá que al estropear la hierba con el bastón nos
proponemos conscientemente causar daño en propiedad ajena…”[13].
Chesterton entendía el asunto como una manía
causal por el detalle, no poderse descuidar un instante, la discusión
apresurada y con ánimo de certeza aún frente a lo cómico, la explicación
satisfactoria y completa. “ciertamente,
nada hay tan equivocado como la frase hecha con que se designa la locura: la
pérdida de la razón. No, loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo
ha perdido todo, todo menos la razón”[14].
Chesterton cree que el loco no vacila ni
duda, pero en el cuento de Chejov, Iván Dmítrich permanece indeciso, no entre
opciones racionales, sino por la opresión del sentimiento frente a asuntos muy
concretos. No se trata sólo de que sus pensamientos lo abstraigan y moldeen un
individuo que la sociedad no desea por no ajustarse a su molde, ideología o
estereotipo. Mientras Chesterton acusa a la locura de razonar sin sentimiento,
Iván Dmítrich nos descubre el temor absoluto, ante nuestros pensamientos,
nuestros sentimientos y nuestros actos. Iván Dmítrich teme a una violencia de
la gente. No se trata de una violencia masiva por aglomeración, sino de una que
se da en el trato de la vida cotidiana laboral. Ni siquiera es una violencia
institucional. Tal vez la distancia entre la perturbación de los pensamientos repetitivos
y la afectación de unos sentimientos trastornados, la marca la dejadez, la
antigua desidia, el abandono o el desánimo en relación con las labores,
asociada a la negligencia y la pasividad, se acorta y la obsesión por la
inclemencia de la violencia social estrecha y acapara también la posibilidad de
abrazar sentimientos más alegres. Después de todo, estos locos de la sala 6 no
protestan y se abstienen de reproches en voz alta. Para colmo, el doctor Andrei
Efímich estima imposible “hacer nada
cuando la gente quería volverse loca”. Así pues, la locura es un asunto del
querer y el tratamiento no importa, otra forma de indiferencia ahora
profesional, por la que poco interesa, aunque el debiera concernir, tratar la
locura con gotas de laurel y guindas, o con compresas frías en la cabeza,
conducido Iván Dmítrich a la sala de venéreas. Entre tanto, bastó un año para
que lo olvidaran en la ciudad.
A la
altura del numeral IV, se aprecia un orden extremado en tanto el narrador
refiere uno a uno el estado de los internos, ante lo que no carece de
disonancia que, o no ha contado bien y no son cinco, sino seis lo internos, o
no se cuenta uno por estar en estado vegetativo, además despreciado por su
gordura obviamente debida a su inmovilidad, “un
mujik adiposo, casi redondo, de cara embotada y estúpida; un animal inmóvil,
glotón y sucio, que hacía mucho había perdido la capacidad de pensar y sentir”[15].
¿Acaso este “animal insensible” no cuenta como persona? Chejov claramente
escribe: “El quinto y último habitante de
la sala número seis era..”, pero hasta el momento ha hablado del tísico
sumido en la tristeza, de Moseika, de un paralítico al que el judío da de
comer, de Iván Dmitrich y por último del mujik adiposo que no piensa ni siente
sin responder a los golpes de Nikita, con lo que la introducción al nuevo
convaleciente, un antiguo seleccionador de cartas, pequeño, flaco, rubio de
cara bondadosa, debió haberse referido a un sexto habitante. Cabía la
posibilidad de asimilar el paralítico al que el judío alimenta al mujik gordo,
pero Chejov se burla de nosotros y más adelante nos dice que en ningún otro
sitio la vida era tan monótona:
“Por la mañana, los enfermos, excepción
hecha del paralítico y del mujik gordo, se lavaban en el zagúan, en una tina, y
se secaban con los faldones de sus batas. Después de esto tomaban té en unas
jaras de hojalata que Nikita traía del pabellón principal. A cada uno le
correspondía una jarra. Al mediodía comían sopa del col agria y gachas; al
anocheces cenaban las gachas que habían quedado de la comida. En los
intermedios permanecían tumbados, dormían, miraban por la ventana y se paseaban
de un rincón a otro. Y así cada día. Hasta el antiguo seleccionador de cartas
hablaba de unas mismas condecoraciones”.
Contrasta
así un orden con un párrafo que denota desorden. Habrá que anotar que el
lenguaje, al menos en la sala 6, era tan repetitivo como la sopa de col agria. En
todo caso, este tipo con mirada serena
en sus ojos inteligentes y tranquilos guarda una vergüenza. Por último,
se agrega que había pocas visitas y que se agregaba la confusión que creaba el
barbero que los rapaba con sonrisa de borracho.
Entonces, en el V numeral el narrador repara
en el médico, Andrei Efímich Raguin, del que había anunciado antes se iba a
hablar, lo que generaba una sospecha sobre el personaje, el sexto o séptimo aturdido
por la vida en sociedad según las diversas cuentas, si no se dieran por normales
al guardia Nikita y al narrador que en su discurrir da buenas muestras de
excentricidad intelectual por su interés en el sufrimiento agazapado en la
locura, si no se lo asimila al mismo interés demostrado por Chejov en otras
obras como en Las tres hermanas.
Aunque de unos se cuenta más que de otros,
todos los personajes están circunscritos en un mismo discurso sobre el
sufrimiento, si se quiere, existencial. En el caso del doctor, antes se
preparaba para la carrera eclesiástica, pero su padre no se lo permitió y nunca
había sentido vocación por la Medicina. Pesado, lento, torpe, de complexión
fuerte, se asimila su brusquedad a la de un borracho o un mujik. Sin embargo,
tenía modales, andar suave, cauto, miedo sinuoso; cedía el paso y pedía perdón
con voz fina. Chejov, al que obviamente
le obsesiona la insensibilidad, encasilla al doctor por su manera de vestir, ya
que los trajes le duraban diez años, porque “no
se ocupaba en absoluto de su persona”, y alterna esa despreocupación con
una social frente al estado lamentable del hospital, establecimiento de
beneficencia en el que se dificultaba la respiración por el hedor; con
cucarachas, chinches y ratones; los mozos y enfermeras durmiendo junto con los
enfermos; instrumental precario y corrupción, al punto de vender el alcohol del
hospital y el doctor anterior tener un harén con enfermeras y pacientes.
La necesidad de los prejuicios y la
infamia para el bien
Vienen entonces un par de párrafos en los que
se replica el discurso paranoico y crítico a la sociedad, atestado de
razonamientos y reflexiones encontradas del tipo de si la ciudad era capaz de
costear un buen hospital, o si era mejor, como pensaba Andrei Efímich, cerrar
el establecimiento y enviar a los pacientes a las casas, situación que
supuestamente propicia un pensamiento del doctor que postula a la infamia como
origen de la bondad humana:
“Consideró, sin embargo, que esto no dependía sólo de su voluntad y que
sería inútil; si se expulsaba de un sitio la inmundicia física y moral, se
desplazaría a otro. Había que esperar a que ella misma desapareciese. Además,
si habían abierto este hospital y lo toleraban, quería decirse que la gente lo
necesitaba; los prejuicios y todas las infamias de la vida son necesarios, ya
que con el tiempo se convierten en algo útil como el estiércol en tierra negra.
No hay en el mundo nada bueno que en su origen no contuviera una infamia”[16].
El
desasosiego del doctor obedece más a su impotencia para remediar, no la
injusticia social, sino el estado concreto tanto material como moral del
hospital, en lo que se guarda una crítica a la utilidad, se generaliza la
infamia más que justificarla y se deja al tiempo la espera del bienestar
surgido del sufrimiento perverso que se inflige a sí misma la proterva
humanidad. La necesidad de los prejuicios y la infamia s convierte en la tesis
filosófica y cultural de la época ante la incapacidad de separar el bien y el
mal, sin criterio para su distinción valorativa. Andrei Efímich mostro
indiferencia a tales anormalidades como la de tener solo dos bisturís y ningún
termómetro, y no tuvo carácter ni fe en el derecho que le asistía, aunque amara
la inteligencia y la honradez, para contraponerse a la corrupción. Para colmo,
se sentía culpable y el monótono e inútil esmero en el trabajo terminó por
aburrirle. Le afligía el no poder prestar una atención seria, pero a la vez se
conformaba con una pregunta metafísica absurda, pues: “¿para qué impedir que la gente se muriese, si la muerte es el final
normal y lógico de cada uno?”. Pensamientos metafísicos como el de estimar
la vida en proyección a la muerte disculpa la desatención de problemas tan
delicados como el de la atención en salud, con lo que la racionalidad de la
indiferencia social se anuda a la más explícita de la violencia por los mismos
mecanismos de salud y justicia. En estas, Chejov anticipa la muerte de la
filosofía en el pensamiento del dolor:
“Si se considera que el fin de la Medicina consiste en aliviar el dolor,
surge la pregunta: ¿Para qué aliviarlo? En primer lugar, dicen que el dolor
lleva al hombre a la perfección y, en segundo, que si la humanidad aprende, en
efecto, a aliviar sus dolores con ayuda de píldoras y gotas, abandonará por
completo la religión y la filosofía, en las que hasta ahora había encontrado no
sólo las defensas contra todas las desgracias, sino incluso la felicidad”[17]. Se
cuestiona así una filosofía de la felicidad y del dolor a partir de su
tratamiento, contrapuesta la valoración del dolor y su alivio.
Caracterizada la vida humana por el
sufrimiento, a diferencia del animal, toda cultura humana se concentra en la
queja. Andrei Efímich consideraba que nada podía hacer por el sufrimiento de
sus pacientes, se limita a un breve interrogatorio, a recetar cualquier
remedio, y ya no opera, pues le desagrada la sangre. El asunto del desprecio de
olores fastidiosos o del dolor humano se torna en uno del trato médico:
“Cuando tiene que abrirle la boca a un niño para examinarle la garganta
y el pequeño llora y se defiende con las manecitas, el ruido le produce mareos
y se le llenan los ojos de lágrimas. Se apresura a escribir la receta y hace un
gesto para que la madre se lleve antes al niño”[18].
Esta insensibilidad por la costumbre en el
ejercicio de la profesión se mezcla con hábitos repetitivos con actividades u
objetos de apego. Efímich lee horas sin fatigarse, despacio, tratando de
entender el sentido, con vodka y pepinillos en salmuera, manzana en conserva, o
bien pasea y medita con tranquilidad. Su amigo lo estimaba por su cultura
mirando a los demás con altivez como subordinados, lo que indica un desprecio
intelectual. El refinamiento es postizo: “Buenas
tardes, querido mío, ¿No se ha cansado de mí?”. Fuman en silencio y se
recalca un problema en la comunicación de ideas a modo de pobreza cultural, en
lo que extraña que hablan lento sin mirarse a los ojos, gestos que denotan
falta de contacto y por lo tanto, abstracción e insensibilidad, y critican el
bajo nivel de desarrollo de la ciudad.
Ante la muerte, se le otorga a la razón un
estatuto superior bajo el criterio del placer. “Usted mismo sabe – sigue el doctor, en voz baja y alargando las
palabras- que en este mundo todo carece de importancia e interés, excepción
hecha de las supremas manifestaciones espirituales de la razón humana. La
inteligencia marca acusadas fronteras entre el animal y el hombre, sugiere el
carácter divino de este último y, en cierto grado, reemplaza su inmortalidad,
que no existe. Partiendo de esto, la razón es la única fuente posible de
placer”[19].
La atención a la cultura intelectual la
desplaza de la que considerara una instancia sensible más amplia que otorgue
cabida a la miseria y al sufrimiento. En ello, la divinización de la
inteligencia constituye el supuesto más arraigado en la cultura. A pesar de
esta tendencia, los amigos estiman la conversación más que la lectura, aunque
el trato sea distante y añoran los tiempos en que se prestaba dinero y se
asistía a la gente sin firmar un pagaré o se batían por el honor, con lo que la
moral se escatima al ámbito tradicional, intelectual o cultural. Habrá que
adosarle a Andrei Efímich que afirma que la razón también es un fenómeno
pasajero y que la vida resulta una trampa enojosa. Este enojo con la vida por
engañosa se cubre con una inteligencia que aunque efímera se constituye
placentera al compartir el infortunio. Es la entrega a placeres refinados la
que aparta de la atención al dolor, sensibilice la cultura o no.
“En efecto, contra su voluntad, en virtud de diversas causalidades, ha
sido sacado del no ser a la vida… ¿Para qué? Quiere saber el sentido y el fin
de su existencia y no le dicen nada o le dicen estupideces. Llama y no le
abren. La muerte viene a él también contra su voluntad. Y lo mismo que en la
cárcel los hombres, unidos por infortunio común, sienten un alivio cuando se
reúnen, también en la vida uno no advierte la trampa cuando los hombres inclinados
al análisis y a las generalizaciones se juntan y pasan el tiempo intercambiando
ideas orgullosas y libres. En este sentido, la inteligencia es un placer
insustituible”[20].
Se diferencia la unión social por compartir
el dolor o el placer. Obviamente, Chejov critica este placer intelectual que
lleva a creer que la vida se analiza mediante generalizaciones, lo que señala
cierta intimidad no divulgable. Estos mismos amigos que habían valorado la
intelectualidad en la que se comparte el infortunio de la existencia, luego
recomiendan no pensar en el pasado con conciencia del sufrimiento en el
hospital. “El pasado es algo que repele, es mejor no recordarlo. Y el presente,
tres cuartos de lo mismo”[21].
Se rechaza todo lo que despierta el mínimo desagrado (lo que repele), y se
confina el dolor en el espacio del hospital, pero sin pensar en él en tanto
ahuyenta como el mal olor, por lo que constituye un establecimiento inmoral y
nocivo para la salud.
Se habla también de los avances de la
medicina, ya no se trata a los locos con baldados de agua fría o camisas de
fuerza, y en teoría no se creía al médico como al sacerdote sin
cuestionamiento, pero en esencia, para Efímich la morbilidad y la mortalidad
continúan igual, en tanto el dolor tarde o temprano vuelve y rompe la
indiferencia. “Pero el dolor y un
sentimiento parecido a la envidia no le permiten permanecer indiferente. La
causa debe ser la fatiga. La cabeza le pesa y se inclina sobre el libro. Pone
la mano bajo la cara, a modo de almohada, y piensa: “Estoy al servicio de una
obra perjudicial y percibo un sueldo de personas a las que engaño. Pero por mí
mismo no soy nada, una simple partícula de un mal social necesario: todos los
funcionarios de distrito son nocivos y cobran un sueldo que no han ganado… Lo
que significa que no soy yo el culpable de ser deshonesto, sino el tiempo… Si
hubiese nacido doscientos años más tarde, sería un hombre distinto””[22].
Cierta apetencia o codicia, un sentimiento
similar a la envidia despierta de la insensibilidad. La desvaloración de sí
aprecia y acepta una situación en la que se perjudica a los demás. Pero todo
sigue igual. Al pedirle limosna Moiseka, el doctor siente al tiempo lástima y
repugnancia, y pide a Nikita unas botas para el judío que caminaba descalzo,
mientras Iván Dmítric encolerizado grita que el doctor se digna a visitarlos
tratándolo de maldito reptil, amenazando matarle por ladrón y charlatán. El
doctor se limita a establecer un diálogo con el paciente y le pide que se
calme, desmintiéndole al asegurarle que no ha robado a nadie, que “exagera” al
tratarlo de verdugo, y le pregunta por la razón de su enfado. Ante esto, Iván
Dmitrich pregunta por qué lo tienen en la sala no 6 y le dicen que porque está
enfermo, en lo que contrapone la moral y la enfermedad:
“Sí,
estoy enfermo. Pero docenas y cientos de locos se pasean en libertad porque, en
su ignorancia, no saben distinguirlos de los sanos. ¿Por qué estos desgraciados
y yo hemos de estar aquí por todos, como cabezas de turco? Usted, el
practicante, el inspector y toda la canalla del hospital están moralmente muy
por debajo de nosotros. ¡Por qué hemos de permanecer recluidos nosotros y no
ustedes? ¿Dónde está la lógica?”[23].
Sin embargo, el doctor Efímich no admite la
causa moral de la división entre sanos e insanos mentalmente, pues para él todo
depende de la “casualidad”. “Aquí están
los que fueron recluidos, y los que no lo fueron se pasean libremente, eso es
todo. En el hecho de que yo sea médico y usted sea un enfermo mental no
intervienen para nada ni la moral ni la lógica, es simple casualidad”. Iván
Dmítrich tilda de estúpida tal explicación. Por su puesto, la casualidad, el
hecho de que Iván Dmítrich se encuentre recluido aunque muchos dementes anden
sueltos, no justifica la relación de poder entre el médico y el paciente. El
aceptar una razón tan trivial raya en el sinsentido y el abuso de la
racionalidad, más cuando este doctor se había ya acomodado a su imposibilidad
de cambiar la mala atención en el hospital y aceptaba la situación. El doctor
Efímich cedía a la inmoralidad en su aceptación de las condiciones morales y
materiales con que se procedía en el hospital. El narrador supone que mientras,
Moiseka jugaba al tendero con unas migas de pan, papeles y huesos, musitando en
hebreo.
El doctor sentía cierta empatía por las
muecas inteligentes de Iván Dmítrich, pero le argumenta que aunque escapara lo
volverían a traer. “Cuando la sociedad se
protege contra los delincuentes, enfermos mentales y gente molesta en general,
no hay nada que pueda frente a ella. Lo único que le resta es tranquilizarse
pensando que su estancia aquí es necesaria”[24].
Está claro que Chejov repudia burlonamente la aceptación estoica de la
necesidad.
No sólo el doctor consiente a la reclusión en
malas condiciones de atención, sino que justifica la reclusión a modo de
defensa social, sin advertir el criterio por el que se restringe la libertad y
el modo porque el que se patologiza una conducta o un pensamiento. De esta
forma el bienestar surgido de la infamia social choca con la reacción de un
individuo que obliga a la represión social. ¿Cómo se circunscribe a una persona
en la esfera de la enfermedad o de la locura? El doctor no habla de una
respuesta sistemática contra el individuo, sino de resultar importuno para la
sociedad; contrariar los intereses de la sociedad. La sociedad soporta el sufrimiento
social pero no admite individuos sufrientes que fastidian o incomodan. Además,
no se puede escapar de la reacción de la sociedad, lo que se concibe como una
defensa antes que como la sola represión. A esto el doctor agrega un sentido
funcionalista de los individuos para las cárceles y el confinamiento
psiquiátrico. “…alguien debe de
permanecer en ellos; si no es usted, seré yo, y si no soy yo, será algún otro”,
y la justicia y los tiempos mejores se postergan a un futuro en tanto Iván
Dmítrich expresa una alegría teatral irónica y los bendice a todos a través de
las rejas. Por su parte, el doctor expone su pesimismo, dependiente de la idea
de que todos moriremos y siempre habrá enfermedades, repitiéndose la crítica a
la vida eterna, y Iván le responde que algún día la inventarán. Al notar el
doctor su inteligencia, lo elogia y determina entonces un pensamiento o
filosofía a manera de adopción de la disposición adecuada para vivir según un
modo de pensar. Es el pensamiento el que ofrece la tranquilidad bajo un modelo
tradicional de hallarla en sí. Tal modelo repite una ontología de los bienes
supremos, pero relacionados con la verdad, la justicia y la moral, que
desprecia otro tipo de bienes vinculados al deseo o el placer que otorgan
bienes materiales, categorizada y configurada la tranquilidad según el concepto
de la libertad del pensamiento. Sólo que esta libertad del pensamiento se liga
ahora de manera inmediata al anterior desprecio religioso de la vanidad del
mundo.
“-Usted es un hombre que sabe pensar. En cualquier situación, puede
encontrar tranquilidad en sí mismo. El pensamiento libre y profundo, que aspira
a comprender la vida, y el desprecio total a la estúpida vanidad del mundo, son
los dos bienes supremos que el hombre
conoce. Y usted puede poseerlos aunque viva detrás de tres rejas.
Diógenes en un tonel y, a pesar de esto, fue más feliz que todos los reyes de
la tierra”[25].
A su turno, Iván Dmítrich se resiste a pensar
así, a saber: bajo la comprensión de la existencia, y el desprecio a los bienes
materiales y al mundo, ligados a su repudio cristiano relacionados con la
vanidad, y reacciona tratando a Diógenes de estúpido y despreciando una
comprensión del mundo para ofrecer un diagnóstico de sí. Mientras el doctor
habla de dos bienes supremos, la libertad de pensamiento y el desprecio de la
vanidad del mundo, Iván Dmítrich reconoce el origen de su locura en su deseo de
vivir, no en su manía persecutoria que se puede conjeturar surge como
consecuencia de su ansiedad, a lo que se suma su respuesta inmediata de
manifestación de enojo o disgusto. Si antes Chejov tocaba el fastidio social
hacia un individuo molesto, ahora aborda el resentimiento y mortificación
individual, dos formas del desagrado, de lo que verdaderamente se ha hablado en
todo el cuento, bien fuera el fastidio por el olor, o el rechazo social de la
conducta arrebatada, o el desacuerdo de la persona con maneras de pensar y de
“disponer” de la vida:
“¿Para qué habla de Diógenes y de la comprensión del mundo? – se enfadó
de pronto, poniéndose de pie-. Yo amo la vida, ¡la amo apasionadamente! Padezco
manía persecutoria, un miedo permanente que me tortura, pero hay momentos en
que me domina la sed de vivir, y entonces temo volverme loco”.
Uno es el tema del hostigamiento. Iván Dmítrich
abruma a la sociedad y él siente pavor por la persecución de la sociedad,
sentimiento paranoico que le da la razón porque efectivamente lo internan. Otro
tema corresponde al de la ansiedad que produce el deseo de vivir, pues la
profundidad de pensamiento que el doctor valora, conduce a Iván Dmítrich al
pabellón de locos y al doctor a su poltrona de lectura con pepinillos. Al fin y
al cabo, todos piensan las mismas chorradas pese a las sutiles diferencias a la
hora de valorar el pensamiento, la acción o las condiciones de vida. Como si
fuera poco, Iván Dmitrich agrega que a su ansia de vivir se agrega el deseo de
intranquilidad, es decir, la euforia, el ansia de estímulo, lo que colinda con
las noticias y las novedades. Los fantasmas que ve son lo de menos:
“-Cuando sueño, vienen a mí fantasmas. Se me aparecen unos hombres, oigo
voces, música, me parece que paseo por un bosque, por la orilla del mar, y
siento tal deseo de tener preocupaciones, de hacer algo… Dígame, ¿qué hay de
nuevo por ahí? – preguntó Iván Dmitrhich-. ¿Qué novedades ahí?”[26].
Ávido no sólo de novedades, sino de acción,
dependiente de estímulos, sobresaltado, excitado por la angustia; también a las
personas incultas como el nuevo doctor Jovótov, se las trata de no ser gente de
veras, y ante el estancamiento intelectual, el doctor se aburre. Iván lo
escucha y lo interpela, y de un momento a otro “como si recordase algo horrible, se agarró la cabeza con las manos y
se tumbó en el camastro, de espaldas al doctor”. Sin embargo, ¿qué tan
extraño puede resultar tomarse la cabeza con las manos o taparse los oídos en
momentos de desesperación? Pide que lo deje. Iván Dmitrich cree que el doctor
es un espia que tiene por misión ponerlo a prueba, lo que no se distancia de
que Efímich lo inquiera para conversar con sus especulaciones metafísicas;
sospecha que el doctor tilda de fantasías lo suyo y lo califique de
estrafalario. ¿Por qué causa extrañeza al doctor que Iván lo repudie con su
silencio y no que él quiera seguir con una conversación tan intrincada?
Entonces el doctor lo tranquiliza con que la cárcel y un juicio no serían peor
que el pabellón psiquiátrico. La comparación produce una disposición conforme
con la situación.
A esta altura, el doctor cambia su habitual
cerveza, lectura y reflexión filosófica por buscar a Iván Dmítrich que le
comenta que extraña la vida cotidiana, el vivir como las personas, en contraste
con la degradación en la sala 6. Maniaco depresivo o bipolar, después de las
altas vinieron las bajas; Iván estaba fatigado de la excitación de la víspera,
con dolor de cabeza, cansancio reflejado en el modo de hablar, con desgana, y
en sus gestos. El doctor insistió en que entre el carro o el despacho que
extrañaba y la sala número seis no había ninguna diferencia, en desprecio de lo
material, lo correspondiente al “fuera del hombre”, catalogado como vulgar, por
valoración del reposo y la satisfacción posada en sí, en la propia persona,
criterio este para valorar y clasificar a su vez a las personas entre el hombre
vulgar y “el que piensa”, que halla la tranquilidad y complacencia en la
actividad racional. Resta suponer que viceversa, el hombre vulgar también
espera el mal de lo exterior, y sólo se piensa bien o mal, patalogizada la manera
de pensar más que la razón.
La respuesta de Iván Dmítrich no pudo ser más
incisiva y grosera por lo perspicaz, a la vez que finge no haber dado
importancia a su conversación sobre Diógenes con el doctor, el día anterior
para mandarlo junto con la filosofía de vacaciones: “-Vaya a
predicar filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas; el clima de
aquí no le favorece. ¿Con quién hablé de Diógenes? ¿Fue con usted?”. Para Iván
Dmítrich, absolutamente nadie puede despreciar los bienes materiales en un frío
Ruso con lo que concibe una necesidad mínima a satisfacer que no obedece a una
abstracción en un mundo espiritual: “-Diógenes
no necesitaba un despacho y un edificio templado; allí donde hace calor. Podía
permanecer en su tonel comiendo naranjas y aceitunas. Pero si hubiese vivido en
Rusia, no ya en diciembre, sino en mayo, habría pedido una habitación. Estaría
helado”[27].
No obstante, el doctor replica y arguye una teoría de la eliminación del dolor
por la supresión de su representación, que se adjudica al estoicismo romano
imperial, no a la actitud arcaica.
“-No. El frío, como cualquier otro dolor, puede resistirse. Marco
Aurelio dijo “El dolor es la representación del dolor: haz un esfuerzo de
voluntad para cambiar esta representación, recházala, deja de lamentarte, y el
dolor desaparecerá”. Esto es justo. El sabio o, simplemente, el hombre que
piensa, que medita, se distingue precisamente por el hecho de que desprecia el
sufrimiento. Siempre está satisfecho y nada le asombra”.
El motivo de la satisfacción en la renuncia a
pensamientos o creencias aferradas a bienes materiales o a representaciones de
las cosas o de las vivencias, altera la experiencia, todavía plasmada como un
esfuerzo de la voluntad. Mejor dicho, la voluntad, en términos de fuerza, se
ejercita en el abandono de pensamientos que redunda en el dolor, no
escuetamente de pensamientos dolorosos. En tal teoría se anida también un
concepto de la justicia que no considera una pérdida el perder objetos
materiales o dejar de lado prácticas o rutinas volcadas al exterior.
De nuevo a su turno, la respuesta de Iván no
da espera y vale la pena detenerse en ella porque satiriza el cuestionamiento
de la apreciación del sufrimiento. “-Esto
quiere decir que yo soy un idiota, puesto que sufro, estoy descontento y me
asombra la vileza humana”. También recuérdese que el médico había tratado
de vulgares a las personas que no pensaban, o aun mejor, no le atribuye a las
personas atentas a los bienes y al exterior, pensamiento. Para colmo, el doctor
opone la inquietud por la vida cotidiana al entendimiento de la existencia, con
lo que se monta una dimensión del sentido al de las preocupaciones por las
condiciones concretas de bienestar y malestar. “-No debe pensar así. Si reflexiona a menudo, comprenderá la
insignificancia de todo lo externo, lo que nos inquieta. Hay que aspirar a
comprender la vida; en ello está el verdadero bien”. Así, el doctor impone
una exigencia, a saber, pensar a menudo. No sólo la gente no piensa, sino que
es vulgar por no replegarse sólo a su racionalidad y atender a los asuntos que
le preocupan.
Seguido,
Iván Dmítrich cuestiona y denuncia cada uno de los conceptos y presupuestos
condicionantes de la cultura y la experiencia que revelan en el discurso del
doctor a una persona que ha tragado entero lo que tanto leyó. Iván Dmítrich lee
entre reglones y le extraña lo que el doctor da por evidente. Para Iván
Dmítrich el doctor es el alienado y enajenado en unos pensamientos más
sobreentendidos y aceptados que evidenciados y se arroga el placer de
desmentirlo, en especial, lo correspondiente a la valoración humana:
“-Comprender la vida… - replicó Iván Dmítrich, arrugando el ceño-. Lo
exterior, lo interior… Perdóneme, pero no lo comprendo. Lo único que sé
–añadió, levantándose y mirando irritado al doctor-, lo único que sé es que
Dios me creó de sangre caliente y nervios, ¿¡como lo oye! El tejido orgánico si
es capaz de vida, debe reaccionar a cualquier excitación. ¡Y yo reacciono! Al
dolor respondo con gritos y lágrimas; a la infamia, con indignación; a la
villanía, con asco. A mi modo de ver, esto es, en realidad, lo que se llama
vida. Cuanto más bajo es el organismo, menos sensible se muerta y más
débilmente reacciona a la excitación. Y cuanto más elevado, tanto más sensible
y enérgica es su reacción a la realidad. ¿Cómo puede ignorarlo?”[28].
Ambos simulan
una postura filosófica ante la vida, uno desde la razón y el otro desde el
sentimiento. Iván Dmítrich finge no entender la separación interior exterior,
pero con convicción, pues lo objeta con ira. Realmente se encuentra
consternado; para él las cosas son al contrario de cómo el médico las expone y
censura la insensibilidad, la indiferencia ante el dolor, lo que tilda de bajo.
Iván Dmítrich arremete contra la calidad de médico de Efímich al que igual
identifica con un gordo insensible:
“¡Es usted médico y no sabe unas cosas tan
elementales! Para despreciar el dolor, estar siempre satisfecho y no asombrarse
de nada, hay que llegar hasta ese estado – e Iván Dmítrich señaló al mujik
gordo hasta el extremo de perder toda sensibilidad hacia él; es decir, en otras
palabras, dejar de vivir”[29].
El médico le da la razón. Iván califica el
estoicismo de doctrina focilizada, propia de estudiosos y no comprendida por la
mayoría. En realidad, la estupefacción de Iván Dmítrich obedece a exigir el
desprecio del sufrimiento o la indiferencia, no porque conduzca al nihilismo o
algo filosófico, sino debido a que dejaría a las personas sin nada, ya que no
poseen sino sus necesidades y su aflicción.
“Una
doctrina que predice la indiferencia hacia las riqueza, hacia las comodidades
de la vida, el desprecio de los sufrimientos y la muerte, es totalmente
incomprensible para la inmensa mayoría, ya que esta mayoría no conoció nunca ni
las riquezas ni las comodidades. Y despreciar el sufrimiento significaría para
ella despreciar la propia vida, ya que toda la esencia del hombre la integran
sensaciones de hambre, frío, ofensas, pérdidas y un miedo ante la muerte al
estilo de Hamlet. En estas sensaciones está la vida entera. Puede cansarnos,
podemos odiarla, pero no despreciarla”.
Iván Dmítrich asegura que no sabe de
filosofía y se había disculpado de sus razonamientos, pero el ímpetu de su
reacción lo conduce a un pensamiento en el que, a pesar de creer en Dios, basa
la experiencia humana y su condición en las sensaciones, por lo que la suerte
de cada persona y la calidad de vida repercute directamente en su bienestar, al
afectar el ámbito de la percepción. Por el contrario, el doctor se asegura
escéptico, pero cree en pensamientos y un mundo interior inadmisible y
desvalorado por Iván Dmítrich que sólo acepta “la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la capacidad de responder a
las excitaciones”. En toda la buena acción, Iván Dmítrich demanda capacidad
de indignación o acción de compadecer; en últimas, como se ha repetido:
“reacción”, lo que compagina con el ejemplo de Cristo que lloró, se
entristeció, se encolerizó y oró para que no se le hiciera beber el cáliz de la
amargura, sin despreciar la muerte, interpretación ésta muy particular del
evangelio.
Resulta también irónico que se sostenga que
Jesús había ido sonriente al encuentro de sus sufrimientos, algo evidente. Sin
embargo, Iván Dmítrich considera la posibilidad contraria; que el sufrimiento
no merezca consideración, que se deba despreciarlo “y no asombrarse de nada” y vuelca su atención hacia el médico,
como si interviniera su psiquis, pues Andrei Efímich termina figurando la
historia del médico cuando le cuenta que sus padres no lo castigaban. Habría
crecido al amparo de los padres, cómodamente, de lo que deriva que no conoce la
vida en lo absoluto limitado a beber y pensar, menospreciando el dolor social
porque al final moriremos, representante de una filosofía cómoda. El doctor no
acepta los pensamientos de Iván, que lo acusa de “alimentarse como una sanguijuela junto a los sufrimientos ajenos”,
y Efímich tampoco cede y matiza que no se trata de que Iván hubiera sufrido y
el no, efímeras las alegrías, tanto como los sufrimientos, y concluye que se
piensa en soledad y resalta que le fastidia la “insania general”, la falta de
talento y la torpeza. Por lo restante, Abdrei Efímich es examinado a propósito de
capacidades mentales: prefiere la lectura a las cartas y los chismorreos en una
ciudad donde no hay nada más que hacer. Su amigo Mijaíl Averiánich le comunica
que todos han advertido que está enfermo y le propone un viaje de descanso y
una canita al aire, y la sola idea de alterar su régimen le pareció absurdo,
pero luego cedió por alejarse de gentes estúpidas. También Mijaíl Averiánich,
que no admitía excusas por los platos sucios, juzgaba un engaño el viaje en
tren frente al sentimiento de frescor al cabalgar. De su parte, Adrei Efímich
juzgaba loco a su amigo que exageraba sus risotadas. El comportamiento tosco de
Averiánich durante el viaje exasperó a Efímich. Averianich se disfrazó de
militar, andaba en paños menores frente a la doncella y trataba mal a los
criados. Una vez más se retoma el motivo del “fastidio”. Efímich rehuye a
Averianich pero este se queda a descansar con él y no para de hablar: de a
guerra, de la inseguridad en Moscú, y de temas tan rebuscados como que por el
aspecto no se puede valorar las cualidades de un caballo. Al descansar de su
amigo, colige que “Sin soledad, es
imposible la verdadera dicha”[30]. Por
contraste, Iván Dmítrich sólo pedía que lo aislaran. Se aprecia aquí otro problema
de incomunicación a la base de las relaciones humanas.
El también médico, Quentin Ritzen, consideró
que en la Sala 6 se da muerte al tolstoísmo. Quetin sugiere que la maldad del
cuento espantó a Lenín: “La fuerza
maléfica que emana de la Sala 6 –como de un cuento de Kafka- es verdaderamente
espantosa. “Cuando ayer tarde hube acabado la lectura de este relato, tuve,
literalmente, miedo. No pude permanecer en mi cuarto, me levanté y salí. Tenía
la impresión de estar encerrado en la Sala 6”. Esta líneas son de Lenín”[31].
Acaso Lenín entendió la analogía política del cuento, o sea que, la Sala 6, “donde reina Nikita, un enfermero borracho,
y donde el médico soñador no hace nada para mejorar las cosas” fuera Rusia.
El terrible “para qué” se apodera del médico al no tener los medios necesarios.
Ritzen repara en que los libros, el kwas, el vodka y los pepinos salados
consuelan a este médico, en lo que se puede agregar que también la filosofía se
escatima solamente a una forma de consuelo. Ritzen equipara esta filosofía
barata al tostoísmo, y la profundidad de Andrei Efimich se menoscaba: “Cada noche cambia sentenciosas simplezas
con un amigo, brama sobre la inmortalidad, filosofa, gira en redondo.
Seguramente, Andrei Efimich es bueno y dulce. Su alma es delicada y pura. Y,
por otra parte, se ha forjado un sistema filosófico que le permite aceptar las
condiciones atroces que le rodean (un sistema que se parece mucho al
tolstoísmo)”[32].
En la síntesis de Ritzen, Efimich se compadece de Iván Dmítrich que grita su
miseria, y Efimich le dice que tiene que aceptar y tratar de ser libre aún en
la cárcel. El médico se interesa por los locos y termina encerrado. Siguiendo a
Sofía Laffite, en León Tolstoi, son
estos los elementos que usa Ritzen para sustentar la crítica al Tolstoísmo, sin
reconstruir los argumentos que Iván Dmítrich profiera a voces.
“Toda Rusia interpretó el cuento a su manera. ¿Crítica del tostoísmo?
Seguramente. “Sin teorías, sin vanas palabras, en su manea sombría, concreta e
irrefutable, Chejov había demostrado la inconsciencia, el artificio, la
falsedad de la predicación tolstoiana, frente a las brutalidades de la vida”
“¡Iba más lejos? ¿Era una crítica del régimen –imprudentemente autorizada por
la censura- en que la sala sería el Imperio; el enfermero tiránico, el poder y
el médico sin voluntad, la intelligentzia?”. Algún público tuvo esta
convicción. Ritzen entiende que Chejov se educó en tierra de mujiks, y que no
le descresta por tanto que Tolstoi predique sobre la vuelta a las sopas
populares y critique el progreso. Para Chejov Tolstoi es maravilloso, pero en
boca de Iván Dmítrich “da prueba de insolencia ante los grandes problemas”[33].
La queja de Iván Dmítrich lo confina a la
locura, pero también todo pensamiento no conforme con lo concreto, iluso y
esperanzado. También dos formas de desequilibrio y excentricidad se aprecian en
estas páginas, una por el exceso en la conversación y otra por el repliegue en
la soledad para el disfrute. Una tercera radica en la obsesión de algo que
molesta, en tanto no hay nada peor que la tutela de un amigo. Falto de carácter
va a Varsovia y se prolonga su martirio; incluso Averianich dispone del dinero
de Efímich para pagar deudas de juego. A su regreso, Averiancih se entera de
que Efímich anda corto de dinero. Entre lo que más molesta al viejo doctor se
encuentra que no tenga una pensión, ni un subsidio, adeudado por cerveza y con
la dueña de casa, y también le fastidia que Jobotov se crea capaz de curarlo y
se confiera el deber de tratarlo. Un día que va a pedir disculpas a su amigo
Averiánich por expulsarlo de la casa junto con Jobótov lo conminan a no
resistirse, a tomar en serio su enfermedad y a que se interne en el hospital debido
a la estrechez y suciedad en la que vive. Para Andrei Efímich su única
enfermedad reside en no haber encontrado sino a un hombre inteligente, esto es,
Iván Dmítrich, recluido por loco. No obstante su reticencia, Efímich ha caído
en otra suerte de indiferencia en la que le da lo mismo estar donde sea y está
dispuesto a lo que sea, pues todo conspira contra su bienestar: “Todo, hasta el sincero interés de mis
amigos, conduce ahora a una cosa: a mi perdición”[34]. Se
concluye que la enfermedad es un cículo vicioso del que no se puede salir. En
otras palabras, la enfermedad condena socialmente; la sociedad contiene al
individuo enfermo en un campo terapéutico y cultural que restringe su acción,
localiza su influencia y reduce la capacidad de expresión de los pensamientos,
a lo que contribuye el propio esfuerzo por diferenciarse: “Cuanto más se esfuerce en hacerlo, más se extraviará. Es preferible
que se rinda, porque ningún esfuerzo humano podrá salvarle”[35].
La disposición estoica que ya no lucha como
los antiguos romanos sino que se amolda con el pensamiento a la aceptación de
la realidad adversa no se da por la libertad del pensamiento sino por
imposibilidad de la huida ante la presión social. Tuvo que someterse a la
vergüenza de ser conducido con engaño a una habitación, desnudado de sus ropas
y vestido de la bata que olía a pescado ahumado, con calzoncillos cortos y la
camisa larga. Hasta Nikita le desea que Dios quiera recobre la salud. Entonces,
aunque sigue pensando que daba lo mismo el lugar donde estuviera confinado, la
apreciación cambió, pues le daba también vergüenza pensar que Iván Dmítrich lo
viera en tal bata. La experiencia de reclusión impedía pensar a Andrei Efímich.
“¿Sería posible pasar allí un día, , una
semana, incluso años, como aquélla gente? Siguió sentado, se levantó de nuevo
para dar un paseo y volvió a sentarse. Podía acercarse a mirar por la ventana y
reemprender sus pasos de un rincón a otro. ¿Y después? ¿Seguir allí
eternamente, como una estatua, y pensar? No, apenas sería imposible”[36].
Al doctor Andrei Efímich, que antes no había
prestado atención a los reclamos de Iván Dmítrich cuando le solicitó que lo
dejara en libertad para volver a la vida cotidiana, su reclusión lo privaba del
pensamiento, lo que más valoraba y juzgaba, ahora todo, una confusión, un
malentendido. En últimas, el doctor había despreciado la valoración de la vida
por la remisión de su valor a la muerte. Lo inundó la desesperación al no poder
salir al campo sin poder doblar los barrotes, lo que cambió su discurso al
justificar que el gentío filosofe ante su sufrimiento y subraya la debilidad y
aún más, la postración; sólo que la debilidad había consumido primero, desde
muy temprano, a Iván, y entrañaban distintas disposiciones hacia la maldad de
la sociedad, en lo que Chejov imputa a la filosofía una falta cuando favorece a
la política y a la colectividad frente al individuo singular.
A Efímich le invadió la ansiedad por fumar y
tomar cerveza, y tuvo que sufrir el horror de la confinación y al burdo Nikita,
en lo que sólo el dolor de los golpes del brutal guardián lo puso en el sitio
de los demás para que comprendiera el dolor que habían sufrido:
“Era como si alguien le hubiera clavado una hoz, removiéndola varias
veces en su pecho y su vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar
los dientes, cuando de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, brilló con
claridad el pensamiento, terrible e insoportable, de que ese mismo dolor
debieron de sufrirlo años enteros, día tras día, aquellos hombres que ahora, a
la luz de la luna, parecían unas sombras negras”[37].
Por lo tanto, no se entrevé otra causa de la
locura que distintas formas de sufrimiento e infortunio ante las que no se
puede permanecer insensible, a lo que se agrega que en el tratamiento
terapéutico se priva de libertad al individuo, tanto en relación con su
movilidad como respecto a las condiciones necesarias y dignas para pensar y
expresar los sentimientos. La terapia restringe y predetermina los límites de la
acción. La sociedad condena la insatisfacción y terapeutiza la aflicción
asimilada al disgusto y la irritación en un sentido político que reprime
cualquier intento de confrontación. Este “todo es lo mismo” se adivina no como
conformismo sino como repudio a un estado de cosas. Al final, Chejov
conceptualiza la muerte con un escueto perder la noción de las cosas para
siempre, con lo que por última vez en el texto sobre el pasmo que suspende la
razón, valora la sensibilidad, incluso en el dolor; un despropósito, la
prosecución de lo obvio.
[1] “Foucault debe a Binswanger ante todo su primera
visión del problema fundamental de su propia existencia, que este psiquiatra
inspirado por Heidegger, había resumido en expresiones de análisis espacial:
como una desproporción ente la anchura y la altura, o entre el discurso y el vuelo.
Esta desproporción puede aparecer, según exponía Binswanger en su ensayo
Verstiegenheit de 1949, o como una veleidad maníaca y una divagación de huida
en vols imaginaires o como un trepar esquizoide de alturas que no guardan
ninguna relación razonable con la angostura del horizonte de la experiencia (en
este sentido sería la Verstiegenheit (“extravagancia”, como un extraviarse en
una escalada por rebasar los límites] la enfermedad del joven dotado)”.
SLOTERDIJK, éter. Has de cambiar tu vida. Traducción de Pedro Madrigal.
Pre-textos, Valencia, 2012.P. 212.
[5] “Por el modo como se detiene de súbito y contempla a
sus compañeros, se ve que quiere decirles algo muy importante, mas, al parecer,
pensando que no le escucharán o no le entenderán, sacude impaciente la cabeza y
sigue andando”. Ibid. P. 18.
[11] “Aceptarlo todo, es un ejercicio, y robustece,
entenderlo todo, es una coerción, y fatiga”. “Todos conocemos aquel célebre
verso de Dryden: Great genius is to madness near allied. (El genio está cercano
a la locura); al menos, así se lo oye citar. Pero Dryden n pudo haber dicho que
el genio esté cercano a la locura; el mismo era un genio y conocía bien el
asunto. Difícil sería encontrar hombre más romántico o más sensible que él. Lo
que Dryden dijo, fue esto: Great wits are oft to madness near allied (La mucha
ingeniosidad está cerca de la locura); y esto sí que es cierto. Porque
justamente, la demasiada rapidez intelectual está siempre amenazando ruina”.
CHESTERTON, G.K. Ortodoxia. Fondo de cultura económica de México, 1987. P. 28.
[31] RITZEN, Quetin. Chejov. Traducción de Rafaél Andreu,
Editorial Fontanella, Barcelona, 1963. P. 106.