sábado, 17 de julio de 2010

FELICIDAD Y SUFRIMIENTO: Octave Mirbeau


LA DENUNCIA DE OCTAVE MIRBEAU DE LA ABSTRACCION FILOSÓFICA DEL SUFRIMIENTO

“Estos hombres silenciosos, sombríos, malos, tienen algo que no podéis quitarles, un raro y extraño placer en el dolce far niente, una serenidad de atardecer y puesta de sol, como la que únicamente conoce un corazón devorado, desgarrado y envenenado demasiado a menudo por los afectos”. Nietzsche (1).

En la introducción de su libro, El placer de sufrir, Alain de Botton relaciona, con fórmula de D.H Lawrence, la “nostalgia de lo otro”, la nostalgia por un cuerpo, por otro país, por un amante…, con el sobrevalorado sentimiento de autocompasión: “La autocompasión surge cuando uno se examina de cerca y con objetividad y siente hacia la persona que está mirando esa lástima que le lleva a pensar: “Si ese tipo fuera un desconocido, me daría mucha pena”” (2). Y este “dejarse seducir por la difícil situación”, una especie de “entristecerse por la propia tristeza”, combina muy bien con la impiedad criminal que se deleita con el dolor. Ya Octave Mirbeau describía al entusiasta que se solaza con la escoria social y el espectáculo de la miseria, lo que bien puede hacer dudar, no tanto del libertino sino del entendido, del diletante intelectual apasionado hasta la consunción de su labor analítica:

“Cierto es que a Gambetta le gustaba la corrupción; había en aquel demócrata atronador un hombre voluptuoso, o, mejor dicho, un diletante de la voluptuosidad, que se deleitaba con el olor de la podredumbre humana; pero, hay que reconocerlo en su descargo y para gloria suya, los amigos de que se rodeó y que el azar, más que una selección razonada, vinculó a su breve fortuna, eran capaces por sí solos de lanzarse sobre la presa eterna en la que, ya, tantas fauces habían dado feroces dentelladas”(3).

Asimismo, se aprecia en El jardín de los suplicios, una relación directa entre el placer criminal de infringir un mal sobre el otro y el castigo infringido al condenado. Pero en tanto el criminal envía a su víctima a la muerte, el penal, más que confinar al criminal a una celda, le niega su humanidad:

“Aquel rostro, del que había desaparecido para siempre cualquier rastro de humanidad; aquellos ojos inyectados de sangre y aquellas manos convertidas en garras sarnosas, me dieron miedo…Retrocedí instintivamente, para no sentir en mi piel el aliento apestado de aquella boca, para evitar el arañazo de aquellas garras. Pero Clara me empujó ante la jaula. Al fondo de ella, en una sombra de terror, cinco seres vivos que antaño habrían sido hombres, andaban, caminaban, giraban, volvían a andar, el torso desnudo, el cráneo negro de moraduras sanguinolentas…”(4).

Mirbeau retoma constantemente este tema del hombre convertido en animal por su confinación al suplicio o al sufrimiento. Más que mero pesimismo o drama satírico, la narrativa de Mirbeau forja la imagen crítica de una forma de vivir que disfruta del mal del otro, desde la mediocridad y la rutina, al punto de ocultar el crimen; un esquema psicológico este de alcance universal. Por lo mismo, no resulta legítimo ver en la literatura de Mirbeau sólo la denuncia de un escandaloso y nihilista fetichismo burgués (5). Los estímulos para la acción se encuentran, no en el uso de la razón, sino en las debilidades y bajos instintos, en especial el del lucro, en tanto Mirbeau confiesa en dedicación del Le journal d’une femme de chambre a Jules Huret, en mayo de 1900, que le obsesiona la tristeza que hace reír tanto como la comicidad que obliga a llorar, y que habitan tras la máscara del ser humano. De ahí su vocación periodística, pues Mirbeau temía el reemplazo en simple literatura de lo que un diario tiene de melancólica emoción y de vida. Y acorde con esto, en Diario de una camarera, Célestine cuenta que el señor Rabur no había dejado de fijarse en sus botines y parecía “como las gatas cuando se relamen complacidas, pasándose la lengua sobre los labios” (6). Con la disculpa de no tolerar que las mujeres limpien los zapatos, Rabur se quedó con los botines de Célestine y luego se le encontró muerto, desnudo, con uno de los botines en la boca. Y Célestine señalaba también la distancia con su señora que la llamaba “hija mía” cuando le indicaba su oficio, sin poderla ella llamar “madrecita mía”. Así delinea el aburrimiento en la casa, interrumpida por la coquetería del señor, ante la que ella optaba por divertirse. La arpía de la señora Lanlaire trata a su marido como un perro y pasa privaciones a pesar de la riqueza, típico de la burguesía:

“A este respecto debo decir que yo, una mujer oprimida por la riqueza ajena, a la que debo todas mis penas, mis vicios, mis odios, las más amargas humillaciones, mis sueños imposibles y todos los tormentos de mi vida, cuando me hallo ante una persona adinerada, acostumbro a mirarla como a un ser excepcional, como a una especie de maravillosa divinidad, de forma que incluso en contra de mi voluntad acabo por sentir en lo más hondo de mi ser una oleada de admiración hacia ese ser afortunado, que la mayoría de las veces es un imbécil… y hasta un criminal” (7).

A la animalidad de la miseria, se opone la admiración por el adinerado, independientemente de sus capacidades. A la denuncia de la opresión, antepone Mirbeau un instinto de fascinación por el dinero que conduce al estupor. Dos lados de la interjección: exclamación indignada por el miserable y devoción a la riqueza, pero en últimas, pura expresión, voz que tiende a la imprecación de la pobreza y no al lamento, a causa del contraste con la condición privilegiada. En esta dicotomía, el crimen no se separa del arte entendido según los filósofos por una de las formas, y no la menos odiosa, de la baja sensualidad, del vicio y del crimen (Pour eux, ce n’est qu’une des formes – et non la moins haïssable- de la base sensualité, du vice et du crime) (8). Y Mirbeau rechaza este juicio sobre el arte que prefiere incluso valorar por encima al crimen en tanto el delincuente no deja de ser una víctima de sus instintos y un doloroso esclavo de la irresponsabilidad humana (… en faveur de l’assassin parce que c’est une victime de l’instinct, un douloureux esclave de l’irresponsabilité humaine..) (9).

Pero para Mirbeau hay una dimensión triste que condiciona la existencia para situarla en medio del sufrimiento y que trasciende la crítica a los estereotipos: “Me sentía, al andar por el pavimento pegajoso de la calle, furiosa contra la dueña de la mercería, contra el matrimonio Lanlaire, contra el barro que pisaba y en el que sentía chapotear mi corazón (…) contra la tristeza incurable del pueblo, no cesando de repetirme: “¡No me faltaba más que esto! ¡A buen sitio he venido a parar!” (10). La tristeza generalizada, el sufrimiento corriente y extensivo a un lugar, impulsa a salidas desesperadas, situación que se soporta alternada con placeres simples. No obstante, según Mirbeau hay tipos que oscilan entre el ocio y el delito y que acaban por vivir del crimen o del amor (11). La gente del pueblo, dice Célestine, es fea y mal encarada, con sus rostros demacrados por el arduo trabajo en la confección de zapatillas con orillo. Y entre estos sentimientos se advierte en la acción de culpar y airear la ridiculez de los demás, un impulso por ofender en el maltrato, de humillar y lastimar bajo el insulto: “Debo confesar que esta forma de comportamiento se convierte a veces para mí en un deseo, en una necesidad de ultrajar, viéndome arrastrada por esta especie de perversidad, haciendo de cualquier nadería algo que acaba siendo irreparable” (12). Insultos que llegan a una elaboración sutil que repara en detalles registrados con minuciosidad: “No quiero que imagine ni por un momento que, porque no tengo un céntimo, puedo consentir en llevar sus odiosas enaguas, gastadas y amarilleadas por sus orines…” (13). Sin embargo, Celestine tiene conciencia de su actitud ineficaz en la búsqueda de revancha, y que intenta atenuar sus penas en la religión y en el amor, tanto como en un pálido sol que invita a pasear, o en el chismorrear que hace que Rose olvide sus dolencias. Y la animalidad también se relaciona con el descuido del cuerpo: “La mayoría eran sirvientas, gordas y pesadas, que caminaban lentamente y se balanceaban como bestias” (14); “Por su garganta ha comenzado a salir una especie de silbido, como les ocurre a las bestias cansadas” (15). O bien, la cosificación: “La mujer del enorme barrigón, tan parecida a un odre ambulante” (16). Para Célestine, el sufrimiento de la gente aflora en sus rostros, y su brutalidad depende de la ignorancia: “No he podido ver allí más que rostros embrutecidos por la ignorancia, bocas con un rictus de amargura y miradas crispadas por el rencor; pobre gente que, como en todas partes, acude ante Dios para pedirle algo que perjudica a alguien…” (17). Y de este modo, la inconformidad se traduce a un deseo de daño del otro mediado por el sentimiento religioso. Incluso habla Célestine de una mujer cuya forma de la boca hace que sus sonrisas parezcan muecas. Pero el deseo de daño se traduce en un sentido de utilidad que haría escupir dinero a montones para reparar agravios morales, como en el caso de una mujer mayor que abusó sexualmente de un joven. La abstracción del dolor, es decir, la toma de distancia y omisión ante la experiencia del otro, se manifiestan en el trabajo doméstico, lo que se puede generalizar para todo trabajo en la medida en que distribuye el tiempo e impone hasta la privación de dolerse:

“La señora me hace subir o bajar los dos pisos por cualquier cosa y no tengo tiempo de descansar ni un mal momento. A ella no la inquieta ni la preocupa si una está indispuesta. Los días en que lo estoy me duele terriblemente la cintura y siento como si me fuera a romper en dos partes, además de que sufro fuertes retortijones que casi me hacen gritar de dolor… Pero eso no le importa a la señora Lanlaire. Creerá que no hay tiempo para estar enferma, ni tiene una el menor derecho a sufrir. Parece que el sufrimiento es un lujo que sólo pueden permitirse los señores” (18).

El domino del tiempo del otro, articula a su vez una teatralización del poder por el reproche, en el que hay una especie de gozo ante el malestar impuesto a otra persona, por lo que se justificaría un sentimiento concomitante de odio: “La señora Lanlaire disfruta enormemente con este tipo de órdenes sin lógica. Así es casi natural que me sienta rabiosa y que la maldiga” (19). Y el desprecio humano contrasta con la sensibilidad exagerada por el mundo natural: “Entonces no es de extrañar que haya días que acabe magullada y con las rodillas como anquilosadas. (…) Pero estoy segura de que a esa puerca la satisface verme en este estado. ¡Y pensar que existen sociedades dedicadas a la protección de los animales” (20). Más que una analogía, la diferencia con el animal, a propósito del desdén y la ofensa, se acopla a la expresión del dolor: “No me faltaba en esos momentos más que aullar de dolor” (21). Pero igual que el dolor llega al punto de querer ser expresado por un grito animal; la dignidad ante la humillación impide comunicar el sufrimiento: “La verdad es que soy fuerte ante el sufrimiento físico y que puedo tener orgullo de soportar lo que sea antes de que un patrón me oiga quejarme” (22). Sólo resta la síntesis filosófica del estoicismo vulgar que lo soporta todo, porque el sufrimiento se entiende común a los hombres, como se deriva de una conversación casual entre el señor Lanlaire y el señor Pantois, para los que debido a la enfermedad y la carestía de las medicinas, casi resulta imposible la felicidad en la vida y por tener todos irremediablemente una pena u otra (23). No extraña pues que Célestine presentara una especie de indiferencia ante la muerte de la madre que la había maltratado en la infancia tras la muerte del esposo en un accidente. Y la desgracia induce a la violencia, suceso que obliga a la señora Lanlaire a decirle que espera que su trabajo no se resienta por la natural aflicción. Es la palabra el instrumento de denigración y que convierte al otro en animal, mientras la idea oscura tienta al crimen:

“… cada palabra es un desprecio, y cada gesto no tiene otra virtud que el de rebajarnos a calidad de las bestias de carga. (…) cuando se me ha ordenado peinar a la señora, he estado tentada de despedazarle la nuca o de clavarle las uñas en el pecho. Bien sabe el cielo que en más de una ocasión he tenido que hacer esfuerzos sobrehumanos para contenerme. Afortunadamente, no siempre se tienen ideas tan negras… ¿Por qué negarlo? Hay momentos diferentes” (24).

Para entonces, eran comunes los libritos llenos de imágenes sexuales, tecnologías para el placer en las que debido a un cierto deslumbrase por superficialidades, y en una sociedad que según Célestine no practicaba los vicios por pasión, sino por esnobismo, se podría incluir la afición por alguna ideología elegante y de moda. En sus pobres condiciones de vida, con mala alimentación y dificultad para que la señora llame al plomero, Célestine se aferra a lo único que le queda, al ideal en la forma de los recuerdos, ya que nota que a pesar de todo, la alegría supera al sufrimiento. Se refiere entonces Célestine a una colocación en la que le dieron a cuidar a un joven de 19 años, enfermo, situación ante la que la madre estimaba conveniente que estuviera acompañado continuamente de una mujer hermosa que lo incentivase a vivir. Y el joven le parecía atractivo, pero al tiempo le resultaba doloroso verlo. Célestine le confía su vida, le lee poesías y lo acompañaba al mar, entre otras. Pronto al joven le seduce la voz de Célestine para luego sólo querer mirarla y que permanezca a su lado. Seguido, las deferencias pasan a la manifestación de la pasión en el temblor de Georges, que en los hombres se anticipa al “deseo violento de amar”, ante el que ella decidió ridículamente defenderse para defenderlo de sí. El desabrido olor, vaho de la muerte, hace reconocer a Célestine la presencia de la enfermedad y ante los esfuerzos del enfermo por sujetarla, este le pide perdón en expresión que mezcla el amor y el sufrimiento: “Me he portado un poco locamente al creer que podrías quererme, lo reconozco… Nunca he podido tener amor alguno; ¿por qué iba a ser ahora la primera vez? Nunca he tenido otra cosa que sufrimientos… ¿Por qué tenías tú que quererme? ¿Por qué ibas a ser tú la primera?” (25). Georges no hace más que soñarla, pero aunque sostiene que comprende que no está obligada a corresponderle, le dice que se tiene que bañar en su amor y beber el vino de su amor, y que sus razones la hacen como las otras mujeres, almitas buenas pero sin coraje, que ya antes la había llamado la “¡esclava perfecta!”; después de todo, “la vida es así”. Célestine lo besa “hasta que al final lo que tenía que suceder sucedió”, expresión esta última que se usa dos veces. Pero el 6 de octubre, la gravedad del enfermo había aconsejado poner una cama para Célestine en la habitación de Georges y la felicidad de él consistía en que ella se acostara desnuda a su lado. A pesar de las negativas de Célestine están juntos hasta provocar la muerte de Georges. A Mirbeau le obsesiona la capacidad de abstraerse, de separarse del sufrimiento ligado al deseo y al temor:

“El deseo que se despertó en mí fue tan atroz como el más horroroso de los suplicios. En la más terrible de las voluptuosidades hube de oír los suspiros de Georges, al mismo tiempo que notaba cómo sus huesos crujían debajo de mí… Hasta que de pronto sus brazos se desligaron de mi cuerpo y cayeron inertes sobre la cama. Sus labios abandonaron los míos y de su boca se escapó un grito de angustia a la vez que un chorro de sangre caliente caía sobre mi rostro. De un salto huí de la cama. Frente a mí, el espejo devolvió la imagen de mi cuerpo desnudo y sanguinolento… Corrí enloquecida por la habitación, estuve por pedir socorro, pero no lo hice. El instinto de conservación, o el temor a que me exigieran responsabilidades, o tal vez ambas cosas a la vez, unidas a uno clara conciencia de mi calculada cobardía, hicieron que contuviera mis impulsos, deteniéndome al borde de aquel abismo donde se hundía mi razón. De pronto comprendí que sería terrible que alguien entrase en aquel momento y me viese tal como estaba… ¡Ah, la miseria humana! Mi indigna prudencia y mis cálculos se sobreponían a mi dolor y mi espanto” (26).

El deseo confundido con el padecimiento extremado hasta el martirio, produce una muerte dulce y a la vez espantosa por el sentimiento de culpa. Sólo después a Célestine le entra pavor de haberse contagiado temerosa ante la aparición de cualquier síntoma, pero nunca enferma. Y a su juicio, “Un criado no es un ser normal, ni siquiera un ser social. Es más bien algo absurdo, fabricado con piezas y pedazos, con fragmentos de distintas procedencias, que no pueden ajustarse los unos con los otros, ni tampoco yuxtaponerse: es una especie de monstruo híbrido que tiene forma humana” (27). Mirbeau estimaría que los sirvientes no pertenecen al pueblo como clase social del que proceden, ni a la burguesía a la que aspira y entre la que vive, y de la que sólo adquiere sus vicios. Esta es la razón para que convenga preguntar si no pudiera considerarse el divertir al sirviente, al ofrecerle historias de mayordomos o lacayos, una opción poco sincera:

“Con el alma envilecida, el sirviente pasa a ser un burgués a medias que, con sólo haber respirado el olor mortal de esas pútridas cloacas, pierde para siempre su primitiva fortaleza espiritual y hasta su yo particular. En el fondo de todos esos recuerdos, entre ese núcleo de seres por donde vaga como un fantasma de sí mismo, el criado solamente revuelve basura; es decir, sufrimientos… A veces tiene ocasión de reír, pero su risa es forzada, una risa que no se debe a la alegría conquistada, ni tampoco a las esperanzas alcanzadas, y guarda la amarga mueca de la rebeldía y el gesto duro y crispado del sarcasmo. Hay pocas cosas tan dolorosas y horribles como esta risa deprimente” (28).

También la maledicencia de Heinrich Heine, en Noches florentinas, encanta con el amor por la agonizante. A Maximiliano le recomiendan que cuando María despierte entretenga su imaginación contándole historias. En esas, contemplar sus bellos miembros y su pálido rostro le hizo evocar la estatua de una diana que en su niñez había deseado besar, suceso que se relaciona con que Maximiliano contemple mientras entretiene a la moribunda: “Ahora, cuando estaba ante usted viéndola tendida sobre el sofá verde, con su vestido blanco de muselina, me ha recordado usted la estatua blanca de mármol sobre la hierba verde. Si hubiera usted dormido más tiempo, mis labios no hubieran podido resistir” (29). Aquí, el deseo por la figura femenina de piedra coincide con el súbito deseo de besar a la amiga agonizante. Igual en Diario de una camarera se presenta la confusión entre la carne y la piedra en el escándalo de una monja ante una figura esculpida que vio en la iglesia por el callejón lateral:

“ - ¿Y si yo le dijera que ese hombre de piedra está más desnudo de lo que usted puede suponer?
- ¿Cómo?
- Porque muestra un instrumento de impureza terrible y enorme. Es como algo monstruoso que tiene punta y que… ¡Por favor, señor cura, no me haga decir porquerías” (30).

Es de presuponer que si se abstrae al hombre de la figura tallada en piedra, se abstraiga también del hombre vivo de carne y hueso, sólo su materia, al punto de verse espantada la monja por un falo, o angustiados los modernos ante la concreta prisa por vivir, sin ver en el otro más que un objeto aprovechable. De igual manera, Célestine comprende “que haya mujeres que se matan trabajando, o que se venden a los transeúntes, y que incluso roben o maten con tal de ganar dinero para el hombre que aman” (31). Abstracción del amor en los medios materiales y el trabajo, abstracción de la vida en el amor o en la persona amada, o en la sola figura seductora de los amores. También la caridad de las mojas era un simple truco, según refiere Célestine. Y asombra, en medio del relato cada vez más monótono de las impresiones de Célestine en su vida de servicio, en el que domina la proposición de Joseph, el jardinero, de casarse con ella y trabajar en un bar que va a comprar, la noticia de la violación y asesinato de una niña de once años, crimen que Célestine sospecha cometió Joseph. Célestine nota la indiferencia que el tiempo provoca ante la noticia, y halla la causa de la indolencia que disculpa el hecho, en la relación de la violación con la pasión. A pesar de lo escandaloso de la violación, en cierta mentalidad simple parece no tener relevancia, aún tras el asesinato de una menor:

“A pesar del natural horror que un crimen así inspira, he podido notar que la mayoría de la gente no concede mucha importancia a la violación y a las imágenes obscenas que hace evocar, quizá porque encuentran en ello una especie de atenuante, puesto que la violación es, de alguna manera, amor… Con respecto al luctuoso hecho, se cuentan gran cantidad de historias” (32).

Los juicios construidos ante un crimen, fuente de relatos, tienen un paliativo comprensivo en su referencia a las pasiones. Y se forjan teorías: “la muchacha del hocico de rata” le echaba la culpa a unos monjes que pasaban. Esta curiosidad teórica anima a comprar el periódico, sin la cual no tendría mayor interés leer sobre la noticia ya conocida: “La violación de la pequeña Claire suscita toda clase de discusiones y excita la curiosidad de todos, haciendo que las gentes se quiten los periódicos de las manos unos a otros. La Libre Parole acusa directamente a los judíos…” (33). La situación contrasta con el interés que despierta Joseph en Célestine, y le parece menos feo y viejo. Se señala a su vez la abstracción en la inclinación moldeada por la rutina: “La costumbre de las cosas o de las personas es como una bruma que atenúa el perfil de los objetos y de las otras personas, borrando los rasgos de los rostros y haciendo que se suavicen las deformidades” (34). Joseph sostendrá que no se puede saber cómo es la gente hasta que se la trata, y que esto se hace particularmente difícil en cuanto a las mujeres. De otra parte, también se podría establecer un paralelo entre la aptitud para el crimen derivada de la crueldad para con los animales, pues Joseph prolonga el suplicio de los patos con unos “inteligentes refinamientos de tortura”, y piensa que “cuanto más sufra, más sabroso estará”. A su vez, Célestine señala que los canallas tienen un olor que embriaga y excita sexualmente. En todo caso, el futuro depende de las circunstancias económicas, mediadas supuestamente por el trabajo, y las preocupaciones de la vida echan las injusticias y el dolor al olvido:

“El bosque de Raillon y Joseph guardarán su secreto para siempre. De la que fue una pobre y pequeña criatura tampoco se hablará ya más, de la misma forma que tampoco se habla del mirlo muerto en la espesura del bosque… Es como si nada hubiese ocurrido. El padre sigue picando piedra en los caminos, y los demás, si bien estuvieron preocupados unos días, ya no piensan más que en la proximidad del invierno” (35).

Célestine anota que los acontecimientos se suceden en el Priorato pasando de lo trágico a lo cómico tal cual se alterna fruncir el ceño con la risa, como si no consistieran más que en gestos o muecas, en tanto “todo tiene que ocurrir en la vida”. La abstracción suscitada en la aceptación a través de las “reglas de la vida” se mezcla con la diversidad de intereses desde los que se interpretan los sucesos; también el sacerdote predicará sobre determinados hechos como castigos divinos. El elemento restante en la abstracción del dolor denunciado por Mirbeau se enclava en el contento que suscitan los animales en choque con la mala calidad de la alimentación y la diversión por la contemplación de la miseria del desconocido. Aparte de tratarse a los humanos como animales y a algunos animales como humanos, la despreocupación por el sirviente establece su condición por debajo de las preferencias del amo, sean objetos o animales:

“- Figúrate el cuadro… -me dijo Cléclé-. Tenía que cuidar todos esos bichos. Nada era bastante ni suficientemente bueno para ellos. A nosotros nos daban cualquier cosa, cuando no eran las sobras de las comidas, mientras los animales debían ser alimentados con restos de ave, cremas, pastas… y tenían que beber aguas minerales. ¡Como lo oyes, Célestine! Por temor a la tifoidea, aquellos bichos bebían agua de Evian, ¿qué te parece? Este invierno la señora tuvo la desfachatez de sacar la estufa de mi cuarto para instalarla en la pieza donde estaban los gatos y el mono” (36).

Céclé, a la que le tocó dormir con un perro, agrega que este “tenía las mismas pasiones que un hombre”… “Tenía los instintos de un hombre, exactamente los mismos apetitos y los mismos caprichos”. Pero no se compara aquí a los animales y a los hombres, sino que a secas prevalece el impulso de oprimir. En el fondo de la intención de doblegar a alguien, reside la conciencia de mortificar, o a la inversa; por la aplicación de prácticas dolorosas se rebaja a alguien a su condición de sometido, de apocado por intimidación. Esto no ocurriría en una dialéctica amo esclavo, sino en el trato generalizado de todos:

“Muy pocas personas tiene idea de las molestias y las humillaciones que tenemos que soportar las de mi profesión. La explotación que pesa sobre los sirvientes es abrumadora y terriblemente injusta. Una veces por culpa de los señores, otra por culpa de los compañeros, pues los hay que son asquerosamente serviles… Lo cierto es que en nuestro oficio no hay nadie que se preocupe por nadie. Cada cual parece vivir, engordar y divertirse, a costa de la miseria del vecino” (37).

Y a pesar de abarcar el desprecio de unos a otros, a todos los individuos, sin diferencias de clase, la pobreza constituye una condición de la humillación. Más que un factor económico se conviene en la convivencia con la esclavitud:

“Los pobres somos el prado donde crecen las cosechas de la vida y de la alegría que recogen los ricos… a fuerza de abusar de nosotros. Se pretende que no haya más esclavitud, pero…, ¡ah, qué broma es ésa! Los sirvientes no somos unos rebeldes en potencia, dispuestos a aniquilar a nuestros amos, sino que somos en el fondo unos simples parásitos de ellos; unos esclavos, con todo lo que la esclavitud implica de vileza moral, de inevitable corrupción y de esa rebeldía que, en vez de liberarnos, lo único que hace es engendrar odios” (38).

En este marco, desconcierta que cuando Célestiene le pregunta a Joseph que si no sentirá pena cuando se separen y ya no se vean, él conteste que “uno no puede obligar a la gente a que haga lo que uno quiere…Creo que las cosas se deben aceptar o rechazar con toda libertad…, gusten o no gusten… Eso es todo” (39). Si así fuera, entonces, ¿por qué precipitarse a violar y matar a una niña con tanta liviandad y sin premura moral? Los hechos suelen contradecir el discurso ético. Y la pregunta por la expresión del sufrimiento compete a la estética en tanto se cuestiona: ¿Cómo se sufre? Pero en cierto sentido, el sufrimiento no enuncia, no implica un mero problema de significación o de querer decir algo a partir de la experiencia. No se trata de emitir juicios de valor, sino de analizar la expresión y la concepción de la vida en el sufrimiento, carente de cualquier interés utilitario o justificación racional. Cabe preguntar entonces cómo se puede percibir estéticamente desde el dolor. Y si la observación estética se distingue de la cognoscitiva, a la que no se puede reducir el disfrute de la contemplación de algo, elude incluso el afán profesional, y la “forma personalizada” (40). Cabría pensar que si el objeto no sólo aporta deleite y regocijo sino tristeza y tedio, además de atender a la experiencia estética por un gozo de la percepción, sentir conlleva la posibilidad de padecer o del aburrimiento. Incluso a la naturaleza, como en la pintura de Monet, le es inherente el dramatismo, por elementos que escapan a lo retórico:

“La vida canta en la sonoridad de su lejanía, florece perfumada con sus ramos de flores, resplandece en capas cálidas de sol, se vela y se desvanece misteriosamente en las brumas, se entristece sobre la desnudez salvaje de las rocas, modeladas como rostros de ancianos. Los dramas de la naturaleza, él los capta, los plasma en su expresión más sugerente” (41).

Para Mirbeau, el sin temor injurioso de la política, el arte se retira para plasmar la vida, pero en la inquietud artística relacionada estrechamente con la abstracción, subyace el tormento, como en la vida de Gauguin antes de ir a Martinica:

“A pesar de su aparente robustez moral, Gauguin es una naturaleza inquieta, atormentada e infinita. Nunca satisfecho de lo que ha realizado, va buscando siempre un más allá. Siente que no ha dado de sí mismo lo que puede dar. Cosas confusas se agitan en su alma; aspiraciones vagas y poderosas tienden su espíritu hacia vías más abstractas, formas de expresión más herméticas” (42).

Agrega Mirbeau que se trata de una obra dolorida que requiere conocer la ironía del sufrimiento. Pero aunque a la experiencia del sufrimiento la caracteriza la preocupación, la percepción estética del sufrimiento dispone también a la despreocupación. La contemplación estética del sufrimiento propio o ajeno no admite el entretenimiento, y en esto sí se anuda con la ética. El sufrimiento tiende a afirmarse como propio, pero se posee un poder de abstracción incluso ante el dolor que se experimenta en el presente. Y esta experiencia de la abstracción del sufrimiento no se acota con un significado preciso. Tampoco la percepción del dolor puede abarcarse satisfactoriamente con elementos semióticos. Por ejemplo, la representación de la muerte permanece abstracta por la imposibilidad de experimentarla, pero aún en el morir concreto del individuo, persiste la abstracción, porque se diferencia envejecer y deteriorarse o agonizar, al hecho de morir en el sentido de dejar de ser. La falsa representación de la muerte no remite a un sentido o significado alguno, por constituir la representación de lo irrepresentable, aunque en el tema de la muerte se exprese el miedo y la angustia de un modo característico. La muerte no existe y no es objeto de experiencia, pero sí el sentimiento ante la incertidumbre de la muerte. De igual forma, el sufrir lleva consigo elementos estéticos no semióticos, incluso ajenos a lo metafórico. Una buena disposición estética ante el sufrimiento, no mero efecto sobre la sensibilidad, no se acota tampoco en lo simbólico y atiende a la abstracción del sufrimiento, esto es, a los mecanismos de displicencia y apatía ante el dolor.

Y al respecto de la abstracción del sufrimiento, el caso de la literatura de Octave Mirbeau resulta patente y bastante singular. En Les mémoires de mon ami, la mujer de George L, confía sin haberlo leído, el manuscrito de las memorias de su esposo a un apenas conocido de este, del que decía era su mejor amigo. Pero al comenzar el texto se advierte que George tenía la peor imagen de su mujer. De igual manera, la señora juzga que la vida de George no tiene nada de interesante. Opera pues un total desconocimiento de la vida y del valor de una persona, sin sospechar siquiera del tipo de pensamiento del otro. Pero no se trata de indiferencia o de mero desconocimiento, sino de la abstracción del sufrimiento ajeno. George, en su desconocimiento ante el espejo, asegura que ninguna muerte o ceniza podría dar cuenta de lo que es él. Pero en esta novela, Mirbeau, más que pintar los mismos rostros áridos, deformes, con sucias pasiones y deseos viles propios de la venalidad; el robo, el crimen, las taras burguesas y el egoísmo feroz, registra el dolor de descubrirse abstracto y ajeno al conocimiento de los demás en una experiencia dolorosa:

“Cuando vuelvo de la oficina, por la noche, andando a pasos menudos, con los hombros desvaídos, algo curvado, un poco zambo, y con un rostro tan impersonal que se hace invisible, es para mí algo doloroso indeciblemente doloroso ver que ningún otro ser humano me mira ni se figura que yo llevo en mí todas las fuerzas cósmicas de la naturaleza y todas las llamas de la humanidad” (43).

Esta gente estúpida que sólo se queja de lo mal que va el comercio, pero oprimida por innumerables razones, expresa su ser por el dolor a pesar de su monstruosidad. El papel deprimente de la fealdad en sociedad, el engañoso intercambio de expresiones, la reducción de la intimidad a frases estrictamente indispensables, o la vida de la persona más insignificante, Rosalie; un personaje sin contornos, parecida “a un dibujo al carboncillo que alguien, sin querer, hubiese frotado con la manga” (44), que: “no era mala, no podía ser mala, porque no era nada”, “una criatura embrionaria, apenas formada” a la que George no despertó a los esplendores de la vida; no obsta para hallar en ellos sensibilidad: “Que no, tú no eres una mujer desdibujada y gris, claro que no lo eres; tú no eres fea, no, tú no eres una larva humana, puesto que lloras” (45). Rosalie misma se dice menos que una perra porque al menos a las perras se las acaricia. Y George se siente asqueado de su situación, pero igual encuentra en su pensamiento la posibilidad de separarse y no verse afectado gracias al mecanismo de abstracción:

“A pesar de las pullas y los enfados, cada día más agresivos de mi mujer, yo no me sentía desgraciado en mi casa. Estoy dotado de un considerable poder de abstracción, y pronto llegué a abstraerme no solo de su presencia moral, sino de su presencia material. La gente que vive cerca de una estación rápidamente se acostumbra a no oír los pitidos (…) Es lo que me ocurrió a mí con mi mujer” (46).

Pero la importancia de la abstracción no radica en la capacidad para no verse alguien afectado, sino en la felicidad que aporta la capacidad de soñar o fantasear que George desarrollaría desde el silencio y la soledad de la infancia, por la que aprendió a hablar en él, a jugar en él (47): “Yo no me aburro jamás, porque yo llevo el mundo en mí. Y tú no tienes nada en ti… solo a ti misma. No es de extrañar que te aburras. Pero haz lo que yo. Remonta los siglos, trastorna la historia. Llama a ti el amor, la belleza la felicidad… Y no te aburrirás nunca más” (48). De esta suerte, el desconocimiento de los demás llega a tal punto que los padres de Rosalie la creen feliz. En la literatura de Mirbeau, el drama, el sufrimiento y la muerte, rompen la monotonía infeliz, como cuando muere la suegra que le era totalmente indiferente; una “inexistencia”. Igual que George se halla moralmente triste ante este divagar de la gente en la calle, o la madre cae enferma por el traslado de su amante, “víctima de una infelicidad que no quería reconocer” (49), Mirbeau nos invita a reaccionar ante el sufrimiento y despertar de la abstracción egoísta. Además George advierte que entre más sueña en la vigilia, no tiene más que sueños inconclusos, “sueños de aborto”, con representaciones vulgares y figuraciones inferiores de la vida. Por lo que se descubre entonces un síntoma en la capacidad de abstracción, y mientras el común de la gente quiere salir de casa para “felices conquistar la libertad”, George está acostumbrado a no vivir entre los hombres y las cosas. Tuvo que verse envuelto en una aventura dramática para aprender a ver en los pies rígidos de una anciana asesinada una vida dolorosa (50). Por lo tanto, Mirbeau valora el acontecimiento transformador de una persona: “No es frecuente que las cosas – con la excepción de los ojos – sean espantosas en sí mismas. Solo lo son por las circunstancias que las rodean en un momento determinado, y por los acontecimientos terribles en los que esas cosas no tiene más valor de acción que el de haber, no digo ya participado, sino simplemente asistido” (51). De igual forma, las personas, sin consistencia corporal, no tienen otro estatuto que el de figuras. Pero a parte del problema de la incomunicación que en realidad se constituye por la sabiduría mecánica de la naturaleza, y de la comunicación cruel inadecuada a los hechos, como una mujer que propone ejecutar en el acto a George como presunto asesino de la anciana tras encontrarlo en la habitación de esta, o la facilidad con que tildaban de virtuosa a la detestable anciana difunta, Octave Mirbeau denuncia la abstracción filosófica. George, a partir de una impresión moral reacciona. No se trata de los conceptos del bien y del mal, sino de un apesadumbrarse. En un primer momento, Mirbeau relaciona el crimen con una degradación moral que afecta hasta a los jueces, al apreciar George las condiciones de los reclusos en las cárceles parisienses:

“Desde aquel día, muchas veces he pensado en esa ficción abominable y terrorífica que llamamos “la sociedad”. Y muchas veces me he preguntado a consecuencia de qué deformaciones morales, de qué aberraciones intelectuales, aquellos a quien la pretendida sociedad delega sus derechos arbitrarios de juzgar y castigar tienen todos un aire de parentesco físico, un parecido material que hace que, en los últimos dos mil años, todos los rostros de jueces sean semejantes, y lleven las mismas siniestras taras de iniquidad, ferocidad y crimen” (52).

Pero no se trata de una crítica criminológica, moral o sociológica, sino de la indignidad del trato humano: “como nadie osaría tratar a una rata o una cucaracha”, en un contexto que relaciona economía e insensibilidad: “En aquel hormiguero humano, lo que destaca, más que el vicio o el crimen, es la pobreza, la miseria infinita en la que la sociedad puede precipitar a unos seres humanos que, por rudimentarios y deformes que sean, tiene cerebro y corazón, pensamientos y amor” (53).

Y George observa a una anciana harapienta con mayor capacidad de abstracción y sin tanta lectura, comer sin asco y vorazmente de una naranja podrida cubierta de moho que luego tomará la moneda que George le ofrece sin mirarle a los ojos. Que la sociedad cultive el crimen, que no funcione sin este, y que requiera de miserables en su dominación, no escandaliza tanto a Mirbeau como que la filosofía teorice optimista, y la revolución, que según un borracho en la cárcel, no trae sino pobreza, incluyeran constitucionalmente el derecho a la felicidad:

“Cuando una sociedad encierra en semejante promiscuidad de perversión niños de seis años con adolescentes ya corrompidos, ¿tiene derecho a quejarse si más tarde solo cosecha mendigos, sodomitas y asesinos? Y sobre todo: ¿tiene derecho a castigarlos? En París, los filósofos del optimismo mortífero no ven la miseria. ¡No solo no la ven, sino que la niegan! – Nosotros hemos decretado la abundancia general –dicen-; la felicidad forma parte de nuestra Constitución” (54).

La ley que afecta al sufriente, que tortura al hambriento, ante la que George reacciona para sostener que “hay que siempre estar a favor de lo que está vivo y en contra de lo que está muerto”, lo que le obliga a rechazar todo tipo de valoración de la abstracción en sí: “Es tal vez como un deseo de vida que sube en mí desde el fondo del exilio de mí; quizá es el pesar por haberlo sacrificado todo a unos sueños interiores, y no haber comprendido que sólo la vida, con sus abyecciones y sus taras, está dotada de belleza, puesto que solo en la vida residen el movimiento y la pasión” (55). Pero aunque George absuelva el crimen en la economía de la naturaleza, no disculpa la moralidad de la insensibilidad ante las personas cercanas, como la suya con su mujer, lo que le descubre el carácter contradictorio de toda moral. Además del dolor por no alcanzar una actitud moral rebelde o piadosa, amarga más a George no poder abstraerse del sentimiento de repulsión hacia su mujer (56). El sentimiento estético de la fealdad condiciona el juicio moral, y en sus respectivas valoraciones las personas se excluyen en las acciones cotidianas.







NOTAS


1 Friedrich Nietzsche, Aurora, “La felicidad de los malos”, Aforismo 256, Barcelona, Random House Mondadori, 2009, p. 256.
2 Alain de Botton, El placer de sufrir, Barcelona, Ediciones B, Grupo Zeta, 1996, p. 14.
3 Octave Mirbeau, El jardín de los suplicios, Madrid, Cupsa editorial, 1977, p. 59.
4 Ibid., p. 136.
5 “Ses histoires de paysans normans (…) Font sombrer les conventions bourgeoises mais aussi l’ensemble du codes de civilization dans le ridicule, lódieus, le fétichisme”. Jacques Demougin, Grand Dictionnaire de Lettres Larousse, Paris, Librairie Larousse, Paris, 1989, p. 1060.
6 Octave Mirbeau, Diario de una camarera. Barcelona, Editorial Bruguera, 1975, p. 37.
7 Ibid., p. 64.
8 Octave Mirbeau, “Le peintre de la vie!”, en Pierre Michel y J. F. Nivet, Mirbeau, Octave. “Combats esthétiques 2”. Paris, Nouvelles Éditions Séguier, 1997, p. 196.
9 Ibidem.
10 Octave Mirbeau, Diario de una camarera, opus cit., p. 64.
11 “Atraído por los tipos extraños y anormales, M. los lleva a escena con un naturalismo brutal, que no perdona ningún detalle, incluso los más crueles, con tal de captar el color del ambiente y la verdad de los personajes por deformados que estén”. Valentino Bompiani, Diccionario Bompiani de Autores, Barcelona, Editorial Hora, Tomo II, 2005, p. 1922.
12 Octave Mirbeau, Diario de una camarera, opus cit., p. 73.
13 Ibid., p. 74.
14 Octave Mirbeau, p. 77.
15 Octave Mirbeau, p. 79.
16 Octave Mirbeau, p. 78.
17 Octave Mirbeau, p. 83.
18 Octave Mirbeau, p. 95.
19 Octave Mirbeau, p. 96.
20 Octave Mirbeau, p. 96.
21 Octave Mirbeau, p. 97.
22 Octave Mirbeau, p. 97.
23 Octave Mirbeau, pp. 100-101.
24 Octave Mirbeau, p. 129.
25 Octave Mirbeau, p. 169.
26 Octave Mirbeau, p. 179.
27 Octave Mirbau, p. 192.
28 Octave Mirbeau, p. 193.
29 Heinrich Heine, Noches florentinas, Biblioteca Salvat, Navarra, 1971, p. 22.
30 Octave Mirbeau. Diario de una camarera, opus cit., p. 261.
31 Ibid. p. 291.
32 Octave Mirbeau, p. 195.
33 Octave Mirbeau, p. 207.
34 Octave Mirbeau, p. 207.
35 Octave Mirbeau, p. 248.
36 Octave Mirbeau, p. 306.
37 Octave Mirbeau, p. 307.
38 Octave Mirbeau, pp. 325-326.
39 Octave Mirbeau. p. 327.
40 “La forma estética de observar, es también ajena a la forma personalizada de hacerlo, en la que el observador, en vez de contemplar el objeto estético para captar lo que le ofrece, considera la relación de dicho objeto hacia él. Quienes no prestan atención a la música, sino que la utilizan como estímulo para su fantasía personal, son buena muestra de esa audición no estética que a menudo pasa por serlo. (…) Al contemplar algo estéticamente, respondemos al objeto estético y a lo que puede ofrecernos, no a su relación con nuestro propia vida”. John Hospers, “Fundamentos”, en Monroe Beardsley, y John Hospers, Estética. Historia y fundamentos, Madrid, Cátedra, Colección teorema, 1981, p. 101.
41 Guillermo Solana (Editor), El impresionismo: la visión original, “Antología de la crítica de arte (1867-1895)”, Madrid, Ediciones Siruela, 1997, p. 243.
42 Ibid., p. 264.
43 Octave Mirbeau, Memoria de Georges el amargado, Traducción del francés a cargo de Lluís María Todó, Madrid, Editorial Imprenta, 2009, p. 16.
44 Ibid., p. 21.
45 Octave Mirbeau, p. 31.
46 Octave Mirbeau, p. 35. “Muy pronto, y casi sin sufrimiento, llegué a abstraerme de todas las cosas exteriores, incluso de los acontecimientos cotidianos de la casa, incluso de mi padre, de mi madre, de la vieja criada, de los clientes, que para mí ya no eran más que vagas sombras proyectadas sobre el cristal de la tienda o que se arrastraban por las paredes”. Octave Mirbeau, p 76.
47 Hay similitud en el sentido del arte para soportar el sufrimiento con el pensamiento Nietzscheano: “A esta infancia silenciosa debo el haber adquirido este poder de pensamiento interior, esta facultad de soñar, que me ha permitido vivir, y muchas veces vivir unas vidas maravillosas”. Octave Mirbeau, p. 48
48 Octave Mirbeau, p. 38.
49 Octave Mirbeau, p. 68.
50 Octave Mirbeau, p. 89.
51 Octave Mirbeau, p. 88.
52 Octave Mirbeau, p. 101.
53 Octave Mirbeau, p. 105.
54 Octave Mirbeau, p. 116.
55 “De aquel día datan la piedad y la rebeldía que fueron, por así decir, las bases de mi vida moral. Mi debilidad física y mi timidez intelectual no han permitido jamás que estos sentimientos se afirmaran de una manera activa, y ello me ha hecho sufrir muchísimo. Pero observad hasta qué punto el corazón del hombre está lleno de enigmas y contradicciones dolorosas; la criatura humana por la que habría debido mostrar más piedad, mi mujer, es la única con la que me mostré inexorable. Ni por un minuto disminuyó mi asco ante su fealdad y ante la ridiculez de su alma, que sin embargo son cosas conmovedoras y adecuadas para llenar los corazones nobles de adoración y entrega”. Octave Mirbeau, p. 129.
56 Octave Mirbau, p. 115.



BIBLIOGRAFÍA


Valentino Bompiani, Diccionario Bompiani de Autores, Barcelona, Editorial Hora, Tomo II, 2005.
Alain de Botton, El placer de sufrir, Barcelona, Ediciones B, Grupo Zeta, 1996.
Jacques, Demougin, Grand Dictionnaire de Lettres Larousse, Paris, Librairie Larousse, 1989.
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Octave Mirbeau, Memoria de Georges el amargado, Traducción del francés a cargo de Lluís María Todó, Madrid, Editorial Imprenta, 2009.
Octave Mirbeau, Los negocios son los negocios, Asociación Directores de Escena de España, 2000.
Octave Mirbeau, “Le peintre de la vie!”, en: Pierre Michel, y J. F Nivet, Mirbeau, Octave, “Combats esthétiques 2”, Paris, Nouvelles Éditions Séguier, 1997.
Friedrich Nietzsche, Aurora “La felicidad de los malos, Aforismo 256”, Barcelona, Random House Mondadori, 2009.
Guillermo Solana (Editor), El impresionismo: la visión original. “Antología de la crítica de arte (1867-1895)”, Madrid, Ediciones Siruela, 1997.


Para una biografía de Mirbeau consultar:

Pierre Michel, Octave Mirbeau et le Roman, Angers, Société Octave Mirbeau, 2005, en:
http://mirbeau.asso.fr/darticlesfrancais/PM-OM%20et%20le%20roman.pdf

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