martes, 31 de enero de 2012

BIOPOLÍTICA



La raíz literaria de la biopolítica

“Usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer el mal, ése es el fin que se propone, pero no se pude pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos”.Una corista. Antón P. Chejov.
La liberación del cuerpo constituyó una de las promesas incumplidas de la modernidad en la pretensión de remediar el sufrimiento humano, al lado de la desilusión por lo que se esperaba de la política y de la ciencia, para lo cual, la ciencia y las mal llamadas, al decir de M. Foucault, “ciencias sociales”, experimentan sobre sujetos vivos.

En contraste, Heine ostentaba un radicalismo del Cuerpo Liberado y Feuerbach se esforzó por abolir la dualidad kantiana para contribuir en últimas al intento de obviar la dualidad cristiana de cuerpo y alma. Pero agregan Ágnes Heller y Erenc Fehér, que Hegel advertía que en la cultura simbólica oriental, lo absoluto residía directamente en la materia sensorial-exterior, influencia dominante que adoptaba occidente:

“Hegel sostenía que era indiscutible que nuestra cultura había padecido un gran cisma; nos veíamos obligados periódicamente a satisfacer en exclusiva las necesidades de lo sensorial alternativo, pretendíamos elevarnos al nivel del espíritu y dejar completamente atrás lo corpóreo. Se pueden deducir y explicar varias estructuras decisivas de la patomorfología corporal de la época moderna precisamente a partir de ese cisma. Y sin embargo, continuaba Hegel, estábamos obligados a entrar en la era de la dualidad cuerpo-alma; el espíritu tenía que diferenciarse en esos elementos por autonegación para alcanzar su plena armonización al final de la “Historia”(1).

Y Ágnes Heller junto a Erenc Fehér, comparan a Hegel con Michelle Foucault, pero en esas, y este es el punto, tergiversan un tanto al filósofo francés. Mientras Hegel piensa en la síntesis espiritual y racional entre el alma y el cuerpo, Foucault escribe en Vigilar y castigar: “En vez de ver esta alma como los restos re-activados de una ideología, se vería como el correlativo actual de una cierta tecnología de poder sobre el cuerpo… Ésta es la realidad histórica de esta alma que, a diferencia del alma representada por la teología cristiana, no ha nacido en pecado ni está sometida a castigo, sino que nace más bien de métodos de castigo, supervisión y control… El alma es la consecuencia y el instrumento de una anatomía política; el alma es la prisión del cuerpo” (2).

La modernidad no aceptaba ni el carácter pecaminoso del frágil cuerpo, ni la proveniencia exterior de la redención por el “pneuma”, para valorar al hombre en su ser material. Se trataba pues, de una autorredención o deificación del hombre sujeto a un principio racional condicionante de la voluntad, que se evidencia en el concepto de ley natural de Hobbes, o en el imperativo categórico Kantiano, entre otros. En un primer momento, el humanismo renacentista crítico del cristianismo, creía con el neoplatonismo, en la fusión de lo corpóreo y de lo espiritual, lo que implica la liberación del cuerpo, incluso en el abandono del principio supuestamente inferior al superior.

En consecuencia, incluso el cristianismo mismo ya no sostiene la dualidad sino que apela a lo espiritual, como dimensión supervisora de lo corpóreo. “No es ya el alma cristiana, una mitad de un término binario, sino la nueva invención, “lo espiritual” (3). Y por consiguiente, la secularización de la vida humana no se ha hecho efectiva, y al cuerpo no se lo concibe ya separado del espíritu, aunque no se lo nombre, para acudir simplemente a la generalización de la ley o los principios morales, entre otras.

Si antes el alma se concebía como un principio individual, “personal”, luego prevalece el concepto de interrelación, y se somete lo corpóreo, se lo reglamenta y se lo sustituye bajo la utopía de una máquina que dominaría el trabajo humano, proceso al que se le suman objetivos higiénicos y éticos. Nótese a su vez que el existencialismo cristiano de principios del siglo XX mantiene el concepto de persona y los bioeticistas hablan incluso de “persona humana”, subsistiendo todavía así el “esencialismo”, la “ley natural”, el vicio más tradicional del pensamiento. De todas formas, la biopolítica no nacería del espiritualismo, sino que se constituye por la excesiva tendencia a la racionalización en el marco del derecho, pues la modernidad amplia la ley de habeas corpus, privilegio del noble, a principio general.

Esta generalización racional que protege el cuerpo precede la normalización ética: “La generalización del principio de habeas corpus se deducía lógicamente, por una parte, del universalismo de la libertad de los modernos, por otra, sirvió a la estrategia destinada a establecer la tutela de lo espiritual sobre lo corporal. Nadie que sea un simple Cuerpo, dice el razonamiento, puede convertirse en una persona política y racional. Para conseguir esto último, hay que liberar al simple “Cuerpo” (en otras palabras, hay que acabar con la cautividad de un ser potencialmente racional); la saludable norma de lo espiritual no llega hasta después” (4).

De tal modo, la biopolítica, en el mal sentido, no se entendería tanto, como podría pensarse, por la sujeción del cuerpo a la instancia espiritual, sino por la generalización del principio del derecho que protege el cuerpo contra el daño efectivo. En otras palabras, la denuncia de la biopolítica se relaciona con la pretensión filosófica del derecho romano asumida en la modernidad bajo el ideal de la libertad frente a la necesidad imperante en la naturaleza. Y el proceso racional de liberación que conduce a la generalización, se aprecia aquí como condición que predispone al establecimiento de la biopolítica, al lado de la tendencia a eliminar el cuerpo:

“Pero lo irónico del proceso moderno fue precisamente que este acto de liberación, cuyo objetivo proclamado era acabar con la corporeidad abstracta, preparase el camino para la biopolítica. No existía nada parecido a eso antes de la modernidad. Nada habría legitimado la búsqueda de una política diferenciada del Cuerpo en un mundo en el que el Cuerpo (su autonomía y su supervivencia físicas) estaba de un modo u otro vinculado a todo tipo de política. Sólo en la modernidad se llegó, e incluso en ella sobre todo como principio, a la aceptación de máximas cuyo cumplimiento atenuase el rigor del adagio romano: vae victis! (¡ay del vencido!). Hasta la modernidad, si habías perdido, habías perdido en primer lugar “tu Cuerpo”. En cambio, en el mundo moderno, en el que el cuerpo estaba legalmente reconocido por la ley de habeas corpus, y donde al mismo tiempo las principales tendencias de la vida social apuntaban a oprimir, eliminar, silenciar, sublimar y reemplazar esa entidad legalmente existente, se abría un espacio social a la biopolítica” (5).

Se observa entonces una profunda contradicción en la modernidad. De una parte, se protege el cuerpo y de otra se procura su eliminación, pues la mediación racional niega su diferencia con el cuerpo, lo que justifica la prevención ante el concepto de mediación, y en especial, ante la medicación estructural del lenguaje: “La racionalidad tiene principios fijados y generalizados que prescriben cómo debería ser el Cuerpo, y que si este es rebelde se le llamará “desviado” o perverso y deberá ser castigado. Como la civilización racionalista es “justa”, el castigo no puede ser arbitrario; así que se crean instituciones y normas que se ocupan de castigar: la red penitenciaria. Pero esa famosa justicia de la civilización racionalista no es otra cosa que la imposición de la tendencia dominante del discurso en que ésta se basa; tenía razón Nietzsche, en la voluntad de poder, y no en una verdad trascendente” (6).

A esto se agrega que la biopolítica se apropia de los valores de la libertad, en el sentido de la autonomía, y de la vida, valores calificados de “supremos” y provenientes de su opuesto absoluto, lo espiritual, categorización propia de la bioética, asumidos aquellos al lado del ideal democrático por la experiencia de postguerra, razón por la cual, Heller y Fehér señalan el carácter excepcional de los derechos colectivos en la biopolítica: “Este carácter excepcional debería destacarse por dos razones: primero, donde termina “el cuerpo”, terminan también sus derechos. Un “Cuerpo colectivo” nunca es una entidad corporal, es más bien una de esas abstracciones que el odiado guardián, “lo espiritual”, impone al Cuerpo; segundo, como acertadamente destacó Dahrendorf, los derechos colectivos tienden a hacerse coercitivos. Aquel o aquella que se resiste a hacer uso del derecho de la “colectividad” es muy probable que se le tache de traidor a la causa y que le traten como tal los administradores de los derechos colectivos” (7).

La sujeción de la voluntad del individuo a abstracciones de origen racional o espiritualista, constituye uno de los elementos del fascismo. De igual manera, el sujeto de la biopolítica puede volverse uno simbólico, por ejemplo: “el Cuerpo de la naturaleza” o La Donna como cuerpo simbólico del feminismo, lo que se presta desde el ámbito académico para técnicas de adoctrinamiento en tanto “la verdad” facilita el establecimiento del currículum “políticamente correcto”, esto en una sociedad en la que el conocimiento significa poder. Y el paso hacia la autoclausura lo ofrece la apelación a una “epistemología especial”, lo que sobraría si se da como supuesto el mutuo entendimiento:

“Puede reducirse a la siguiente ecuación: la experiencia de los miembros del grupo X (pudiéndose sustituir la X por cualquier grupo concreto) es única; en consecuencia, sólo es accesible a aquellos que pertenecen al grupo X; ergo, el grupo X necesita una epistemología especial. Este ergo dista mucho de ser ya lógicamente concluyente. Si la experiencia de un miembro determinado de un grupo particular es accesible a todos sus demás miembros, la última cosa que éstos necesitan para la comunicación intergrupal es una epistemología especial: ellos se entienden entre sí de todos modos. Pero si no tienen esta accesibilidad intergrupal de la experiencia, si la experiencia del miembro A del grupo X resulta inaccesible para el miembro B del mismo grupo, su experiencia no es específica del grupo, y por tanto sólo comparten la buena y vieja condición humana. Por tanto lo que necesitan es epistemología pura y simple que se ha basado siempre en la premisa de que toda experiencia individual de cada ser humano es única, y que la entidad genuina ha de traducirse a un medio en el que puedan captar su contenido potencialmente todos los demás seres humanos. Abandonar el postulado de hacer comprensible la experiencia a potencialmente “todo ser humano” equivaldría a cancelar el espíritu mismo de la modernidad, para el que el concepto de “conocimiento de casta” es anatema” (8).

También critican Heller y Fehér el rito de iniciación política del amigo y el enemigo establecido por Carl Schmit. En todo caso, una epistemología especial sirve a los objetivos de la manipulación colectiva. Las “epistemologías regionales” favorecen “verdades regionales”, práctica legitimada por el posmodernismo extremista de la teoría del “minidiscurso”, ejemplificada en Zygmunt Bauman, lo que excusa la discriminación por parte de grupos minoritarios o individuos. Así, los movimientos definidos como biopolíticos, acuden a la persona humana en tanto cuerpo, y ya no a la red religiosa, comunitaria, de nación o de clase. La pretensión biopolitica se asimila incluso a la emancipación marxista de la persona humana, crítica de la reducción del sujeto por las prescripciones espirituales, al punto de dudar Heller y Fehér que este descubrimiento del cuerpo constituya un elemento emancipatorio. Y hasta aquí la interpretación de Heller y Fehér se sostiene fiel, pero a esta altura se separa en su crítica a Foucault, por escrúpulos morales.

Si bien, la biopolítica choca contra el carácter formal de los derechos en tanto que algunos movimientos pecan por un exceso de normatividad que limita la autonomía individual, de otra parte, a diferencia de la política tradicional, la biopolítica deja atrás la consideración de diferencias de clase, aunque las diferencias económicas persisten, lo que transforma la concepción de la libertad: “Hemos visto, en cambio, que para la biopolítica, la filiación de clase de la persona es una mera máscara que lleva “el cuerpo” debido a limitaciones sociales. En este enfrentamiento se contrapone, por tanto, una interpretación particular de la libertad a otra. La política tradicional considera la emancipación de los factores biológicos como el signo de progreso en la modernidad. Según sus partidarios, el sujeto libre de la ley no podría aflorar nunca sin este tipo de emancipación. A esto la biopolítica contesta que en las abstracciones universalistas y legales de “lo espiritual” se había considerado a la persona una abstracción; su núcleo básico, el Cuerpo, se había sometido casi totalmente a la norma universal y estaba encarcelado por ella. No hay ninguna libertad, afirma la réplica, a menos que haya una autonomía de la “diferencia” tangible, el Cuerpo. El resto no es ni más ni menos que escaparatismo universalista” (9).

Pero téngase presente que también puede darse una narrativa abstracta del cuerpo que sobrepasa el límite del cuerpo individual. Ya Hegel como antes algunos filósofos antiguos y medievales, identificaban lo empírico y lo abstracto. También incluso se hace del cuerpo una entidad mitológica. Ahora bien, los problemas del cuerpo se articulan en la vida diaria, cotidiana, que para politizarlos y presentarlos como pertenecientes a la visión pública, requieren una justificación que equipara la biopolítica a la política tradicional, con excepción de la “familia”, que se institucionaliza por factores culturales que alteran la disposición natural de los individuos en relación con la sexualidad, en tanto elemento constitutivo de las relaciones sociales:

“Pero la institución “familia” se ha mantenido en varios aspectos masivamente “natural”. La división interfamiliar del trabajo, así como el lugar que uno ocupa en la jerarquía de la familia, se hallan enraizados en la diferencia sexual, hasta hoy incluso, por lo que se refiere a la mayoría de los habitantes de nuestro planeta. Edad y generación, en las que el factor “natural” se halla intrínseco, contribuyen a la distribución del espacio y el poder entre los miembros de la familia, aunque el sistema se haya redefinido recientemente por expectativas culturales. Por último, aunque las emociones humanas son predominantemente culturales, la atmósfera emotiva, característica de la familia al menos de acuerdo con la norma, se considera el elemento “natural” que hay en nosotros (en el sentido aristotélico de que lo que es común a todas las sociedades es natural)” (10).

La biopolítica procuraría entonces un proceso de socialización mayor y una desnaturalización de la familia desde dentro, en el espacio de la vida diaria, no ya en el espacio público. Pero cuando los oprimidos por las instituciones tradicionales se convierten en actores políticos, obviamente la política tradicional se siente impulsada a actuar en nombre de estos individuos que soportan agravios. Y según el habeas corpus, nada justifica que un individuo se vea sometido a la violencia física, pero más allá de este derecho, la familia albergaría virtudes como la del perdón, la indulgencia y la benevolencia. Así, la dignidad familiar se construye también dentro de la instrucción de un campo: “Sin embargo, la familia es un campo de instrucción donde no sólo nos enteramos de nuestros derechos sino que también asimilamos otras virtudes, entre las que son cruciales la magnanimidad y el perdonarse mutuamente. La exigencia de derechos iguales en la familia debería ir acompañada de la práctica equitativa de determinadas virtudes, porque si no la familia se convertiría en una selva” (11).

Por lo tanto, Ágnes Heller y Ferenc Fehér, contraponen una ética de la virtud a la socialización en la que desde el punto de vista marxista ven una regulación moral que redundaría en una mala concepción de la biopolítica. Y a partir de este reproche, concluyen que el lenguaje de los derechos no resulta suficiente y no puede ser el único canal de comunicación; observación que colinda con la determinación que G. Agamben establece de la biopolítica en cuanto a confinación del cuerpo dentro de un campo: “Los Cuerpos, confinados en el mismo espacio, a menudo reducido, expuestos a un roce constante, chocan con mucha frecuencia dentro de la familia. Si el pleito fuese el medio exclusivo, o incluso dominante, a través del cual esos cuerpos pueden armonizar sus conflictos, toda la institución de la familia estaría en peligro y se perdería una vía fundamental de crecimiento normal. Porque hay un gran interés social no sólo en “desnaturalizar” la institución de la familia, sino también en lo contrario, en dejar los lazos de solidaridad entre los miembros de la familia “en su estado natural” posconsenso social” (12). Sin embargo, Agamben y Foucault sí piensan en la posibilidad de otro tipo de derecho, mientras que Heller y Fehér mantienen una preocupación moral.

Un lenguaje del cuerpo, propicio al cultivo de los afectos, establece disposiciones favorables al desarrollo mutuo independientemente de que se pudieran criticar, por ejemplo desde Nietzsche, valores como el de la compasión o una política de la solidaridad. Pero Michelle Foucault nunca hubiera dicho lo que Heller Y Fehér: “Si no hay ningún entorno en el que las personas aprendan, junto con el lenguaje y la habilidad para manipular objetos, que es “natural” amarse unos a otros, perdonar, o incluso simplemente desdeñar, una serie de cosas desagradables, apoyarse mutuamente y cosas similares, y que tendría que estar en juego la propia existencia física moral, y no “agravios” ridículos, para que se rompiesen esos lazos por intervención legal, se corre el riesgo de que los seres humanos no aprendan nunca esas virtudes. A veces, el “lenguaje del Cuerpo” es más humano que el informe del abogado” (13).

Así pues, la legalidad circunscribe al sujeto y lo confina en un campo abstracto que le impide relacionarse, distante, con su pariente, para establecer vínculos consiguientes a los afectos o a la consideración de la evitación del daño físico o emocional, esto es, del sufrimiento, tanto como una moral de la “virtud natural”. La biopolítica no concierne sólo a la confinación del cuerpo dentro de un espacio físico o abstracto, sino también a la consideración del individuo sólo como sujeto de derecho o de la ley moral. Los contactos intercorporales no pueden reducirse a relaciones contractuales, a pesar de asegurar la ley una defensa frente a la angustia de estar abandonado a merced de otro, de estar a disposición de otro, en contraposición con el amor romántico en tanto éxtasis procedente de la relación elegida, lo que exige la aceptación tanto del placer como del dolor, de la alegría como de la tristeza, la felicidad o la aflicción de la persona amada. Y precisamente, a propósito de todas estas cuestiones, Heller y Fehér recaban su tesis del pensamiento de Foucault, bajo un presupuesto psicológico: “A los lectores ávidos de Foucault se les puede contestar con Foucault: si la vida social es realmente una red de micropoderes, la naturaleza de estos poderes dista mucho de ser indiferente. A pesar de la advertencia de Talmon, se abordan con demasiada frecuencia la democracia y el totalitarismo como opuestos excluyentes, y se identifica con total inconsciencia el totalitarismo con el Estado totalitario. En cambio, nosotros creemos que los micropoderes de la sociedad, si opera en ellos una cuantía suficiente de frustración social sin canalizar, pueden convertir la vida en una pesadilla totalitaria, sin necesidad de eliminar todo el mecanismo de elecciones libres, parlamentos y separación de poderes” (14).

Para estos autores, el fracaso y la frustración colectiva, o individual, subyace a la biopolítica, lo que se ha de extender a la bioética, no tanto en referencia a la incapacidad de la ética tradicional en la conformación de un mundo mejor, sino de las prácticas humanas mismas impotentes ante la “desgracia”, sea por el infortunio en la consideración del destino, los reveces en los negocios pragmáticos, el desengaño y la desilusión respecto a deseos y sueños, o el error racional, calculado, en la efectuación de un experiencia, lo que de manera escueta se denomina equivocarse, por falta o simple desacierto. De este modo, el desacierto de la biopolítica contemporánea se advierte en un impedimento, igual que la política tradicional surge del aprovechamiento de las dificultades para justificar una intervención y establecer un orden que enfrente la limitación para una vida mejor. Y para colmo, Heller y Fehér contextualizan a la biopolítica desde la filosofía de la historia, en la promesa incumplida de la modernidad en tanto armonización de lo corpóreo y lo espiritual, la liberación del cuerpo y la síntesis absoluta de ambos elementos, perspectiva en la que el cuerpo representa una abstracción junto con la del espíritu, y en la que el cuerpo ya no establece una diferencia concreta, no reductible. Pero en últimas: la modernidad no se acepta el fracaso.

Por lo restante, la afirmación de los deseos; la autonomía no reducida a un imperativo categórico, y la singularidad del cuerpo no subsumida a lo corpóreo; remiten al cuidado de sí foucaultiano, más un término psicomédico que ético, en opinión correcta de Heller y Fehér, en lo que la ética mantiene un discurso opresivo, a lo que se suma la experiencia estética por la que los juicios diferenciados de belleza no pueden subsumirse a una regla o norma general, todo lo cual, presenta reparos al respeto de la diferencia que caracteriza a la sana bioética: “El sueño antropológico de Marx de individuos inconmensurables fue su expresión más grandiosa. Es precisamente esta tradición posmetafísica que no necesita el aparato de Marx de “naturalizar la esencia humana” y “humanizar la naturaleza”, y no precisa tampoco la gran narración historicista. En segundo lugar, “diferencia” es el sujeto unidimensional de la “bioética”, una entidad meramente corpórea, no el resultado de la fusión de lo espiritual y lo corpóreo” (15). Y esta afirmación marca un linde entre la bioética católica y la bioética secular. Al ideal de moderación para la protección del cuerpo ante un placer excesivo, se agrega la denuncia moderna de lo espiritual: “La biopolítica moderna introduce en este complejo un principio nuevo y sumamente discutible. Su premisa es que el Cuerpo enferma por lo espiritual en uno u otro de los dos sentidos: el Cuerpo, o bien recibe malos consejos de lo espiritual que lo impulsa a una permisividad excesiva con el principio del placer, o bien se ve sometido a una instrucción dura y paralizante por parte de lo espiritual” (16). Sin embargo, se pude suponer un provecho no perjudicial de lo espiritual, esto es, de la actividad racional, no dispuesta a una experiencia abierta e incondicional, que sólo en este sentido sería mística, mientras intenta no determinar la percepción con modelos previos. Por lo tanto, la salud del cuerpo no se pude reducir a una liberación de lo espiritual opresor o de una racionalidad coercitiva: “La salud del Cuerpo es en ambos casos una condición eminentemente moral (en una formulación exagerada: salud es moralidad) en el sentido de que la salud es indicio de emancipación del Cuerpo de lo espiritual (corruptor o abusivo). Salud resulta ser aquí una metáfora de pureza moral; de lo que se deduce que enfermedad es el estado de contaminación que infecta al organismo sano, es el mal principio en esta visión maniquea del mundo. Además, salud es un estado vació de lo espiritual o, en una formulación más ajustada, de vacío espiritual, y se reivindica precisamente en calidad de eso” (17). Piénsese en la moda de las “enfermedades psicosomáticas”.

En todo caso, la biopolítica propone que no se proscriba al deseo discrepante, ya que lo natural y lo legal no superan el ámbito conceptual. Incluso lo moral remite a un mero concepto, por lo que no se sostendría el concepto de perversión. Sin embargo, Heller y Féher señalan una objeción a la liberación del deseo, por lo que ignoran lo dicho al principio, al relacionar la biopolítica con el concepto Hobbesiano y moderno de libertad: “…aplicada coherentemente, ignora la libertad del “otro” (y deja por tanto de ser moral) y no contiene el principio de la autolimitación y la limitación (sociocultural) de las pasiones. Basándonos sólo en esa máxima, no hay manera de explicar por qué la historia de O es una historia repugnante, puesto que esclavizar sexualmente a otros constituye sin duda un placer para algunos y no contradice a la “naturaleza” (porque este tipo de placer es precisamente “la naturaleza” de quienes lo disfrutan.) Además, si confiamos en el marqués de Sade, podemos elaborar fácilmente, tachando el respeto a la autonomía de los “otros” en nuestra lista de valores, un código de conducta libertino en el que esa historia ni siquiera contradiga a Sittlichkeit” (18).

Allende las usanzas y costumbres, la cuestión ética que presenta reparos a la biopolítica, reconoce, respecto de la liberación del cuerpo de la cárcel del espíritu, una división de filosofías. Heller y Fehér sintetizan su análisis: “Así, pues, tres de las cuatro máximas resultaban impropias como base de la “bioética”. Una de ellas era un principio moral. El carácter moral de otra era engañoso y se revelaba más bien como la autolegitimación del egoísmo supremo y el desprecio soberano hacia la libertad y la vida del Otro. La tercera, que identifica salud con “el estado moral”, contiene un principio moral pero carece de todo tipo de elemento espiritual. Todo se apoya pues en la máxima que postula la autonomía del cuerpo respecto de lo espiritual” (19).

Seguido, ponen por testimonio de la historia del cuerpo a la literatura francesa clásica comprendida entre Madame Lafayette, Prevost, Camus y Bataille, en la que los protagonistas no simplemente hablan y viven en la medida en que funcionan, y por lo que el otro se hace necesario como disparador principalmente sexual, razón por la cual ya no puede crearse un mundo de costumbres. Y en referencia a La historia del ojo de Bataille, dictaminan: “Porque con el fin de destruir el “humanismo”, dicho de otro modo, la proyectada fusión de lo espiritual con lo corporal, no sólo han de esfumarse todos los elementos de lo espiritual, sino que ha de devorarse también la carne humana. La novela no tiene, y hay en ello una intención estética, absolutamente ningún “fin”, se “interrumpe” en la nota de asesinato y autodestrucción. Nadie ha expuesto más plásticamente el carácter insostenible de una moralidad basada en la autonomía completa del Cuerpo que su más ardoroso defensor Bataille. A partir de su novela, lo corpóreo y lo espiritual se funden una vez más como abstracciones hostiles, creadas por el cisma de nuestra cultura, principios opuestos que, al no armonizarse, se volverán intermitentemente uno contra otro con furia y futilidad renovadas” (20).

Pero el mérito del reconocimiento teórico de esta línea literaria de la biopolítica debe adjudicársele a Marie-Henri Bayle, “Stendhal”, que en su relato Los Cenci afirmaba que “Para que don Juan sea posible, es necesario que en la sociedad haya hipocresía” (21). Para Stendhal, era el gobierno el que prohibía y prescribía de qué abstenerse por bien de la patria. Por lo restante, la perversidad del amor a la sabiduría, esto es, la filosofía se delata en la crítica de sí, más allá de la oposición a la costumbre religiosa: “Entre nosotros, las mujeres ya no están de moda, por eso los hombres don Juan son raros; pero, cuando los había, empezaban siempre por buscar placeres muy naturales, teniendo a gala desafiar lo que consideraban ideas no razonables de la religión de sus contemporáneos. Sólo pasado el tiempo, cuando don Juan empieza a pervertirse, encuentra una voluptuosidad exquisita en desafiar las opiniones que a él mismo le parecen justas y razonables” .

La corriente restante de bioética, a juicio de Heller y Fehér, proviene del heideggerianismo, en la Carta sobre el humanismo, donde dice: “El hombre no es el señor de los seres. El hombre es el pastor del Ser”. En esta bioética, el pastor se asimila al propietario, abandonado el proyecto faustiano de dominación de la naturaleza, pero se impone ahora el concepto del trabajador responsable ante el entorno. Y la entidad del pastor tiene un valor simbólico pues duda de una comunicación auténtica con la naturaleza, pero actúa como si se diese la continuidad entre los cuerpos por la comunicación. Destaca el carácter experimental del pastor, pero su relación con la naturaleza es ficticia y metafórica, “como sí”, para ampliar el mundo con cautela: “Pues “cuidado” no es lo mismo que supervisión, tutela, disciplina y castigo. Es, justo con su término griego gemelo, le souci de soi foucaultiano, el principio de dejar el mundo todo lo intacto que sea posible al mismo tiempo que ampliamos nuestro espacio dentro de sus límites. Es sólo, cuidado, y no la autonomía del Cuerpo en su firme oposición a lo espiritual, lo que da origen a una participación responsable en la supervivencia de la modernidad” (22). Una vez más aquí se ignora la ética del cuidado de M. Foucault. Y acaso reste una tercera corriente entremezclada entre la bioética institucional, en algunos autores de carácter católico, pero de corte biologisista, en la que la biología le impondría patrones a la ética, pero todavía se contrapone la autonomía y la responsabilidad kantiana y se olvida la ética como disposición hacia la “preocupación de sí”. En cambio, de su parte, para dejar atrás la interpretación de Heller y Fehér; con claridad, según Michelle Foucault, el liberalismo constituye una forma de reflexión sobre la gubernamentalidad, modalidad de actuar que rompe con la razón de estado. “El tema a tratar era la biopolítica, entendiendo por biopolítica el modo en que, desde el siglo XVIII, la práctica gubernamental ha intentado racionalizar aquellos fenómenos planteados por un conjunto de seres vivos constituidos en población: problemas relativos a la salud, la higiene, la natalidad, la longevidad, las razas y otros” (23). Y así, los asuntos sociales, desde el punto de vista económico, se enmarcan en el liberalismo: “¿Cómo se puede asumir el fenómeno de la población, con todos sus efectos derivados y sus problemas específicos, en el interior de un sistema preocupado por el respeto a los sujetos de derecho y por la libertad de iniciativa de los individuos? En nombre de qué, y en función de qué reglas, pueden ser gestionados estos problemas?” (24). Así, la cuestión por la biopolítica dista bastante de lo antes dicho, pues Foucault no analiza el problema a la luz de la filosofía del derecho, la teoría de la justicia o a partir de un paradigma representacional, sino que considera al liberalismo en tanto racionalización de la conducta sin tener al gobierno como fin: “A partir de una serie de opciones de método ya contrastadas he intentado analizar el liberalismo ya no como una teoría o una ideología, y todavía menos, por supuesto, como una manera que tiene la sociedad de representarse a sí misma, sino como una práctica, es decir, como una forma de actuar orientada hacia la consecución de objetivos que, a su vez, se regula a sí nutriéndose de una reflexión continuada. El liberalismo pasa así a ser objeto de análisis en cuanto que principio y método de racionalización del ejercicio de gobierno, racionalización que obedece – y en esto consiste su especificidad – a la regla interna de una economía de máximos. Mientras que cualquier racionalización del ejercicio del gobierno tiende a maximizar sus efectos haciendo disminuir lo más posible sus costes (entendiendo el término costes no sólo en un sentido económico, sino también en un sentido político), la racionalización liberal, por el contrario, parte del postulado de que el gobierno (y aquí se trata, por supuesto, no tanto de la institución gobierno, cuanto de la actividad que consiste en regir la conducta de los hombres en el marco del Estado y con instrumentos estatales) no tendría que ser para sí mismo su propio fin” (25).

De este modo, la discusión se aclara al determinar Foucault la biopolítica en relación con la práctica liberal carente de un fin en sí, no gubernamental: “El gobierno liberal no tendría en sí mismo su propio fin, aunque sea en las mejores condiciones posibles ni tampoco la maximización de la acción del gobierno debe de convertirse en su principio regulador. En este sentido el liberalismo rompe con esa Razón de Estado que, desde finales del silgo XVI, había buscado en la existencia y el refuerzo del Estado, la finalidad susceptible de justificar una gubernamentalidad creciente y de regular su desarrollo” (26).

En contraposición, la Polizeiweissenschaft, se define como una tecnología gubernamental dominada por la razón de estado, que se hace cargo de los problemas de la población “que en razón de la fuerza del Estado debe ser lo más numerosa y lo más activa posible: salud, natalidad, higiene, encuentran en este marco, sin dificultad, un espacio importante”. Y en tanto se gobierna demasiado, el liberalismo critica la gubernamentalidad: “La gubernamentalidad no debe plantearse únicamente cuáles son los mejores modos para conseguir sus efectos (o al menos los menos costosos), sino que debe de cuestionar la propia posibilidad y legitimidad de su proyecto de alcanzar sus objetivos” (27).

La reflexión liberal no partiría del Estado ni encontraría en el gobierno el medio de alcanzar un fin para el propio gobierno, sino que supone que la sociedad se encuentra en una relación compleja de exterioridad y de interioridad en relación con el Estado, en la medida en que es a la vez condición y fin último del gobierno, en tanto el gobierno es un suplemento excesivo que se puede cuestionar, o por lo menos, en su utilidad o necesidad: “En lugar de hacer la distinción Estado sociedad civil, un universal histórico y político del cual es posible plantear interrogantes sobre todos los sistemas concretos, se puede más bien intentar ver en esa distinción una forma de esquematización propia de una tecnología particular de gobierno” (28).

Y para Foucault, el mercado conforma el lugar en que se perciben los efectos del exceso de gubernamentalidad: “El análisis de los mecanismos de la escasez o, en términos generales, del comercio de granos tenía por objeto, a mediados del siglo XVIII, mostrar hasta qué punto gobernar era siempre gobernar demasiado. Ya se trate del Tableau de los fisiócratas o de la mano invisible de Smith, ya se trate, por tanto, de un análisis que, bajo la forma de la evidencia, tiende a hacer visible la formación del valor y la circulación de las riquezas, o, por el contrario, de un análisis que supone la intrínseca invisibilidad del vínculo existente entre la búsqueda del beneficio individual y el crecimiento de la riqueza colectiva, la economía, de todos modos, muestra una incompatibilidad de principio entre el desarrollo óptimo del proceso económico y una máximalización de los procedimientos gubernamentales” (29).

La economía del XVIII se separaría así del mercantilismo, y el liberalismo no derivaría de una reflexión jurídica ni del contractualismo, como enseñan los manuales de ciencia política. “Más bien, en la búsqueda de una tecnología liberal de gobierno, se comprobó que la regulación por la vía jurídica constituía un instrumento tan eficaz como el bien hacer o la moderación de los gobernantes” (30). Y mientras los fisiócratas pensaban las leyes naturales de la economía, el liberalismo evitaría la regulación de la ley y el juridicismo natural. Y aquí radica la fuerza de la biopolítica, pues la ley define formas de intervenciones generales que excluyen medidas concretas, individuales, excepcionales. La participación de los gobernados en la elaboración de la ley, en un sistema parlamentario, constituye el sistema más eficaz de economía gubernamental, aún enfrentado el gobierno a una opinión pública sólida (estado de derecho, Rechtsstaat, Rule of law): “Aún más, esta cuestión sigue siendo uno de los elementos constitutivos de la vida política, siempre y cuando se acepte que existe vida política cuando la práctica gubernamental se ve limitada en sus excesos posibles al estar sometida al debate político en lo que se refiere a su bondad o maldad, en relación con el pasearse o quedarse corta” (31).

La biopolítica, según M Foucault, analiza los tipos de racionalidad operativos, esto es, la razón gubernamental que dirige y administra la conducta de los hombres. Se diferencia pues, la economía de mercado organizada (ordo) de la planificada o dirigida, en tanto las garantías y limitaciones de la ley se suman a asegurar que la libertad de los procesos económicos no produzcan distorsiones sociales. Al respecto, Foucault recuerda que fue la Escuela de Chicago la que se opuso a la planificación de la guerra: “Mientras que en Alemania se consideraba que la regulación de los precios por el mercado – único fundamento de una economía racional – era de suyo tan frágil que esta economía racional debía de ser apoyada, acondicionada, ordenada mediante una política interna y vigilante de intervenciones sociales (subsidios a los parados, cobertura de las necesidades sanitarias, una política de vivienda, etc), el neoliberalismo norteamericano pretende más bien ampliar la racionalidad del mercado, los esquemas de análisis que dicha racionalidad presenta, y los criterios de decisión que ésta implica, a ámbitos no exclusiva ni predominantemente económicos: la familia y la natalidad, pero también la delincuencia y la política penal” (32).

Y esta crítica de la administración de la conducta es incompatible con el mantenimiento de una regulación moral a partir de virtudes en el seno de la institución familiar entendida como algo “natural” y junto a la supuesta naturalidad del amor y la necesidad del perdón, como límite que se establece para la liberación del deseo y el rechazo del infortunio, en la postura de Héller y Fehér.

Se requeriría para Foucault todavía estudiar los problemas específicos de la vida y de la población, plateados al interior de las tecnologías de gobiernos que, sin haber sido siempre liberales, los enmarcan, desde el siglo XVIII, en la cuestión del liberalismo. Y en ese sentido resulta recomendable la lectura de Slavoj Zizek: “El discurso histérico y el discurso universitario muestran entonces dos resultados posibles de la vacilación del reinado directo del Amo: el gobierno burocrático de los expertos que culmina en la biopolítica de reducir a la población a una colección de homo sacer (lo que Heidegguer llamó “enmarcado”; Adorno, “el mundo administrado”; Foucault, la sociedad de “disciplina y castigo”); la explosión de la subjetividad capitalista histérica que se reproduce a través de una permanente autorrevolución, a través de la integración del exceso al funcionamiento “normal” del vínculo social” (34). Así pues, no obstante, Heller y Fehér tienen razón al reconocer en la biopolítica la necesidad de una disposición ética precedente, pero como en el cuento de Chejov, Una corista, también se puede engañar a alguien apelando a los “sentimientos humanos”.

En el contexto poético latinoamericano, en Huidobro, más que abstraerse la vida en el sueño, todo se vuelve un querer hablar dolorido, una voluntad de la expresión del dolor:


La vida es sueño
Los ojos andan de día en día

Las princesas pasan de rama en rama

Como la sangre de los enanos

Que cae igual que todas sobre las hojas

Cuando llega su hora de noche en noche.


Las hojas muertas quieren hablar

Son gemelas de su voz dolorida

Son la sangre de las princesas

Y los ojos de rama en rama

Que caen igual que los astros viejos

Con las alas rotas como corbatas


La sangre cae de rama en rama

De ojo en ojo y de voz en voz

La sangre cae como las corbatas

No puede huir saltando como los enanos

Cuando las princesas pasan

Hacia sus astros doloridos


Como las alas de las hojas

Como los ojos de las olas

Como las hojas de los ojos

Como las olas de las alas


Las horas caen de minuto en minuto

Como la sangre

Que quiere hablar.



BIBLIOGRAFÍA
(1) HELLER, Ágnes. FEHÉR, Erenc. Biopolítica. La modernidad y la liberación del cuerpo, Ediciones Península, Ideas 31, Barcelona, 1995. p. 10.
(2) Ibidem.
(3) Ibid. P. 13.
(4) Ibid. P. 18-19.
(5) Ibid. P. 19.
(6) Ibid. P. 20.
(7) Ibid. P. 28.
(8) Ibid. P. 31.
(9) Ibid. P. 44.
(10) Ibid. P. 51.
(11) Ibid. P. 53.
(12) Ibid. P. 54.
(13) Ibidem.
(14) Ibid. P. 57.
(15) Ibid. P. 63.
(16) Ibid. P. 64.
(17) Ibid. P. 64.
(18) Ibid.p. 65.
(19) Ibidem.
(20) Ibid. P. 66.
(21) STENDHAL. Relatos, Salvat Editores, S.A, Navarra, 1970. P. 41.
(22) FOUCAULT, Michelle. Nacimiento de la biopolítica. Traducción del francés de Fernando Álvarez-Uría. Archipiélago: Cuadernos de la cultura. 30, Barcelona, 1997. pp. 367-372.
Ibid. P. 42.
(23) HELLER…P. 68.
(24) P. 119.
(25) Ibidem.
(26) Ibid. P. 120.
(27) Ibidem.
(28) Ibidem.
(29) Ibid. P. 121.
(30) Ibid. P. 122.
(31) Ibid. P. 122.
(32) Ibid. P. 123.
(33) Ibid. P. 124.
(34) ZIZEK, Slavoj. La suspensión de la ética, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005. p. 14.











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